C olección; Clásicos P olíticos D irec to ra : C a r m e n I g l e s i a s
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
DISCURSOS Y ESCRITOS POLÍTICOS
Edición, estudio preliminar y traducción de A n t o n io H e r m o s a A n d ú ja r
CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALESM adrid, 2005
E l C e n tro de E s tu d io s P o lític o s y C o n s titu c io n a le s re m e m o ra a A l e x i s d e T o c q u e v i l l e en el b ic e n te n a r io de su n a c im ie n to c o n e s ta p u b lic a c ió n de D iscu rso s y escrito s p o lítico s
© De la ed ic ió n , e s tu d io p re lim in a r y tra d u c c ió n A n t o n i o H e r m o s a A n d ú j a r © C e n t r o d e E s t u d i o s P o l í t i c o s y C o N s m u c iO N A L E s
Ñ IPO (CEPC): 005-05-053-5 ISBN : 84-259-1310-1 D ep ó sito Legal: M -51.744-2005 R ealizac ió n : L erko P r in t, S.A.P aseo de la C aste llan a , 121. 28046 M ad rid
Para R osa y Atenea
ÍNDICE
TOCQUEVILLE Y LA DEMOCRACIAp o r A n t o n io H e r m o s a A n d ú ja r
L Introducción; El descubrim iento de A m érica .............XIIIII. La dem ocracia so c ia l........................................................XXVIIIII. La dem ocracia p o lític a .................................................... XLIX
1. La descentralización ad m in istra tiv a .......................L2. La descentralización política: la división de poderes. LVIII3. La descentralización territorial: el federalism o ... LXXIV4. El pluralism o social...................................................... LXXXV
IV. El problem a de la conservación del orden socio-polít ic o ........................................................................................... XCIII1. Las am enazas a la estabilidad dem ocrá tica ..........XCVII
a) La tiran ía de la m ay o ría .......................................XCVIIb) La centralización b u ro c rá tic a .............................CIIc) La concentración in d u s tr ia l................................ CVII
2. Los m edios de la l ib e r ta d ........................................... CXVIV. Epílogo: El redescubrim iento de la d em ocrac ia .........CXXXIX
DISCURSOS Y ESCRITOS POLÍTICOSpor Alexis de Tocqueville
I. Mi instinto, mis opiniones................................................... 3IL Estado social y político de Francia antes y después de
1789 ............................................................................................. 5III. La Cuestión de O rien te ........................................................... 43
•1. Orden de las ideas. Política general (1840)................ 432. Segundo discurso sobre la Cuestión de O riente....... 443. Artículos sobre la Cuestión de O riente........................ 58
a) Dificultad de en tenderse........................................... 58b) Amor por la p a z ........................................................... 58c) Las potencias no tienen interés suficiente en
form ar alianza contra n o so tro s .............................. 60d) Im posibilidad de una estrecha a lianza................. 62
IV. El deseo de cargos públicos................................................. 69V. Discurso de ingreso en la Academia F ra n c e sa .............. 81VI. Cartas sobre la situación in terior de F ran c ia ................. 97
1. El mal francés...................................................................... 972. La m ayoría no quiere la revolución, y por q u é ........ 1013. Los partidos que están fuera de la m ayoría no pue
den hacer la revo luc ión .................................................... 1044. De los medios que posee el gobierno para defender
se de los p a rtid o s ................................................................ 1095. Ouc el papel de la oposición es estar a la defensiva. 114
V II . Lb c^ntrnll/,ación «dm lnlslrativa y el sistèm a representa tiv o ............................................................................................ 119
V I H , Dlüciiiilrtn Nobr* In dliecclrtn p o lítica .......................................... 123I X . A p u n I c N Nohre p i i U l U 'M I n t e r i m ......................................................... 1 3 7
1. Dii pui'lklo nuevo........ ...................................................... 1372. l,u eluse medili y el puehr<)................................. .......................................... 1 3 83. Fragm entos en pro de una política so c ia l.................. 142
X. Discurso pronunciado en la Cám ara de D iputados...... 147XI. Discurso de apertura en la Academia de Ciencias Mo
rales y Po líticas......................................................................... 161
TOCQUEVILLE Y LA DEMOCRACIApor
A n t o n io H e r m o s a A n d ú j a r
I. INTRODUCCION: EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
No había buenos salvajes en América. Ni era la am ericana una sociedad de pastores o agricultores ilustrados. La bucólica estam pa de una com unidad de cam pesinos prósperos y felices que, a son de dem ocracia, tom aban librem ente las decisiones colectivas, tan cacareada en ciertos libros de viajes o en algunas doctrinas políticas de la época, el viajero francés Alexis de Tocqueville no la hallaba, en América, por ninguna parte. El buen salvaje, ese habitante del m ito que duran te siglos m oró en la conciencia europea, pero que en el siglo xviii, y más aún en el xix, com partía soberanía ' con el
1. No es éste lugar para extenderse acerca del significado desem peñado por d icho m ito en las transform aciones que se operaron en la wettanschaung europea a lo largo de la m odernidad; basta recordar ios nom bres de M ontaigne, Las Casas o Vitoria, entre mil otros, para dar vida a los grandes cam bios que tuvieron lugar en el pensam iento, la m oral o el derecho. Pero sí conviene añad ir que pese a convertirse en ariete m oral arro jado contra la corrupción del hom bre civilizado m oderno, nunca, o casi nunca, llegó a ser el contrapunto ético a seguir. Diderot, por ejemplo, que al final de su vida tru en a sin contem placiones co n tra la sociedad contem poránea (reléase su Discurso a los insurgentes de América [en Escritos Políticos, M adrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 321-322]), descarta sin m ás en el Supplément au voyage de Bougainville que la reform a social pueda siquiera plantearse encontrar en semejante fetiche a su nuevo dios. E incluso un Cook, que se tropieza constantem ente con él en sus correrías m arítim as y quiere com portarse siem pre en ortodoxo natu ralista que describe sin valorar —al punto que ni siquiera reprueba esa tendencia al robo repetidam ente señalada que advierte en tal sujeto (I, p. 20; II, p. 67, III, p. 42)—, y que cuando no respeta su propia m áxim a llega a celebrar la bondad y hospitalidad de aquél, no puede sin em bargo dejar de ano tar en su cuaderno la tajante división entre los indígenas (I, p. 60; II, p. 47), y la p ráctica de la antropofa*gia (I, p. 62) o de los sacrificios hum anos (II, p. 45) — sin contar con que tam bién deja huella del prejuicio pate rna lista inexpugnable, t ípico del "civilizado”, cuando clam a «indulgencia para con las debilidades de esos pobres nativos» (III, p. 42) (cf.. Los tres viajes alrededor del m undo. Diarios de 1768 a 1780, 3 Vols., Barcelona, 1982).
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adverso de la «misión civilizatoria», por decirlo con Lamartine^, poco tenía que ver con esos indios que consum ían —en el alcohol con frecuencia, y desposeídos de sus dominios^— los últim os m omentos de una civilización ya devorada por el tiempo''; de otro lado, esos indios eran sólo una de las tres razas, jun to a negros y —sus amos— blancos, que poblaban el territorio americano, siendo la últim a, adem ás, encarnación de ese tiem po que los devoraba.
La escena era muy otra, pero en absoluto desilusionante para el romántico corazón del joven aristócrata que la contemplaba, pues el político Tocqueville, uno de los pocos viajeros que sí aprendían de sus viajes^, no tardó m ucho en percibir lo extraordinario del espectáculo que se desenvolvía ante sus ojos, y aún menos en reafirm arse en la idea de describirlo*. Cuando el proyecto llegó a té rmino, la nueva visión no sólo suplantaba para siem pre la anterior, sino que enriquecía así mismo de m anera inusitada el tesoro de las creencias y de la razón hum ana, y con éste el de la posibilidades de la acción individual y social, es decir: daba al futuro nuevas formas posibles de realizarse. ¿Qué vio el intelectual europeo en América?
En la antigua colonia inglesa, la p rim era en reivindicar su in dependencia, para lo que recurre a las leyes de la propia metrópoli, o en otorgarse una Constitución en el sentido pleno que el térm ino
ANTONIO HERMOSA ANDÚJAR
2. Discours à la Chambre des Députés, 15 de febrero de 1838 (cf. en Marcel Merle y Roberto Mesa, El anticolonialismo europeo, Madrid, 1972, pp. 245-248). No hace falta insistir en que, con argum entos de esa naturaleza, la justificación del colonialismo está servida.3. El testim onio en este caso es personal, como puede verse en sus Quince jours dans le désert (américain), Paris, 1998, pp. 11-12.4. Tampoco hay que insistir aquí en que el viento arcàdico deja igualm ente de sop lar (cf. al respecto M atteucci, Alla ricerca dell'ordine politico, Bologna, 1984, pp. 196-200).5. Cf. Maczak, Viaggi e viaggiatori nell'Europa moderna, Bari, 1994, p. 407.6. Algo que ya tenía in mente desde hacía tiem po y que com partía con su com pañero de fatigas, Beaum ont, según cabe inferir de la correspondencia de am bos anterior y posterior al viaje a América (cf. Jardin, Alexis de Tocqueville. 1805-1859, México, 1997, pp. 79-80). Es decir, que el político francés se acercó desde un principio a América guiado por la cabeza y no por el corazón. Con todo, conviene apostillar, no es posible dejar de reconocer que recorrer los espacios y conocer las gentes confinantes con la «civilización europea» era una de las cosas que «más picaban» la curiosidad de los viajeros, según sostiene el propio Tocqueville al inicio de su libro de viajes anteriorm ente citado.
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poseía en el siglo xviif, la historia parecería como haber perdido la propia m em oria y haberse entregado a revelar a la H um anidad un sinfín de aspectos de sí misma cabalmente desconocidos hasta ahora, o activos tan sólo en las regiones de la utopía. En tan singular y extenso escenario, en efecto, los m iem bros del único pueblo cuyo origen se conoce positivam ente convivían dejándose llevar por sus intereses pero gobernados por la concordia; su régim en político, pese a no predicar la virtud* como fundam ento ni como fin, no era el monárquico, sino la República; y la libertad, pese a la exacerbada —y democrática— igualdad que los caracterizaba, ejercía su imperio por todas y cada una de las esferas de la sociedad. América era una república dem ocrática en la que un gran núm ero de habitantes se distribuía por un extenso territorio; im agen de una sociedad im pensable sea en la doctrina europea^, sea en la doctrina am ericana de inspiración europea representada por The Federalist'^. Si de esos dos grandes hitos quisiéram os descender a los detalles, en tal caso veríamos las novedades históricas m ultiplicarse notablem ente; el
EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
7. Rémond, L'Ancien Régime et la Révolution (T. I de Introduction á ¡"Histoire de notre temps, Paris, 1974, 1-4).8. O de no ser postulada siquiera como «principio» estructural de la misma, al modo de M ontesquieu, quien la consideraba como el móvil del régimen republicano (Esprit des Lois, Paris, Pléiade, 1949-51, III-l). Acerca del pensam iento de Montesquieu, de su evolución desde la «repiiblica de la virtud a la república del interés» cf. el m agistral libro de Natalio Botana, La tradición republicana, Buenos Aires, 1997, cap. 1,9. Inconcebible en lo que toca a la extensión y en lo que hace a su unidad. De hecho, el siglo xviii, que tanto invoca la república, es tam bién consciente de que los nuevos Estados con jurisdicción sobre amplios territorios constituyen una página sin vuelta atrás en la h istoria. De ahí que, como bien ha m ostrado G oulem ot en su contribución sobre el republicanism o y la idea de república en el siglo xvni (en F. Furet y M. Ozouf, L’ideé de Republique dans l ’Europe Moderne, París, 1990), lo que en realidad se invoca bajo el espíritu de la república es el cuerpo de la m onarquía (pp. 5-43).10. Responsable intelectual de la conciliación de esos otrora adversarios es el p rin cipio de representación, el cual, además, permite preservar el espíritu de la república y de la dem ocracia con sólo cam biar la letra (por grande que sea el cambio operado en ella). De otro modo: perm ite gobernar sobre un territorio del que no im porta su extensión y sobre una cantidad de gente de la que no im porta su número: y perm ite hacerlo m ediante unos pocos que han sido previam ente elegidos por todos (en el n.° 10 de The Federalist \El Federalista, México, 1998] Madison separaba limpiamente ambos conceptos). Recordemos sin embargo que, en cambio, ya Paine establecía cierta unión entre ellos, como se verá más tarde.
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alto grado de libertad m unicipal, la división del poder legislativo, el tipo de representación de am bas cám aras, la com binación entre centralización política y descentralización adm inistrativa, la n aturaleza e im portancia del poder judicial, la del jurado, etc. Mas no proseguiremos por esa dirección. Se trataba, al recordar semejantes novedades, únicam ente de precisar que las había y cuáles eran, y al tiem po de resaltar con ellas algunos de los m onum entos que en América la hiátoria ha elevado a la libertad". E lencándolos la m isión está cumplida; en su m om ento nos detendrem os a contemplar algunos de ellos.
Ahora bien, toda esa panoplia de innovaciones históricas no son sino otros tantos modos de m anifestarse la novedad am ericana ra dical, a saber, la igualdad de condiciones, ésa que el propio Tocqueville designará como el «hecho básico»'^ de tal sociedad, el hontanar que imprime su sesgo a máximas, opiniones, costumbres, leyes, etc., y que modifica cuanto no produce (ibidem). En América, y más concretam ente en Nueva Inglaterra, la igualdad de fortunas es lo prim ero en im pactar la cosmovisión del observador europeo. N ingún rastro de aristocracia antigua perturba la uniform idad social, y los de la nueva, la generable por la riqueza, han creado únicamente grados entre los individuos pero no divisiones; sólo en el Sur, con el establecim iento de la esclavitud, la estratigrafía de la sociedad se ha ordenado en capas bien diferenciadas, pero ni aun allí tan to como en la vieja Europa, porque en ninguna parte el Derecho ha asociado privilegios a la riqueza o poder a los ricos, porque la igualdad ha escalado hasta la m ism a ley sobre las sucesiones al prescribir 1 padre una idéntica división de la tierra entre sus hijos, es decir, porque se ha abolido el mayorazgo'^; y porque, además, el
ANTONIO HERMOSA ANDÚJAR
11. El lector avisado habrá percibido sin duda que hemos parafraseado a La Fayette en su despedida del Congreso Norteam ericano poco antes de su regreso a Francia (citado por Paine en Rights o f Man, Middlesex, 1976, p. 67).12. De la Démocratie en Amérique [DA], I^ ris , Gallimard, 1986, I, Introd., p. 37, y M , 3.13. Tal fue una de las obsesiones del personaje am ericano más adm irado por Tocqueville, es decir, de Jefferson, quien en su autobiografía da repetida cuenta del em pecinam iento de su lucha y hasta del sabor de la victoria (Autobiografía y otros escritos, M adrid, 1987, pp. 41, 45, 49 y 55). Recordem os asim ism o que, según A. Sm ith, el m otivo del m ayor progreso de las colonias inglesas sobre las españolas
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vertiginoso m ovimiento de la fortuna, si bien no engulle el am or a las riquezas —en ninguna parte es más apasionado—, tam bién afecta a los bienes haciéndoles cam biar a m enudo de dueño, es decir, porque con sum a frecuencia im pide su transm isión hereditaria, como tam bién, contrariam ente a cuanto ocurría duran te el feudalismo, identificar a la fam ilia con la tierra, personificar la cosa a la casa nobiliar.
Tan extendida como la anterior se halla la igualdad intelectual; no es que la naturaleza —o «Dios», como dice literalm ente Tocqueville— se haya desnaturalizado renunciando a im poner en América la desigualdad de inteligencias establecida por doquier. Lo que ocurre es que ha ido a dar con una tierra cuyos m oradores han pasado casi todos por la instrucción prim aria y casi ninguno por la instrucción superior, donde la inteligencia no goza de m ayor culto y la búsqueda necesaria de una profesión no deja el tiem po de establecerlo, ni la pasión por el b ienestar el de desearlo. El resultado es que, en m ateria de religión, de ciencia, de historia, de legislación, etc., un sujeto resulta perfectam ente intercam biable por otro, pues los conocim ientos facticios adquiridos han nivelado las diferencias naturales: la cultura, en este sentido, ha doblegado la naturaleza.
Así pues, la igualdad de condiciones es la fisiología de la sociedad americana; ese «hecho» no es, sin duda, un dato; por mucho que lleve m anifestándose así, por m ucho que desde entonces haya perm anecido constante, por lejos que, cabe prever, pueda llegar en el futuro, ha sido un proceso; pero éste, en realidad, no ha hecho sino revelar en su curso el gen igualitario ínsito ya en «el punto de partida» de dicha sociedad, verdadero germen y núcleo de tal igualdad (para todo esto cf. el cap. II). Sus fundadores provenían todos de Inglaterra, y de este rincón del viejo mundo traían la misma lengua —«el vínculo quizá más sólido y perdurable que pueda unir a los hombres» (I-I, 2)—, la m ism a religión, en parte las m ism as leyes y creencias, etc. (I-I, 8 y 2): y hasta la m ism a intensidad en sus
EL DESCUBRIMIENTO DE AMERICA
y las portuguesas, pese a la mayor fertilidad de las tierras del sur, radicaba justamente en sus instituciones políticas, una de las cuales era la ausencia del mayorazgo (La riqueza de las naciones, México, FCE, 1979, p. 509). La cultura, una vez más, vence a la naturaleza.
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prejuicios, pues salvo en el caso de Nueva Inglaterra, donde el fanatismo''* no llegó tan lejos, en las demás colonias no faltó esa lacra religiosa que no sólo persigue hasta la m uerte a ese hijo predilecto del diablo que es el ateo, sino que aspira al mismo destino para quien no adore al dios oficial de la secta o, incluso, para el que, buen creyente y todo, le dé por la blasfem ia, la brujería o el adulterio. Em pero, jun to a esas leyes penales que actualizaban en algunos puntos al Platón de Las Leyes, incluso los habitantes del Connecticut —los aludidos en dichas m edidas— com partían con los dem ás unas leyes políticas de raigam bre dem ocrática, que incluían la participación popular en los asuntos públicos, el voto de los impuestos, la responsabilidad de los gobernantes, etc. Y no sólo: los prim eros pobladores am ericanos llevaron consigo al nuevo continente, donde la extendieron y perfeccionaron hasta límites antaño desconocidos, la experiencia del gobierno municipal, verdadera escuela de libertad (II, 5) o su predilección por las asociaciones. En suma, una com binación de «espíritu de religión» y «espíritu de libertad»'® que en algunos Estados acabaron com penetrándose —poniendo aquélla estabilidad en el m undo en perm anente cam bio de ésta, por citar un ejemplo— perfectamente y constituyendo una singularidad histórica más del nuevo mundo.
Quien m ire este cuadro casi cerrado de la igualdad no podrá sino adm irar el m odo paradójico con el que América se inserta en la h istoria universal, pues se coloca directam ente al final de un
ANTONIO HERMOSA ANDÚJAR
14. El mismo Jefferson, y en referencia a una época muy posterior, la de su ju ventud, había escrito: «Nuestras mentes se hallaban encerradas en estrechos límites por la creencia habitual de que nuestro deber era perm anecer subordinados a la m adre patria en todos los asuntos de gobierno, dirigir todos nuestros afanes al servicio de sus intereses, e incluso observar una fanática intolerancia hacia toda religión distin ta de la suya» (op. cit., p. 6; cf. pp. 44-45). En las Notas sobre Virginia ya había deplorado insistentem ente la intolerancia religiosa que durante dos siglos coexistió con la libertad política (cit., p. 281). Tocqueville, de su parte, en sus com entarios sobre ese microcosm os am ericano que era Saginaw,'anota que si alguien practicaba la to lerancia religiosa era el indígena, pese a su «fe grosera», un culto que no practicaba ninguno de los creyentes cristianos, cualquiera que fuese el ram o elegido del cristianism o (Quince jours..., cit., p. 74).15. La expresión de Tocqueville se encuentra, idéntica, en Burke, quien se sirve de ella repetidamente (Discurso sobre la conciliación con América en [Textos políticos, México, FCE, 1996], p. 323 et alt.).
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largo y general proceso —obra de la Providencia'*’, puntualiza Tocqueville— que incum be a todo Occidente sin haber conocido n in guna de sus fases anteriores. El contraejem plo francés escenifica un caso doblem ente ilustrativo. En prim er lugar, hace patente las dificultades inherentes a su evolución, la m ultiplicidad de relaciones que implica, de sujetos que incorpora, de instancias que activa, de vericuetos que sigue y de oposiciones que com bate. Es así como al fínal del m ismo podem os observar la línea que, partiendo
EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
16. El lector de Tocqueville queda un tanto sorprendido, y hasta apabullado, de to parse en tres capítulos con tres elementos distintos que tienen un rasgo en común: el carácter determ inista que im prim en a los hechos; son la «Providencia», el «punto de partida» y el «hecho básico». ¿Habremos vuelto, en pleno siglo xrx, al destino, a la fortuna, a Bossuet, etc.? ¿Se habrá im puesto la libertad porque sí, porque Dios gusta dom inar al hom bre m ediante la libertad, que diría Kant?; ¿conservará el hom bre las instituciones que la realizan porque la naturaleza así lo ha dispuesto, como diría igualm ente Kant? Si bien se mira, la Providencia no las tiene todas consigo, al menos para lo último, entre otras cosas porque necesitará de una ciencia que ilumine en el futuro su obra, hecha andar a base de golpes de ciego; aparte que hasta ahora lo que ella propulsa es la igualdad, pero la libertad que la acom pañe será fruto de leyes, de educación, de costum bres, etc. Es decir: que tam poco el punto de partida se corresponderá necesariam ente al de llegada, justo porque todos esos elementos re quieren de tiempo para formarse y porque cam bian con el tiempo: porque no son naturaleza; con otras palabras, el principal factor del condicionam iento del punto de partida no es el natural de la geografía, sino el cultural de las leyes y, «sobre todo», de las costum bres (1,-1, 3; cf. tam bién 1-11,9 y II-IV, 8). Lo cual afecta tam bién al último de los tres elementos condicionadores, el hecho básico, del que el anterior no es sino, precisam ente, su "punto de partida”. La influencia del m ism o parece indudable, tanto en la configuración actual de la sociedad como en su posible curso u lterior. Pero es aquí, donde lo cierto se hace sólo posible, donde se asienta la libertad del hom bre, puesto que es decisión suya conservar aquello que le hizo libre, porque la libertad engendra peligros que sólo la libertad puede conjurar, al optar por hacer real sólo una parte de lo que lo hecho vuelve posible: la preservación de sí misma. El hom bre es libre, pues, para seguir siéndolo; de lo contrario los am ericanos no correrían peligros absolutistas, y los europeos nunca habrían tenido la posibilidad de llegar a ser como los am ericanos, esto es, libres. Ese nos parece el pensam iento de Tocqueville, aunque los recursos retóricos puedan despistar a m ás de uno. Así pues, coincidim os con E. Cargan (Tocqueville and the Problem o Historical Prognosis [en American Historical Review, 68 (2), 1963, p. 335], o con Lively (The Social and Political Thought o f A. de Tocqueville, Oxford, 1962, pp. 183 s) antes que con Rausch (A. de Tocqueville [en Klassiker des politischen Denkens, B. II, M ünchen, 1979, pp. 224- 225; cf. tam bién Julio Saguir (A. de Tocqueville y la irresistibilidad e irreversibilidad del proceso de democratización, [en Discurso y realidad, VIII (2), 1993], pp. 83-94, y Burrage, On Tocqueville Notion o f Irresistibility o f Democracy [en Archives éuropéen- nes de sociologie, 13, 1972], pp. 151-175.
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de un país dividido por varias fam ilias que se disputan y transm iten hereditariam ente el poder, se quiebra de pronto en un sesgo imprevisto y a través de la Iglesia, que abre indistintam ente sus puertas a todos los rangos de la sociedad, em puja a la igualdad hasta el ruedo de la sociedad; seguidamente, los legistas, los campesinos, los com erciantes, los intelectuales, etc., aprovechan los accidentes que el curso de los hechos van poniendo a su disposición para fortalecer su alianza con el advenedizo que está trastocando las ideas, los sentim ientos y los valores de la com unidad. Cuando, después, sus enem igos jurados, los nobles, invoquen la ayuda de quienes com baten bajo sus banderas en sus batallas políticas contra el rey o entre sí, o cuando el rey devuelva la jugada a los nobles, la partida está ya ganada, si bien la igualdad aún necesitará de una revolución para traduc ir su fuerza en derecho y ser reconocida como el verdadero dem iurgo de la sociedad (Intr., pp. 38-39)'^ En segundo lugar, porque la igualdad, en su configuración prerrevo- lucionaria'®, alcanza uno de sus momentos de máxima gloria: y, sin embargo, es «la igualdad en la servidumbre», momento tam bién suprem o del antiguo régim en en el que un señor absoluto declara a todos iguales bajo él en lugar de reconocer la «desigualdad en la libertad». La Francia del Anden Régime, por tanto, ofrece uno de los modos posibles de relación entre la igualdad y la libertad. América, por el contrario , agudiza su contraste con el pasado feudal al presentarse como la sociedad en la que la igualdad anterior alcanza la cim a coronada hasta entonces inexpugnable, logrando de este modo, tam bién en la instancia jurídica, la libertad general. Sólo la igualdad universal, pues, permite la libertad universal. Así, dos «estados sociales» bajo el imperio de la igualdad pueden producir efectos netam ente antagónicos. Aunque el «instinto» (I-I, 3) se decante hacia la libertad, adonde la pasión arrastra espontáneam ente es hacia la igualdad. La com binación de am bas sin el sacrificio de la
ANTONIO HERMOSA ANDUJAR
17. Para una crítica de la versión tocquevilliana del proceso, cf. Furet, Tocqueville et le problème de la Révolution française (en Penser la Révolution française, Paris, 1997), pp. 226 s.18. La m ism a que, se lam entará Tocqueville, adquirirá poco después de iniciada la Revolución, cuando Napoleón haga siervos a todos {El antiguo Régimen y la Revolución fARR], M adrid, Istmo, 2004, p. 48).
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prim era no es necesariam ente una función de la segunda, sino que requiere de determ inados requisitos, todos ellos presentes en la sociedad am ericana: «las circunstancias, el origen, las luces y, sobre todo, las costumbres» (ib.). Tampoco esto significa que una vez jun tas la arm onía sea una función de la unión. También, como veremos en el penúltim o capítulo, para este m atrim onio puede haber divorcio, pero de m om ento es una revolución sin revolución, el final de un trayecto sin los pasos que lo recorrían, y por tanto sin las hipotecas subsiguientes el espectáculo ofrecido por la dem ocracia am ericana al observador europeo (Intr. p. 50).
Con todo, la novedad histórica que acabamos de pespuntear no puede dejar indem ne al intelectual que observa con interés y adm iración parejos al terro r religioso que asim ism o le em barga. La igualdad en libertad, que se traduce sin más en soberanía del pueblo en la sociedad y en la política —en los dos capítulos siguientes detallarem os la estructura de esa doble soberanía—, la movilidad social y los efectos que produce, no tienen ya cabida en los moldes tradicionales que aspiraban a dar cuenta —e incluso a rend ir ju sticia— al orden social; ni la corriente iusnaturalista, ni la con trarrevolucionaria, ni la reform ista, etc., ancladas como estaban en el viejo m undo, estaban en grado de describir y explicar cuanto sucedía en el nuevo. Otro método y objetivos diversos habrían de caracterizar «la ciencia política nueva» requerida por éste (I-Intr., p. 43). ¿Cuáles?
El observador m utado en analista quiere ser objetivo con los hechos. Aspira a describirlos perfectam ente en su acontecer porque ésa es la m anera de sacar a la luz las causas que les hacen aparecer así. Y, enfrentado a su objeto, lo prim ero que percibe tras constatar la igualdad de condiciones es que si ha captado p lenam ente su cabal significación se debe a que, previam ente, se había trasladado imaginariamente al mundo de donde provenía y ha comparado am bas sociedades. Sólo entonces da por sabido que la originalidad am ericana, la novedad que aporta, es histórica, no b iológica; no nos las habem os con una planta social única germ inada al calor de determ inadas condiciones clim atológicas o atm osféricas, sino en ser de un lado el producto final de una evolución com ún, y de otro en no haber necesitado del recorrido de las dem ás unidades hum anas para llegar adonde está. Tomada constancia de
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esto, el analista se siente orgulloso de los preciosos frutos recabados de la com paración; en lo sucesivo, la tom ará por regla, y la aplicará tan to cuando relacione el presente con el presente como cuando lo haga con el futuro'^.
Ahora bien, pese a la fuerza de la singularidad am ericana, lo que de inm ediato cobra idéntica fuerza es el hecho de ser la dem ocracia lo que tienen en com ún los dos mundos, vale decir, el carác ter inexorable y universal —«providencial», había dicho, re cuérdese— de la misma^°. ¿Qué significa esto? El analista aspirará en sus com paraciones entre dem ocracias o entre éstas y las aristocracias a seguir m anteniendo la objetividad que da el tom ar hechos en lugar de valores como objetos a comparar, cierto: mas aquélla inexorabilidad y universalidad exigen su cuota al pensam iento, que se verá forzado a declararla objeto único de sus intereses^'
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19. El recurso a la experiencia, a la h istoria y a la com paración, así como el centra r el análisis básicam ente en las dem ocracias y la extensión de los campos de estudio e investigación no sólo a las instituciones políticas, sino tam bién al conjunto del orden socioeconómico, son rasgos del m étodo que Tocqueville comparte con buena parte de la ciencia política actual, al menos la de sello anglosajón. Sin embargo, cuando dirigimos nuestra atención al punto de llegada, nada parece haber en comiin. La probabilidad en lugar de la certeza, la incapacidad para promover cambios futuros que mejoren la cualidad de la democracia, el estatismo del enfoque sociológico, la segm entación del cuerpo de estudio y su delim itación a elementos concretos que hacen perder el punto de vista general, etc., constituyen otras tantas consecuencias del em pleo del m étodo antedicho que son exactam ente las contrarias de las del genial teórico francés. Un ejemplo de «fecundidad» en los resultados lo tenem os en el trabajo conjunto de A. Przeworski, M. Álvarez, J. A. Cheibub y F. Limongi, que tras estudiar 135 países en los que sobrevivió o quebró la dem ocracia entre 1950 y 1990 («lo cual implica un total de 4.318 países-años», concretan), llegan a la airosa conclusión de que «el secreto de la durabilidad dem ocrática parece [subrayado nuestro] hallarse en el desarrollo económico (...)» (en La Política, pp. 89-108, n.° 2, 1996, segundo semestre)... Algún mal pensado pensará, rememorando el Arte Poética de Horacio («Par- tu rien t montes, nascetur ridiculus mus», 139), que la ciencia política actual es uno de los últim os refugios que se ha buscado la m ontaña para parir ratones.20. Acerca de la conexión entre las ideas de irresistibilidad y necesidad histórica, acaecida durante la Revolución Francesa, y Je su repercusión —negativa— sobre la idea de libertad, véanse las agudísim as observaciones de H. Arendt (Sobre la revolución, M adrid, 1988, cap. L secc. V).21. Es otro m odo de decir que Tocqueville tam bién valora cuando juzga, es decir, que su labor como científico de la política incluye la de filósofo —como tam bién la de historiador o jurista, etc. (cf. P. Birnbaum, La sociologie de Tocqueville, París, 1970, p. 14). Por o tra parte, y aunque autores como M atteucci lo excluyan del rango de
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aunque no lo sea de sus atenciones; la dem ocracia es inevitable, y por ello el único orden social a tom ar en consideración para el por- venir^^ (añadam os que el analista acabará reuniendo aquí su corazón y su cabeza, pues el objeto que la necesidad proclam a sujeto único de sus desvelos su voluntad lo aclam ará com o objeto predilecto de sus deseos, y que la historia le habría ayudado en dicha elección si no se hubiera resuelto a adoptarla librem ente al indicar la democracia, en su versión am ericana, como el único lugar en Occidente donde la estabilidad política ha echado flores en una época erizada en Europa de revoluciones)^^. Tomar en consideración, decimos: querem os decir evidentem ente tom ar partido a favor A partir de ahí se desprenden algunas consecuencias; por ejemplo: no siempre que se comparen aristocracias y democracias todos los laureles irán a parar al caballo ganador, pero, desde luego, nunca será puesta en duda su victoria en la carrera (como tam poco su supremacía moral y política, pese a la mayor inteligencia, mejor orden y más coherencia presentes en el ejercicio del poder por p a rte de las prim eras: la igualdad en libertad supera técnica y norm ativam ente la casuística política aristocràtica)^"*.
Una consecuencia más es la siguiente; habida cuenta que —esquem atizam os aquí un tan to a sabiendas— lo inexorable y u n iversal de la dem ocracia es la igualdad, m ientras lo distintivo am ericano y optativo es la libertad, y dada la m arcada preferencia por
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científico político precisam ente por no haber respetado en su integridad el con trato que se supone éste debe estipular con la neutralidad axiológica (II problema del partito politico nella riflessione di A. de Tocqueville [en II pensiero político, 1968 (1)], p. 90, no está de más recordar aquí que la actual ciencia política, tan respetuosa con dicho contrato, lo hace tras haber elegido la dem ocracia como objeto político casi exclusivo de sus atenciones.22. Ciertamente, habrá acólitos del viejo orden de cosas que bajo la consigna Dios- Patria-Rey (un Bonald, un De M aistre) planten cara al nuevo y aspiren a vigorizarlo una vez más: pero el solo hecho de intentarlo da fe de cuán poco han comprendido la m archa de la historia, ignorancia ésa que, sin quererlo, les convierte en ateos epistemológicos, pues en cierto sentido asp irar a «detener la dem ocracia parecería entonces luchar contra Dios mismo» (I, p. 42).23. Cf. la Advertencia que encabeza la duodécim a edición de esta obra magna, escrita en 1848, p. 35.24. La idea, de matriz aristotélica, tuvo seguidores entre algunos coetáneos de Tocqueville, como Mili (cf. Considerations on Representative Government [Ü.G. ], Oxford, U.R, 1978, pp. 231-233).
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ta l modelo, la libertad asum e entonces el rol de valor suprem o de la com unidad, el de objetivo de la igualdad^^, por así decir; y puesto que su existencia real en América revela que es factible elegirla, de lo que se tra ta rá es de com probar si el modo como se correlacionan en su patria fundacional es el único, o al m enos el mejor, modo posible de relacionarse; con otras palabras, de lo que se tratará es de verificar hasta qué punto el statu quo am ericano ha de reproducirse en Europa cuando ésta elija reproducir en ella el orden social regido por el m entado binom io norm ativo (retom arem os el tem a en el capítulo final de nuestro trabajo).
Por últim o, como velar por la obtención y preservación de la igualdad en libertad es la tarea que la h istoria im pone a los hom bres, el analista in ten tará en su campo satisfacer sus obligaciones con dicha tarea; la sacralidad de aquéllas es inherente a la función que desem peña en la sociedad, pues si bien no es el político que tom a las decisiones, sí es el productor de conocim ientos que conform an el sustrato de las mismas, razón por la cual es menester, creemos, incluirlo entre «quienes dirigen la sociedad» (I-Intr., p. 42). Gracias a él la democracia se volverá más duradera volviéndose m ás perfecta, pues gracias a él el político^* tom ará las decisiones que revitalizan sus creencias, depuran sus costum bres, regulan sus movimientos, elevan el ciego instinto a conocim iento de sus verdaderos intereses, etc. {ibidemY^. De otro modo; gracias al producto
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25. Cf. M atteucci, Alia ricerca..., cit., p. 207.26. Básicamente, en la política el prim ero pone la «ciencia» y el segundo el «arte»; uno construye la parte «fija» y el otro activa la «móvil», aquélla basada sobre «la naturaleza m ism a del hombre», sobre sus «intereses», «facultades», etc., recabadas de la filosofía y de la historia, y ésta en los «instintos», que m utan con los tiem pos pese a no cam biar naturaleza. Tocqueville, con todo, añade que la relación no es mecánica, pues la práctica, ejercida sobre la m ultitud —que se conduce más sobre la pasión que por la razón—, por eso precisam ente se aleja «con frecuencia de la teoría» (cf. el discurso sobre ciencia de la política y arte del gobierno, en Oeuvres Complètes [OC], XVI, Mélanges, 1989, pp. 339-340), publicado por prim era vez en 1852). Cf. al respecto Zafra Víctor, M., Ciencia política y arte del gobierno. Revista de Estudios Políticos [REP], 107, enero-m arzo 2000, pp. 197-213.27. No sólo; le ayudará así mismo a com prender la necesidad de rellenar con «poderes secundarios» el enorm e hueco que en las dem ocracias m edia entre el soberano y el individuo, del cual se sirve el despotismo para ir ganando terreno en el cam po de la libertad antes de m aniatarla por completo (II-IV, 4).
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de S U actividad, lo que hasta ahora ha estado a veces regido por el azar debe depositarse siem pre en m anos de la ciencia; las ganancias están aseguradas de antem ano; quienes la desprecian com prenderán el erro r al que les ha conducido su ignorancia, quienes la practican com prenderán m ejor lo que hacen, y tom ando conciencia de su debilidad como sujetos individuales, sin ta rd ar asum irán la necesidad de una cooperación que m ultip licará sus fuerzas; y la prosperidad acabará abonando al conjunto de la nación, como una cierta unidad y arm onía internas acabará por conform ar a cada uno de sus miem bros.
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IL LA DEMOCRACIA SOCIAL
¿Por qué en N orteam érica la libertad convive en tan pacífica ten sión con la igualdad '? Una república densam ente poblada extendida sobre un gran territo rio era, dijim os, un fenóm eno h istóric a m e n te n uev o . ¿Q ué lo h a h e c h o p o s ib le ? C u a n d o los norteam ericanos se in tentaban m irar en el espejo del pasado nunca hallaban su imagen; veían, sí, libertad, pero circunscrita a las pequeñas y casi despobladas —al menos, com parativam ente hablando— repúblicas de la Antigüedad o de los inicios de la era moderna; veían tam bién grandes territo rios que daban cobijo a un gran núm ero de habitantes, e incluso, en el presente, cómo se añadía a ese paisaje el elemento nuevo constituido por una am plísim a igualdad, pero se tra taba siem pre de m onarquías en lugar de repúblicas, y en ellas ésta term inaba por quebrarse en un punto, que dividía la sociedad en dos mitades ampliamente desiguales; por ver, hasta veían regím enes dem ocráticos, como el suyo, pero con un m ontón de escombros disem inados alrededor de los centros de decisión o en el corazón y en la m ente de m uchos individuos bajo la form a de prejuicios, desde donde el viejo héroe defenestrado cierto tiem po atrás por el Derecho, el privilegio, seguía ejerciendo su fuerza sobre la com unidad. La explicación de tal fenómeno.
1. Así form ulada, la cuestión es fundam entalm ente descriptiva. En Tocqueville, sin em bargo, ese in terrogante científico a rra s tra consigo una d im ensión no rm ativa, filosófica, pues lo que es p resente en E stados Unidos debe ser tam bién futuro en dicho país —y m uchos de sus rasgos no sólo en él—, hab ida cuenta de que se prevé para él un aum ento de población que le haga alcanzar la cifra de 150 millones de hab itan tes, y un potencial sem ejante de individuos iguales que no son al m ismo tiem po libres sería, como rem acha Rausch, un «potencial catastrófico» (op. cit., p. 220).
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que entre los lugareños acabó sentando a su país a la d iestra de Dios-Padre^, y que es tam bién el secreto que el futuro ha de descifrar (II-IV,7), requiere de un largo discurso en el cual se ponga en juego tan to la estructu ra social como el orden político, sin olvidar el factor tem poral, pues tiem po significa cam bio y el porven ir no está inscrito en el ayer. A ello dedicarem os el resto de nuestro trabajo, describiendo respectivam ente en los dos próximos capítulos, de una m anera estática, los elem entos constitutivos de la sociedad y la política para pasar acto seguido a activarlos con la descripción de sus interrelaciones y el análisis de sus efectos sobre la convivencia.
Podríam os en trar en nuestro tem a por una suerte de puerta en apariencia colateral, como es la de infundirle una dim ensión h istórica al in terrogante sociológico inicial, com pletándolo del siguiente modo: ¿y por qué dicha alianza resulta tan problem ática en Francia^? También aquí coexiste la igualdad con la libertad y con uno de los vástagos de am bas, preferentem ente de la prim era, la movilidad social. Y sin embargo, las sombras que por fuerza se ciernen sobre todo horizonte democrático amenazan mucho más la versión europea de la m ism a que su conform ación am ericana. Dos causas acuden en auxilio del dilema, explicando sin dificultad por qué la dem ocracia tiene m ás futuro en suelo am ericano: la circunstancia de su origen y el carácter de la religión.
La nota dom inante en el «estado social» francés, par al norteam ericano, es la «igualdad de condiciones»; en aquél, en principio, el observador igualmente advierte que las clases se han abierto, los rangos han desaparecido, volatilizado los privilegios, unificado los
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2. Lo que H artz llam a «mesianismo» y «estadunidismo», un único engendro con dos nom bres de la cultura liberal am ericana, empezó a gestarse ya en los momentos fundacionales del país, aunque sus estragos fueran posteriores (La tradición liberal en los Estados Unidos, México, 1994, p. 281).3. Dicha in terrogante constituye de por síTma crítica a la «imagen marcial» con la que según Touraine las ideologías y las políticas de la m odernidad hacían m archar al unísono a la riqueza, la libertad y la m odernidad, y que se asociaban al triunfo de la Revolución Francesa. Otra cosa, en cambio, es decir sin más, como hace el propio Touraine, que Tocqueville la repudiase, pues de aquélla siempre quiso preservar la fase inicial, ratificada en la Declaración de Derechos, frente al resto (Crítica de la Modernidad, M adrid, 1993, pp. 97-101).
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intereses, cam biado ideas, sentim ientos y prejuicios, etc. Dominan igualdad y libertad, pero ésta como gusto y aquélla como pasión; es decir; dom ina aquélla''. En ambos países hay cierta necesidad de ideas generales y una m anifiesta com placencia en ellas. En los dos el índice de instrucción es alto, el nivel de vida elevado y el deseo de m ejorarlo paroxístico, com o corresponde a una nación dem ocrática y de propietarios en la cual predom ina la clase m edia (DA, 11-11,10); y en los dos los m ismos males —el individualism o sería uno— e idénticos peligros —el despotism o— am enazan a ese frenesí por el b ienestar m aterial que tan to hace desentenderse de la libertad y tanto favorece la conversión en acto de todo Napoleón en potencia^. Incluso en las relaciones internacionales uno y otro país parecen adoptar una actitud análoga, pues Francia, como ya postularan los autores de The Federalist para los Estados norteam ericanos'’, las considera sin duda tam bién con ojos interesados, pero sin perder de vista que «el triunfo de las instituciones libres en el mundo» es tam bién interés suyo^. Todo ello ha redundado, decimos, en la abolición de inm unidades y privilegios, en la mezcla
LA DEMOCRACIA SOCIAL
4. También en la teoría (ARR, III-3), aunque Tocqueville exagere sin duda su im portancia para la Revolución (cf. Furet, op. cit., pp. 239 y 246 s).5. Cf. al respecto Que le rôle de l'opposition est de rester sur la défense (en O.C., III- 2, pp. 110-116, y su discurso de recepción en la Academie Française (en O.C., XVI, pp. 251-269).6. Los dos tipos de argum entos son desarrollados, con cierta sim plicidad y confusión, por M. Jay en el contexto que lleva a apostar por la eficacia de la «Unión», frente a la «Confederación», en aras de la seguridad exterior. Con todo, se prueba más la eficacia de la unión que la eficacia de una posible unión dem ocrática (El Federalista, n.° 3), y no puede argum entarse que las repúblicas respetarán sin m ás las cláusulas del derecho internacional, porque si algo tienen claro los autores de esa obra m agna del pensam iento político es que las repúblicas en eso de hacer la guerra no le han ido a la zaga a las m onarquías (cf. el n.° 6, obra de Ham ilton, entre otros).7. Cf. el Discurso pronunciado ante la Cámara el 20 de enero de 1845 (O.C., III-2, pp. 421-433) contra la entente cordial con Inglaterra. Se trata de un discurso en ciertos aspectos extraordinario, en el que Tocqueville vincula la riqueza y la grandeza de Francia, proporcionadas por el comercio y la industria, al desarrollo de sus institu ciones liberales. Cosa que, en cambio, no ocurre con Inglaterra. Y existe un por qué: Inglaterra es ya demasiado poderosa, y esa grandeza, si resulta excesiva, se debe a que en el in terior ve reducirse su vida dem ocrática, y en el exterior literalm ente la asfixia: subsum e la política en la economía, y a p artir de ahí ansia como el aire el monopolio económico y el im perialism o político, dado que sin ellos pone en juego no sólo su grandeza, sino hasta su m isma supervivencia.
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de rangos, en la profesionalización y especialización política y, en definitiva, en el establecimiento de «un orden social y político más uniform e y más simple* con la igualdad de condiciones como base» (ARR, I-l y I-5).
Ahora bien, en m edio de tan tos aspectos com unes, y de otros m uchos que no hem os querido enum erar, la diferencia de origen y el papel de la religión inyectan m odificaciones en tal grado sustanciales que, veces, hasta se diría que la com paración tan frecuentem ente llevada a cabo entre am bos países hubiese abandonado la com ún m atriz dem ocrática en cuyo in terio r tiene lugar. Traigamos a colación algún ejemplo. Tocqueville recurre a am bas causas cuando, como si de un asunto m enor se tra tara , quiere dar cuenta de la razón en virtud de la cual lo que considera el «método filosófico de los am ericanos» (DA, II-I, 1) tiene hoy aún más p racticantes en Francia que en el país de referencia. Rasgos prim arios de dicho m étodo serían la negación de au to ridad a cualquiera de las instancias colectivas —costum bres, clase, familia, tradición— que, en el pasado especialmente, estructuraban las sociedades; buscar «por sí m ism o y en uno mismo» la explicación de lo que sucede, querer resultados sin por ello encadenarse a los m edios de obtenerlos y convertir la form a en medio p ara llegar al fondo. Lo decisivo en todas esas operaciones es «el esfuerzo individual de su razón» llevado a cabo por «cada americano» (base intelectual y moral, añadam os, del individualism o dom inante en la sociedad am ericana). Pues bien, es ese «cartesianism o práctico» (ibidem), característico del país quizá m enos filosófico del m undo, y que no ha necesitado de un Lutero, un Bacon, un Descartes natu ra lm ente, o un Voltaire para hacer de él su filosofía de vida, lo que actualm ente está m ás en boga entre los franceses por mor, p recisam ente, de las dos causas citadas.
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8. «No deja de ser llamativo que la uniform idad no haya encontrado nunca mayor aceptación que en una revolución hecha en ilbmbre de los derechos y de la libertad de los hombres». Tales son las palabras iniciales del cap. XIII del opúsculo de Constan t Del espíritu de conquista (Madrid, Tecnos, 1988), aparecido en 1814. Como se ve, existen m om entos en los que resulta escandalosam ente llam ativa esa supina ignorancia que Tocqueville finge de Constant (aunque, m irando la cosa un poco más despacio, quizá no resulte extraño en un individuo que se sabe de m em oria a su m aestro, M ontesquieu, y sin embargo lo cita casi tanto como a Constant).
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La validez del m étodo filosófico no se circunscribía tan sólo al ám bito intelectual, sino que era extensible al práctico; y si los franceses, con una igualdad más nueva y menos completa que la de los americanos, lo aplicaban en cambio de m anera más extremada, ello se debía, por un lado, a que la religión estaba menos presente en sus vidas que en las de aquéllos, y a que la religión, en Francia, no había sabido autolim itarse, m anteniéndose retirada de la vida pública; y, de otro, a que Francia tenía su dem ocracia después de haber tenido una revolución, en tanto a Norteam érica había llegado sin el auxilio de tan violento instrum ento. Es decir, que los franceses, situándose cada cual como centro del universo —la egoísta posición adonde espontáneamente conduce el individualismo al extremarse— se privaban del medio que por excelencia introduce delicadeza en las costum bres y retiene al sujeto dentro de la esfera social; del medio, en suma, con el que los individuos moralizan la democracia (DA, II-II, 15); y no sólo: se habían vuelto individualistas empujados por ese violento instrum ento, la revolución, que más fácilmente priva al individuo del horizonte de la sociedad, en cuanto le separa de los otros al inundar su corazón de pasiones antisociales, desde el odio y el desprecio al egoísmo, que centran su conducta en la obtención de gloria personal y en la realización de sus propios intereses (DA, II-I-l).
Las mismas causas serán invocadas en otros contextos a la hora de dar cuenta del m ar de diferencias que separa a estos dos países situados en dos orillas distintas del océano. Pero un hecho aún más fundamental al respecto consiste en que esos dos agentes constituyen también la razón que sigue alejando a los dos países —y en rigor hasta podríam os decir, o casi, que a uno de ellos, el europeo, del futuro democrático— en otras circunstancias, para cuya explicación no se les menciona. Así, cuando en el cuarto capítulo del segundo volumen de su obra magna Tocqueville vuelve a enfrentar a ambos pueblos, esta vez en torno a las ideas generales, la explicación va a buscar la causa en la mayor participación de los am ericanos en los asuntos públicos, m ientras «nuestra constitución política» impide a sus conciudadanos desdecirse en la práctica de los errores de la teoría^. Pero,
LA DEMOCRACIA SOCIAL
9. (D.A., II-I, 3). La crítica del racionalism o político es una constante del pensam iento de Tocqueville, y un elem ento que éste com parte con Constant (cf. los caps.
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podemos preguntam os, ¿cuál es la causa de una tal constitución política? De nuevo, por tanto, el pasado revolucionario incide negativamente sobre el presente y envuelve el futuro democrático francés entre densas y am enazadoras brumas.
Del m ismo modo, y aunque la religión, según se verá, es un remedio típico contra algunos de los peligros antidem ocráticos de la dem ocrática igualdad —presentes en toda dem ocracia—, su bálsamo ha de aplítarse con mayor intensidad en las democracias donde esos peligros son mayores, que, no es casualidad, son las salidas de una revolución (II-I, 5), en las cuales, por volver a casos antes citados, el individualismo más rápidam ente degenera en egoísm o (II-II, 2) o el despotism o tarda menos en llegar (II-II, 4). En fin, que en la Francia actual sean los aristócratas los portadores de la moralidad dem ocrática privada (II-III, 11), situación doblemente paradójica si contem plada con ojos am ericanos, o que el cúm ulo de circunstancias auxiliares de la centralización adm inistrativa (II-IV, 4) sitúen a Francia m ás cerca y a N orteam érica más lejos del abismo despótico, no hace sino aum entar sin agotar el recuento de circunstancias nuevas que separan a am bos países entre sí, y al
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VI y VII de la obra citada en la nota anterior). Ya antes de redactar sus demoledores capítulos iniciales contra la cultura ilustrada francesa en el tercer libro de su libro sobre el A nden Régime, Tocqueville, en el Discurso m encionado con anterioridad, había establecido un nexo natural entre tales ideas y el absolutism o (napoleónico), al afirm ar que la razón, por una parte, crea individuos al tiem po que disuelve la sociedad; y por otra, que dem ocratiza la idea de poder al punto de dejarle que sea él el que proceda a su propia autolim itación (una idea m onstruosa a todo liberalismo, incluido el de Bentham; recordem os que éste había abierto ciertam ente las puertas a la soberanía ilim itada, tanto al centrar en elemento tan vaporoso como la utilidad el fundam ento de la legitim idad del poder político, cuanto al no reconocer la independencia del poder judicial, o, sobre todo, al rechazar taxativam ente que haya algo que el poder suprem o no pueda hacer; pero term ina por aceptar que dicho poder se autolim ite en aras de su propia supervivencia, e incluso que se cree un órgano supremo en relación a ciertas acciones que el soberano no podría realizar, en el cual los individuos reconociesen un «signo común» útil a la m ayoría [Fragmento sobre et Gobierno, Madrid, 1985, cap. IV]), como si de uiia roussoniana voluntad general se tra tara. Añadamos que los contrarrevolucionarios franceses arrem etieron igualmente contra ese racionalism o, pero que con anterioridad a ellos, además de la genial y conocida previsión de Burke acerca del futuro violento que esperaba a la Revolución de allí (1791) a poco, basada en la m ism a crítica, tam bién H um boldt había llegado por las mismas fechas a una conclusión similar y por idéntico motivo {Carta a F. Gentz, agosto de 1791 fen Escritos políticos, México, 1996], p. 78).
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prim ero del futuro dem ocrático, y rem iten a la m ism a y revolucionaria causa'®.
Así pues, n uestra in terrogan te in icial queda p lenam ente ju s tificada. La actual dem ocracia francesa es un caso m ás de determ inación por el origen, esa Revolución que es el accidente principal en la geografía de su destino, y que ya en su propio curso hizo cam biar m ás de una vez de alianza a la igualdad, al obligarle a abandonar la inicial con la libertad por la final con la servidum bre; a la Asamblea N acional, e tapa en la que tam bién eran libres, por N apoleón, con el que sólo eran iguales (en tre ellos, aunque no an te é l" ). In trodu jo así u na perp e tu a dote de in esta b ilidad en la vida política posrevolucionaria de F rancia, sacra- lizada por incesan tes cam bios de gobierno y p o r a lguna revolución más, ante la cual agita sin cesar el espantajo del despotism o. Para el problem a que nos ocupa, ello significa que tiene m ás sentido p lan tearlo en relación con N orteam érica que con Francia, pues la dem ocracia tiene allí más probabilidades de supervivencia que aquí; y tam bién que las generalizaciones de algunas afirm aciones sobre ciertos fenóm enos com o algo prop io de las democracias, sin apellido geográfico, no son en su g ran m ayoría sino un modo más abstracto de hablar de la Norteam érica actual'^
LA DEMOCRACIA SOCIAL
10. Una más podría ser la diferencia existente entre la figura del m onarca francés y la del presidente am ericano, y ello pese a considerar a Francia como una monarquía casi republicana (D.A., I-I, 8).11. Desigualmente iguales, adem ás, pues si bien todos eran siervos suyos, no to dos lo eran en la m ism a medida, habida cuenta de que se creó una nueva aristocracia que provocó el resurgim iento parcial del A nden Régime desde sus cenizas (ARR, pp. 47 s). Por lo demás, aunque la historiografía ha discutido abundantem ente sobre si la etapa napoleónica ha de incluirse o no dentro del periodo revolucionario, aquí no se trata de eso, sino únicam ente de la opinión de Tocqueville al respecto, que es la expuesta.12. Sin negar, pues, un carácter más abstracto y sintético a su segunda dem ocracia, no podemos sin embargo dejar de afirm ar que la dem ocracia norteam ericana constituye el principal objeto de estudio, a p artir del cual se inducen las generalizaciones, y sobre el que prim era, cuando no exclusivamente, revierten (bien que haya otras de alcance general). De ahí que no podam os concordar con Aron, que la convierte en el soporte de lo que él denom ina «tercer método» de Tocqueville (Las etapas del pensamiento sociológico, Buenos Aires, 1981, pp. 293 s), que éste em plearía en la creación de un «tipo ideal, la sociedad dem ocrática, a p artir del cual se deducen algunas de las tendencias de la sociedad futura». Del mismo modo, una m ayor
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(o si se prefiere: que toda dem ocracia fu tu ra ten d rá m ucho de norteam ericana'^).
Una sociedad que goza de am plia libertad, una acabada igualdad de condiciones y gran m ovilidad social es la sociedad norteam ericana, más dem ocrática por eso que sus hom*ologas francesa o inglesa. Los tres rasgos conviven arm oniosam ente en una relación sin dudar tensa pero llevadera. La libertad se m aterializa en instituciones que descentralizan''' la sede del poder político, según verem os después. La igualdad de condiciones, si es tan acabada en América, se debe a ese elemento tan peculiar de su fisonomía constitu ido por la ausencia de aristocracia, lo cual coadyuvó a que las diferencias de objetivos, de bienes, o en las form as de gobernarse de los prim eros inm igrantes'^ no cristalizaran en fuerzas centrífugas hostiles a su unión. Una historia sin aristocracia es un país carente de una clase que basa su existencia en el establecim iento de la desigualdad por principio'*: que fundam enta, al menos en su época áurea, en la posesión y dom inio de la tierra su dom inación política, que consagra social y juríd icam ente la jerarquía y el p rivilegio, y que los transm ite de m anera hereditaria. Pudo entonces
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atención al peso otorgado por Tocqueville al punto de partida sobre el futuro, habría hecho probablem ente reconsiderar sus opiniones, entre otros, a Lam berti (Tocqueville et les deux démocraties, Paris, 1986, p. 184), Chevalier (Los grandes textos políticos, M adrid, 1970, p. 232), o Jardin; en este caso cabe la posibilidad de acordar a Jardin que Tocqueville esté tratando aquí del «hombre nuevo de la sociedad igualitaria» (op. cit., p. 202), del cual, por cierto, sólo tres páginas después ya m uestra su esqueleto am ericano.13. Sobre eso, cf. J. Coenen-Huther, Tocqueville, París, 1997, p. 47. \14. Paradójicamente, esa descentralización Francia la vivió durante gran parte de su historia feudal, y sólo —se lamenta Tocqueville— bien avanzado el Antiguo Régimen, cuando se emprendió la centralización que ha perdurado desde entonces, sobreviviendo incluso cuando todo lo demás caía, perdió la libertad inherente a aquélla.15. La historiografía contem poránea am plía el núm ero y la intensidad de las desigualdades, pero no las lleva al extrem o de reconocer diferencias «aristocráticas», y ni siquiera a desconocer la tendencia a la tg u ald ad (cf. Abbattista, La Rivoluzione Americana, Roma-Bari, 1998, pp. 9 s).16. En ella se concentra a perpetuidad la gloria, la riqueza y el poder, m ientras sus siervos concentran los opuestos (DA, II-III, 5). Con todo, la separación de ambas clases, tan radical en eso, no es completa, por cuanto el señor m antiene con el vasallo vínculos orgánicos que le obligan a otorgarle protección y defensa llegado el caso, y cuyo respeto en tra entre los deberes señalados por su código de honor
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la sim ilitud de lengua, de religión, de ideas, de prejuicios, etc., de aquéllos —con el apoyo extraordinario de una ley de sucesión que autorizaba la libertad de testar, vale decir, la división de la tierra— avanzar consolidándose en mayor igualdad, hasta configurar esa semejanza de riquezas, de instrucción, de ideas, de valores y de creencias característica del paisaje social de N orteam érica: «puede allí encontrarse una m ultitud inm ensa de individuos que tienen el m ismo núm ero de nociones aproxim adam ente en m ateria de religión, de historia, de ciencias, de economía política, de legislación, de gobierno»; o si se quiere, allí sólo queda como causa de división la que «proviene directam ente de Dios»: «la desigualdad intelectual» (cf. DA, I-I, 2-3). De otro lado, la movilidad social despliega la im agen de un cuerpo social en perm anente y ordenado tum ulto, en el cual sus m iembros, en pos de un m ayor bienestar, giran sin tregua como la fortuna que buscan, y en ese torbellino olvidan reglas aprendidas, gastan im aginación en innovaciones incesantes, com ercian con sus ideas y valores poniéndolos al servicio de su interés, ganan así la conciencia de su incertidum bre que es la de su debilidad, y m antienen, cada vez más fija, tan sólo la esfera de las creencias religiosas.
A continuación pasaremos a una exposición general de las ideas, los sentimientos y las costumbres prototípicos de tal sociedad, y que en grado superior a la situación geográfica y hasta a las mismas leyes han contribuido a la coexistencia de libertad e igualdad (DA, I-II, 9), lo cual nos pondrá el punto de m ira de nuestro análisis más cerca del individuo, del sujeto dem ocrático.
¿Existe un m undo in telectual propio de la dem ocracia o, como gusta más de decir Tocqueville en este contexto, de la igualdad'^? ¿Cuál sería su contenido, y cuál su forma? O por descender de nivel, ¿qué y cómo piensan los am ericanos? ¿Y cuáles son las consecuencias? La igualdad afecta sin duda al m undo de las ideas porque afecta al entero m undo del sujeto, porque le infunde determ inados sentimientos que influyen sobre la cualidad de sus pen-
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17. Cf. Schleiffer, The Making o f Tocqueville’s Democracy in America, Chapel Hill, 1980, pp. 263-273, en la que se computan hasta siete acepciones diversas de dicho concepto. Cf. tam bién P. M anent, Tocqueville et la nature de la Démocratie. París, 1982.
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samientos tanto como lo harán sobre sus creencias. La igualdad lleva al sujeto a considerarse el centro del mundo; sabiéndose sin jefes naturales, parejo a sus sem ejantes, eleva su propia razón hasta el trono del conocer, honor que realza al com probar cuán capaz se m uestra de resolver por sí mismo los «pequeños problemas» (DA, II-I-l) que su vida cotidiana le va presentando; nada hay que sobrepase mi inteligencia, concluirá, y bien presto notará cómo los efluvios de la autoestim a envuelven con un cálido halo la imagen que se forja de sí mismo. La libertad intelectual será por tanto uno de los vástagos de la igualdad, pues en medio de una nube de iguales a nadie recurrirá como fuente de sus opiniones, como a nadie solicitará autorización para aplicarlas en proyectos.
Ahora bien, ese m ismo individuo no dejará de percibir que el ajetreo perm anente de su vida no le deja ni «el ocio ni el poder» de exam inar y verificar el inm enso m onto de ideas y opiniones que adopta, y que acabarán estam pándose en su m ente sin que él le oponga la m enor resistencia; al revés, se dejará m ecer en tan «saludable servidumbre». Ahí tiene el p rim er atisbo de su debilidad, que pronto se ensanchará desm edidam ente. Es la o tra cara de la m oneda de la igualdad, que produce a la vez fuerza y debilidad’® en el sujeto, el saberse único y el reconocerse im potente en medio de aquella nube de iguales para realizar los grandes fines de su vida. Y en el cam po de las ideas, aceptando acríticam ente m uchas de ellas, es decir, asim ilándolas como creencias, tiene ocasión de sufrir los efectos de aquella debilidad. Verdad es que resulta saludable adem ás de necesaria, pues su propia constitución se ve urgida a echar m ano de ellas, del m ismo modo que saludables y necesarias son tam bién las creencias para toda sociedad que quiera prosperar, ya que sin ideas com unes no podría ni existir, y las ideas comunes no podrían ni existir sin creencias comunes. Y es esa verdad, que en o tras batallas de su existencia le llevará a aceptar la p arálisis de m elancolía que invade su fuerza, su independencia, en la
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18. Resuena más de un eco hobbesiano en los argum entos con los que Tocqueville describe algunos efectos de la igualdad; una especie de bloqueo de poder efectivo ante la excedencia de poder potencial puede paralizar la acción del demócrata americano, como lo hacía con su —en este aspecto— antecesor hobbesiano (cf. Leviatán, M adrid, 1989, cap. XIII).
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apropiación de las ideas le hará deam bular en busca de una au to ridad para las mismas. Y dónde la encontrará, él que cuando no entiende algo lo soluciona negándolo, que se siente en otro m undo cuando se le habla de entes insensibles, que afirm a el poder de su razón con un tufo de desprecio sobre la de sus sem ejantes: dónde la encontrará, decimos, si no es en el sujeto colectivo que forma con ellos y al que denom ina pueblo. En él encuentra la sede social natural de la verdad, el hontanar de las opiniones comunes y, a la vez, el dios que las bendice y legitim a. Resumimos: fe personal del in dividuo en su razón y una mayor, fideísta, en la opinión pública —la de la m ayoría del pueblo— resum en la obra intelectual de la igualdad en el sujeto (cf. 11-1,1-2).
Pero la igualdad es una inagotable can tera '“ a la cual las ideas no sólo acuden en búsqueda de su origen, sino tam bién para extraer de ella su naturaleza y algunas de sus más im portantes formas. De lo prim ero ya hablamos indirectam ente más arriba, al tra ta r de las ideas generales como un fruto específico de la planta dem ocrática. Comparábamos sus variedades en los suelos am ericanos y francés, y explicábam os el por qué de las mismas. Toca ahora añadir algo relativo a su función y un poco más respecto de sus causas, sobre las sociales más concretam ente. Las ideas generales son la prueba sim ultánea, considera Tocqueville, de la potencia de nuestro conocimiento y de su contrario; por una parte, en efecto, nos permiten contem plar en un solo nom bre un sinfín de objetos a la vez; mas por el otro, sólo nos perm iten hacerlo superficialm ente, sin en trar en sus detalles ni cap tar sus com ponentes específicos. Si bien las ideas generales tienen una causa técnica en nuestra propia estruc tu ra mental, es la om nipresente igualdad la que desencadena en el hom bre el instinto de la generalización, pues al suprim ir todos los focos de las divisiones sociales tiende a asen tar en la
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19. Fue esa inm ensa capacidad de in troducir novedades el motivo de que Tocqueville advirtiera al lector, al comienzo de su segunda democracia, de que no le atribuyese haber condensado en la igualdad la «causa única» de todo cuanto acaece. Advertencia ésa con la que pretendía prevenirse por adelantado, aunque sin éxito, de críticas como la de Mili (M. de Tocqueville and Democracy in America, [en Dissertations and Discussions, vol. 2, London, 1958], p. 62). (Para una relación entre ambos pensadores, cf. D. Negro Pavón, Tocqueville y Stuart Mill, Revista de Occidente, 5 (55), 1964, pp. 104-114).
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propia naturaleza hum ana lo que no son sino ideas singulares de un solo individuo, a extrapolar hasta el fondo social el producto de las operaciones de una específica actividad personal; sin contar con que explota el trabajo de algunos de sus escuderos en la sociedad democrática, como la curiosidad, la ambición, el gusto por el éxito fácil, la pereza, además de la falta de tiempo, para adoptar la idea general como dispensa de em prender una paciente y m inuciosa investigación, que por si fuera poco a m enudo se queda sin recom pensa social, encam inada al conocimiento de lo particular (id., cap. 3).
La igualdad favorecía la independencia, pero tam bién la dependencia; inyectaba en el sujeto la idea de juzgar por sí mismo, pero tam bién la de aceptar acríticam ente la voz de la opinión pública; se tra taba en el segundo caso de una aplicación «del gusto y de la idea» de lo simple, lo uniform e, lo único^“, dilectas criaturas de la igualdad, al ám bito intelectual. La labor de esas mismas criaturas, que si aplicada al dom inio político desem bocaría en la predilección por un poder central, realizada en el dom inio religioso será la responsable de la m ayor difusión que espera al catolicismo en N orteam érica, pues esa religión que tan to ha favorecido el desarrollo de la igualdad cuenta asim ism o con la institución que encarna a quienes se fascinan con lo uniform e: la Iglesia. En ella, el poder absoluto del Papa es una garantía de la unidad del poder^'. Tampoco el cam po filosófico se libra de la explosión de uniform idad que acom paña a la igualdad; el espíritu hum ano no encontrará reposo m ientras no logre reducir la multiplicidad a la unidad, y sólo
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20. Es decir, algunos de los índices que en otro tiem po apuntaban a la belleza y la perfección, según nos enseña H oracio en su Arte Poética. En relación con el mal de la uniform idad que se cierne sobre el futuro democrático, vale la pena recordar aquí cómo Platón destacaba, como una característica m ayor de la democracia, precisam ente lo contrario, a saber: el ser una especie de «manto multicolor...» en todos los aspectos de la vida, em pezando por el «bazar de constituciones» en el que cada ciudad podía elegir una a su m edida (La República, 557c-558c); esa «Buntheit» (Pabst) le resultaba particularm ente abom inable al filósofo ateniense (cf. Die Athenische Demokratie, Müchen, Beck, 2003, p. 44).21. Para Tocqueville, condición para que el catolicismo aum ente su difusión es desprenderse de la provisión de odio político que ha acom pañado parte de su marcha; tam bién aquí, pues, la dem ocracia favorecería el catolicismo, en este caso por su pasión por olvidar y por el poco peso ejercido sobre ella por las tradiciones.
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cejará en su empeño cuando, llegado al penúltim o grado de su búsqueda —la división del universo en un creador y una creación—, satisfa*ga su sueño disolviendo el dualism o an terio r «en un solo todo». El panteísm o, la filosofía que sueña el m onism o ontológico igualando el espíritu con la m ateria, se configura como la venidera, y perdurable, religión del intelecto; de m om ento, pasos de gigante ha dado en la filosofía alem ana y en la lite ra tu ra francesa, y su huella puede rastrearse por toda Europa. La idea de perfectibilidad indefinida constituye la otra gran «teoría filosófica» que se hace paso y term ina fijándose en el fluir de ideas y condiciones propio de la sociedad democrática^^. Desaparecido el horizonte cerrado de las diversas jerarquías, sustitu idas las antiguas ideas por otras nuevas y más num erosas cada vez, aquélla em pieza a dejarse ver en el cerebro de cada hombre; luego, la constatación de cam bios incesantes que m ejoran la condición de individuos y pueblos term inan por aum entar y consolidar su posición. Y desde en tonces adquiere tal predicam ento que influye en su conducta incluso sin saberlo (id., caps. 6-8).
No queremos abandonar la problem ática presente sin antes hacer alusión a un aspecto singular del pensam iento socio-político de Tocqueville que creemos tam bién reflejado en sus consideraciones sobre la producción intelectual en una época democrática^^. Por lo dicho hasta aquí, el lector ya sabe que no hay inercia dem ocrática que preserve sin más la vida de un tal régimen; tam bién ha podido más que in tu ir un origen dem ocrático para los peligros dem ocráticos. Aun cuando hem os dejado p ara después cuanto concierne a ese problema, el de las amenazas a la dem ocracia y sus posibles rem edios, no está de más adelantarle que algunos de estos últim os son de naturaleza aristocrática^*.
LA DEMOCRACIA SOCIAL
22. Como se ve, Tocqueville ha convertido en dem ocrático lo que en Rousseau fue una vez natural (Discurso sobre la desigualdad) y o tra vez patrim onio de la n a tu raleza hum ana (Emilio).23. Ciertamente serán muchos los aspectos de dicho ámbito que no tocaremos aquí, pero que el lector puede encontrar más desarrollados en la parte final del texto citado de Aron y, sobre todo, en el de Jardín.24. Valentini lo ha visto bien, pero en su juicio se filtra una visceralidad bien ajena al espíritu an ticen tralista que Tocqueville resaltaba de la aristocracia frente al m onarca, y que sería precisam ente aquello que es m enester m antener (II pensiero
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En su capítulo sobre el panteísm o, filosofía connatural a la igualdad, Tocqueville afirm aba entre las causas de su probable im perio en las dem ocracias sus «encantos secretos». ¿Y cuáles eran? El panteísm o, «aunque destruya la individualidad hum ana, o mejor porque la destruye...» (subrayado nuestro). He ahí el secreto de su encanto: la destrucción del individuo. La igualdad, pues, que cosecha víctimas entre los individuos que iguala. La democracia, boicoteándose a sf misma. Contra él deberían disparar sus baterías los m ás grandes hom bres, los que sí creen en la «verdadera grandeza del hombre», sentenciará Tocqueville. Pero el carácter aristocrático aludido resalta todavía m ás cuando, y sin que la frialdad del análisis sepa disim ular el tono crítico, enum era las deficiencias que la literatura dem ocrática, «tomada en su conjunto», presenta en comparación con la de periodos aristocráticos; deficiencias formales y sustanciales, de estilo tanto como de pensamiento y de gusto: de ahí su recom endación de recuperar en parte el estudio de la litera tu ra clásica en el presente (aun a sabiendas que no debe ser ésa la m ateria preferente de estudio por no ser la m ás adecuada a las características de la época). No es perfecta, añade, pero su celo en el detalle, su perfecta construcción —elem entos para los que la in teligencia requiere de paciencia y tiem po, y ninguna de esas m ercancías están en venta en las sociedades dem ocráticas— y su persecución de la «belleza ideal» la hacen acreedora de conocimiento.
Si la influencia de la igualdad sobre las ideas es mucha, la ejercida sobre los sentim ientos no le va a la zaga. Saberse igual a los demás revitaliza el sentimiento de autonom ía que esgrime en su relación con ellos y enciende el am or hacia la causa que lo provoca, la propia igualdad: llam a ésa avivada con su personal experiencia igualitaria, donde ha aprendido cuán alto núm ero de bienes aquélla le depara de m anera inm ediata, aun cuando tam bién le aporte ciertos males de m anera mediata. El árbol del bien y del mal ha sido asim ism o plantado en su vida por la o tra heroína que com parte su pecho; la libertad. Sólo que sus frutos le llegan en modo inverso al de la igualdad, inm ediatos los males y al contrario los bienes, por
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politico contemporaneo, Roma-Bari, 1979, pp. 129 y —ante todo— 142). Mucho más ecuánim e se m uestra Lam berti (op. cit., p. 55).
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lo cual si hay conflicto entre ambas^®, no será difícil determ inar por quién se inclinará su corazón. Añádase el factor tem poral y se pondrá un arm a más en manos de la igualdad en caso de contienda con su hipotética rival. La historia, en efecto, m uestra que la libertad desde siem pre, aunque los d istribuyera entre pocos, ha esparcido sus riquezas entre las sociedades, en tan to la igualdad es un hecho reciente; los pueblos se han lanzado hacia ella con la pasión del converso, m ientras lo viejo ya no arrebata tanto. No hay, pues, equilibrio entre ellas: no hay, de hecho, disputa posible.
La igualdad reproduce en el campo psicológico y m oral el efecto obtenido en el cam po intelectual: convertir al sujeto en el centro del mismo. Y si antes se consideraba amo de sus ideas, opiniones y creencias, ahora se tendrá por dueño de sus sentim ientos y fines. El térm ino —«moderno»— que define tal posición es el de individualismo, opuesto en principio al antiguo de egoísmo —pero no por principio, al punto que, como dijimos, acaba por subsum irse en él. Cada uno es siem pre el punto de referencia de su sensibilidad y de su conducta-, pero m ientras el egoísmo la convierte en pasión ciega por sí m ism a que no atiende más razones ni otros intereses, el individualism o se presenta como un sentim iento «reflexivo y apacible»^* que dispone al sujeto a aislarse de la sociedad y, par en esto al sabio ex-cortesano de G uicciardini, a re tirarse a la vida privada con su familia y amigos^’; el instinto depravado anterior es ahora sólo un juicio erróneo, y donde aquél pone en jaque a todas las virtudes éste se contenta con hacerlo sólo respecto de las públicas. La diferencia parece por tan to clara; em pero, Tocqueville concluye así esta m ism a com paración: «pero, a la larga, [el individualismo] ataca a todas las demás y se subsume al fin en el egoísmo»^®.
LA DEMOCRACIA SOCIAL
25. Y lo hay siempre que no se da el caso ideal en que una y o tra se identifican, es decir: siempre.26. Así entendido, el individualismo es cosa nueva: tanto que incluso la palabra hizo una de sus prim eras apariciones en lengua inglesa precisam ente con la traducción al inglés de la obra de Tocqueville (cf. Schleiffer, op. cit., cap. 18).27. Zetterbaum , op. cit., p. 719.28. En cierto sentido, esa frase de Tocqueville vendría a ser el compendio de lo que según ciertos autores constituye una parte del m ovimiento de la M odernidad, el que lleva desde el individuo al sujeto, del ser social y sociable al sujeto egoísta: el tipo humano m ás representativo de nuestras sociedades, narcotizado en su hedonism o
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El individualismo germ ina bien en cualidades tan propiam ente democráticas como son el cambio y la nivelación de condiciones, pues en una se pierde la urdim bre del tiempo, y con ella la conciencia de la continuidad de las generaciones; y en la otra, m erced al relativo b ienestar alcanzado por un alto núm ero de individuos, éstos, adquiriendo la sensación de autosuficiencia, pierden la conciencia de la sociedad^’. El bienestar se convierte en la sociedad dem ocrática en el nuevo serfor al que todos los vasallos rinden pleitesía. El gusto por el goce de los bienes m ateriales, por satisfacer las más pequeñas necesidades del cuerpo, que en determ inadas condiciones puede representar un peligro p ara la sociedad, se apodera de las energías del dem ócrata aprisionando en mil apacibles celdas los recursos de su espíritu y los intereses de su alma. De todos modos, m atiza Tocqueville, y aunque «tenaz, exclusiva y universal», se tra ta de una «pasión contenida» (id., cap. X), pues su satisfacción no exige los oropeles del lujo ni el sacrificio de las preocupaciones por los asuntos públicos (ib., y cap. XIV). De hecho, la sociedad norteam ericana ha sabido com batir los instintos disgregadores del individualism o con una serie de medidas, como son por ejemplo las asociaciones civiles, verdaderas escuelas de civismo, que mantienen en pie la concordia, y que oponen con éxito a las corrientes centrífugas de aquél las centrípetas de ésta.
Una de las grandes m utaciones experim entadas en las sociedades dem ocráticas gira en torno del trabajo. El desprecio que por él sentían las sociedades aristocráticas se ha volatilizado con ellas, y la sensibilidad acoge con beneplácito y la m oral rinde
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individualista, y al que unos rinden pleitesía (Lipovetsky) al tiempo que otros quisieran enviar al ostracism o (Bell) (al respecto, cf. M orán, Retom o al sujeto (en La filosofía política en perspectiva, F. Quesada, ed., Barcelona, 1998), p. 29).29. En este doble resultado a p artir de un único movimiento, destacado aquí por Tocqueville, han venido a converger autores diversos a lo largo de todas las épocas, al bien dicha coincidencia no se ha producido desde el punto mismo de partida, pues la causa m oral del au to r francés fue anteriorm ente política en Tácito (cf. su genial Itilcrprelación de las consecuencias aportadas a la vida social en Roma por m or de lu ccmcentración del poder político en unas solas m anos [Historias, I-l]) y será más turilf psicológica —el miedo— en Lem er (op. cit., cap. IV; el miedo, dice allí, disuelve lunlo Ion referentes colectivos como la idea de futuro). A la coincidencia en los efectos, con todo, debe sum arse la habida en torno a su significación, por cuanto para los tres constituye un síntom a de crisis cultural.
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honores al nuevo valor. El hom bre necesita vivir, la naturaleza re quiere de un medio al respecto y la honestidad gustaría que sem ejante com placencia tuviera lugar dentro de los lím ites de su ju risdicción: el trabajo es el instrum ento con el que cada una de tales exigencias accede a su fin. Por lo demás, el nuevo valor extiende el honor de que goza a todo su ám bito, por tan to al salario con el que se reconoce su esfuerzo, en terrando entre otros m itos el del desinterés con el que determinados aristócratas sellaban sus servicios al Estado. Ahora, en suma, el beneficio procurado por el trabajo es tan honorable como su causa —y el aristócrata que repudiaba a am bos por separado tan to como su relación es ya una reliquia an tropológica de cuyo pasado los am ericanos süpieron por los libros. Añadamos que la reputación actual del trabajo no sólo es efecto de la igualdad, sino tam bién causa de la misma, y un nuevo factor favorable a la concordia social, pues al ser considerado honorable se atenúa la antigua separación de las profesiones y la clasificación social de sus m iem bros en diversas y desiguales escalas.
En la sociedad am ericana, no es que todas las profesiones valgan igual, pero sí valen todas; todas, además, rem uneran el trabajo, y por eso el salario les da «un aire de familia» (id., cap. XVIII)^“. Cabe preguntarse aquí si el trabajo tiene preferencias ahora que todos los trabajos son igualm ente honestos, si el gusto introducirá diferencias donde el valor apunta a la hom ogeneidad; en tal caso, la respuesta será positiva: en una sociedad perpetuam ente en m ovimiento, cuyos m iem bros se esfuerzan sin tregua por m ejorar su condición, en una sociedad que por ello ha sucum bido a la ten-
LA DEMOCRACIA SOCIAL
30. América es, pues, la práctica vivieme de ideas que em pezaron a circular por la m ente hum ana en la Edad M oderna (como tam bién la revitalización de otras que llevaban milenios en la tum ba, como la que fijaba en el trabajo el m edio honesto de la supervivencia y, en torno a él, alababa la vida activa frente a la holgazanería de ricos e indigentes, adonde casi la condujo el propio Hesíodo, su inventor), especialmente a partir de Locke, A. Smith y Rousseau, quienes recondujeron hasta el trabajo la fuente de toda riqueza. Con ello, adem ás, y como bien señala Arendt, la pobreza abandonaba su condición de estigm a de Caín inciso sobre la frente hum ana y la división de la sociedad entre pobres y ricos su sitio en el orden natural: la cuestión social, d icho de otro modo, se incorporaba como m iem bro de pleno derecho a los proyectos em ancipatorios de la H um anidad (op. cit., pp. 23 s). América era, pues, una revolución tam bién en esto.
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tación de la incertidum bre y del riesgo, al punto que el azar se ha incorporado a su lista de pasiones (cap. XIX), serán la industria y el comercio las actividades que singularmente atraigan el interés de los individuos. Ellas son nidos del riesgo, cierto, pero eso forma parte de sus encantos; además, son las que de continuo movilizan las riquezas, vale decir, la condición de los individuos, las que antes prometen otorgarles el ansiado bienestar y las que mejor perm iten a algunos m antenerse más tiempo en éP‘. Por decirlo de otro modo; son las actividades que m ejor congenian con la esencia democrática^^.
Análogamente a cuanto sucedía con las ideas y los sentim ientos, el revulsivo de la igualdad también se hace sentir entre las «costum bres propiam ente dichas». Algunos de los efectos — la inestab ilidad , el in d iv idualism o— en este ám b ito rep ro d ucen los experimentados en otros, pero la mayoría de ellos avalan con su especificidad el por qué de esta subdivisión tripartita . La dem ocracia, al a rrum bar las castas por nivelar las condiciones, crea la H um anidad; una relación vertical que veía en sus polos extremos al señor y al vasallo deviene horizontal al volver iguales a todos hom- bres^^. La igualdad aproxim a el modo de pensar y de sen tir de los individuos, dando así pie a cada uno a generalizar su situación para hacerse una idea aproximativa de la de los demás^“’, y a producir en ellos, al socaire de este conocimiento, un sentimiento de empatia con el dolor de los otros. Una piedad o compasión sinceras se abre en el
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31. Pero son tam bién el futuro foco aristocratizador, según tendrem os ocasión de com probar más tarde, aunque Tocqueville nunca llegaría a imaginar un desarrollo del mismo tan rápido y poderoso como para dar lugar a ningún «leviatán industrial» (la expresión es de Degler, Historia de los Estados Unidos, II, Barcelona, 1986, p. 21).32. También en sentido positivo, pues a ellas se vincula el que el norteam ericano, en lugar del cobijo del funcionariado, tan ansiado por el ciudadano francés, busque ante todo la autonom ía personal en la dirección de los asuntos que afectan a su vida (II-III, 20).33. La creación de la H um anidad no está com pleta todavía, pero no cabe duda de que la creación moral del hombre inherente a te generalización del concepto de igualdad se extiende y am plía con la creación social de la mujer, que ya empieza a dar señales de su singularidad y autonom ía como persona.34. Tocqueville retraduce aquí, en el plano moral, la idea que Hobbes había expresado en el intelectual, y que para él constituía la prueba de que el m undo de la acción hum ana nos era m ejor conocido que el otro in terior al hombre, el de la m atemática, y m ucho más que el externo al hom bre, objeto de la física.
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corazón de cada sujeto ante el sufrim iento ajeno, ocupando el lugar donde antaño la indiferencia sentenciaba cuando el ajeno pertenecía a la otra clase: he ahí un prim er testim onio en favor de la mayor delicadeza de costumbres aportada por la democracia a la vida sociaP^.
Esa delicadeza conoce otras m uchas m aneras de manifestarse; en las relaciones interpersonales ya no dom ina entre los miembros de la casta superior, por ejemplo, la rudeza con el miembro de la casta subalterna o el ceremonial con los de la propia. Un ambiente más distendido acoge actitudes y com portam ientos m ás francos y abiertos, incluido el ámbito familiar. Y como el hombre igual se sabe siempre, además de fuerte, hombre débil, esto mismo le conduce hacia una m ayor servicialidad hacia sus congéneres, pues el propio trabajo social, que orienta hacia una perm anente inestabilidad la veleta de sus vidas, les sume en la necesidad de recibir y dar ayudas m om entáneas a fin de poder hacerle frente.
La nueva fisonomía de las costumbres llega incluso a lugares antaño retenidos privados, como la relación amo/vasallo, y que la igualdad transform a en públicos; con lo cual, dicho sea de paso, se acaba la vieja leyenda feudal que creaba con dos individuos realm ente desiguales una ficticia unidad; ahora es el contrato el vínculo que une: que une cuerpos, añade Tocqueville, no almas. Será ese negocio jurídico la única fuente de derechos y obligaciones entre ambos, sin que esa verticalidad m om entánea cree privilegio alguno para el amo provisional quebrando la sustancial igualdad. Algún sentim iento y cierto encuentro de intereses se ha perdido con la llegada del nuevo am o real de los dos, el contrato, pero la dignidad h u m ana ha salido reforzada con el cambio, pues si bien en am bas situaciones los dom ésticos deben obediencia a sus señores, en el prim ero tiene el aspecto y la fuerza de una ley natural, justificación «divina» incluida, m ientras en el segundo se tra ta sim plem ente del refrendo de una declaración de voluntad (DA, II-III, 1-5). Pero el haz, tam bién aquí, tiene su envés. Sujetos aproxim adam ente iguales en
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35. Con todo, al m irar al trasluz el corazón de esa nueva hum anidad se ve el viejo m onstruo del racism o moverse a su aire en su interior: «en pleno centro de esta sociedad tan civilizada, tan pudibunda, tan afectada de m oralidad y de virtud, puede verse una insensibilidad completa, una suerte de frío e implacable egoísmo cuando se tra ta de los indígenas de América» (Quince jours..., cit., p. 12).
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pensar y sentir proyectan sobre la comunidad la —sombría— luz de la hom*ogeneización. La m ism a causa que borró las diferencias entre los hom bres parece tener como efecto cancelar la diversidad entre ellos; el arco de colores diversos que antaño se com binaban en ciertas conductas personales es hogaño esa m onotonía característica que estrem ece de gris la sociedad. La igualdad, con la independencia, abastece de orgullo el corazón del sujeto; pero con la debilidad y la pobreza de m iras lo circunscribe a su consideración de los dem ás y da rienda suelta a una am bición tan activa en su naturaleza como dim inuta en sus objetivos. El producto es la construcción de una vida en gran parte mezquina que pocas veces rebasa el círculo de la vulgaridad. Probablemente, a ello se debe que, frente a los «moralistas» coetáneos, Tocqueville no considere la falta de hum ildad, sino la de orgullo, como el defecto esencial de la época.
Con todo, hay una causa en la raíz de tales com portam ientos, causa que explica la paradoja del aspecto m onótono en una sociedad, como la am ericana, en perpetuo cambio: la búsqueda del bienestar. Quien observe la conducta de los ciudadanos norteam ericanos com probará cómo «la mayoría de sus pasiones» o salen del dinero o to rnan a éP*, y como tal ídolo es m aterialista exige a sus fíeles que renuncien a las exigencias del espíritu: la mecanización del incesante movimiento, la regularización de su tum ulto inherente son por tan to el precio social impuesto por el nuevo culto, como la inercia de una vida monocolor anclada en el aquí y ahora es el precio personal (id., cap. XVII).
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36. «Atravesar bosques casi impenetrables, desafiar ciénagas pestilentes, dormir expuesto a la hum edad del bosque son esfuerzos que al am ericano no cuesta trabajo alguno im aginar cuando se tra ta de ganar unas monedas: pues ésa es la cuestión. Pero que todo ello pueda hacerse por curiosidad, eso sí que no roza su inteligencia...». La crueldad de esas palabras de Tocqueville reside m ás aún que en el objeto denunciado en el hecho de haber ganado fuerza con el tiempo. Quizá, por ello, no desvariemos dem asiado cuando nos atrevemos a relacionar tal psicología con esas otras m anifestaciones más indignas y gravosas para la libertad que Christian Salmón denuncia como «Nccuestro de la literatura». No queremos decir que la prim era conduzca necesariamente a la segunda, ni que sea aquél el único modo de llegar a ésta, pero sí que es más fácil prohibir la imaginación, y sancionar su uso —lo que volvería repetible el caso de Uunilu Kis— donde el dinero la ha canjeado por bienes, o cuando la m oral considera locura la apuesta de curiosear (cf. Salmón, Vivir el propio nombre [en Escenarios de la gtohatización, ed. por Francisco Jarauta, Murcia, 1997], pp. 109 s).
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Cuando se aspira a explicar la feliz com binación realizada por los am ericanos entre igualdad y libertad el paso por el «estado social» resulta del todo im prescindible. Al ser la igualdad de condiciones su característica más relevante, precisar el influjo de aquélla sobre la trip le esfera de las ideas, los sen tim ientos y las costum bres dom inantes entre aquéllos constituía por fuerza el p rim er paso de nuestro objetivo. No obstante, por el m om ento nuestro análisis sólo se ha centrado en dar a conocer algunas de las más vigorosas criaturas a que la acción de la igualdad por esos ám bitos da lugar, ya sea que las engendre o las apadrine, así como en dar cuenta de una parte de sus efectos sobre la conducta individual. La cabal plenitud del cuadro, donde habrán de tener cabida la variopinta gama de sus consecuencias sociales y las reacciones que producen, sólo se conseguirá una vez hayam os descrito el complejo m undo de las instituciones políticas norteam ericanas con las cuales se funden. Vayamos, pues, a ello.
LA DEMOCRACIA SOCIAL
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III. LA DEMOCRACIA POLÍTICA
El principio de igualdad, trasladado a la política, da como resultado natural la soberanía popular. Tal es el demiurgo de la sociedad am ericana. Pero la soberanía popular, que para nacer necesita de la igualdad, para vivir necesita de la libertad. Si aquélla faltara habría soberanía, pero no sería popular; si faltara ésta habría pueblo, pero no sería soberano; sin una y o tra perm anentem ente vinculadas, el dios m ortal de la dem ocracia tendría por representan te a un tira no que gobierna de modo absoluto sobre un pueblo de iguales: algún retoño de la dinastía que Hobbes asentara en el trono. Pero en la sociedad am ericana es ésta la que actúa por sí m ism a y para sí m ism a', la que contiene y conforma el conjunto de los poderes que existen y actúan en su seno; ya desde su origen se m ostró fuerte, pero la revolución la volvió om nipotente, y desde entonces ha ido acum ulando potencia y prestigio a m edida que la h istoria am ericana ha ido acum ulando tiem po. El pueblo am ericano, en efecto, partic ipa indirectam ente en la com posición y ejecución de las leyes eligiendo tan to a los legisladores como a los agentes del poder ejecutivo, y actúa directam ente sobre quien las infringe como ju rado^; añádase la ola de prejuicios, intereses, opiniones y hasta
1. Government o f the people, by the people, for the people reza el conocido aforismo de Lincoln. Pero la frase no deja de ser am bigua, como bien ha señalado Sartori (cf. Democrazia. Cosa è, Milano, 1994, p. 31).2. En el cap. IV veremos que esta participación constituye uno de los remedios generales contra los peligros que corren las democracias. Ello hace de las instituciones participativas algo más que una m era función relativa a las moeurs sociales, como quería M ontesquieu, y como el propio Tocqueville pareció sugerir en alguna ocasión (y que algunos de sus in térpretes se han cuidado puntualm ente de subrayar; cf. Lam berti, op. cit., p. 132; pese a esto, más tarde [p. 145], reconocerá que «es posible extrae r .. de la experiencia am ericana lecciones de alcance general»).
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pasiones con que cubre a sus representantes, y cabalm ente se entenderá por qué éstos gobiernan —por m ayoría— en su nom bre, e igualmente la intensidad de su gobierno sobre ellos, o si se prefiere: que la soberanía popular sea el «dogma» político de la política americana, su «ley de leyes» (DA, I-I, 4; I-II, 1). Los preceptos que dan cuerpo a su credo extienden la libertad a lo largo de todo el proceso gubernam ental, el cual abarca no sólo la constitución política, sino tam bién la constitución social. Una sola palabra, una palabra audaz y mágica es casi capaz, ella sola, de dar cuenta del cortejo in num erable de principios, valores y acciones que acom paña el despliegue de la libertad; se tra ta de descentralización, cuya existencia en las diversas esferas de la vida pública —adm inistrativa, política, territorial y social— es la clave de bóveda que sostiene el entero edificio institucional de la dem ocracia am ericana. Pasam os a continuación a recorrerlo.
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1. La descentralización adm inistrativaLa m aravilla h istó rica de la constitución am ericana —la «gram ática de la libertad», en palabras de Paine—, ese instrum ento novedoso y eficaz fru to de un m últip le compromiso^, em pieza a deslum brar ya desde el escalón m ás bajo de la vida social y política: el m unicipio. Que es tam bién la p rim era instancia del re publicanism o, el cual, con su apuesta por la autonom ía d irec tiva —cada uno es el m ejor juez de sus asuntos, en tan to la sociedad lo es de los de todos—, fija el fundam ento axiológico de aquella doble vida; y el p rim er paso en la andad u ra ad m in istra tiva de la soberanía popular.
El m unicipio es la escuela, a la vez teórica y práctica, que enseña libertad a la acción hum ana. Aunque no siempre, a decir verdad; en Europa, un ejemplo, se le conoce tam bién, pues son obra directa de Dios y no del hom bre, el resultado al que la naturaleza espontáneam ente llega cuando decide p roducir com unidades;
3. Entre federalistas y antifederalistas, entre Estados grandes y pequeños, entre el Norte libre y el Sur esclavista, entre la igualdad y la riqueza.
mas si tam bién hay Ubertad es porque antes hubo leyes, costum bres y circunstancias que secretam ente la buscaron, y que se ta rdaron su tiem po en hallarla. Y sólo en N orteam érica culm inaron con éxito su búsqueda. Pero aquí, el cuerpo que a la libertad daba en su inicio el autogobierno term inó a la larga con adqu irir espíritu , y hoy éste refuerza desde las creencias y los hábitos el vigor originariam ente infundido por las instituciones.
La soberanía popular es siem pre y por doquier la fuente de los poderes sociales, y el municipio no establece una excepción a la regla. Pero en ninguna o tra parte, además, aquélla se hace sentir más directam ente, pues no sólo no d iputa el ejercicio de su poder, sino que mueve como m arionetas a los m agistrados propios salvo cuando éstos actúan como órgano ejecutor de las leyes estatales'*. Sólo en ese caso especial, en efecto, que por revelar desde otro ángulo el significado estatal del m unicipio revela tam bién el carácter intrínsecam ente descentralizador del federalism o am ericano —se sirve de autoridades locales para la aplicación en esas zonas de normas adoptadas en instancias estatales o unitarias—, el m agistrado municipal deja de percibir tras de sí el celoso aliento infatigable de su amo. Tal es el caso cuando se fijan los im puestos o cuando hay que recaudarlos, cuando se procede a las labores de lim pieza o cuando se vela por la seguridad en los lugares públicos, etc.; y tal es el caso ya sean esos m agistrados cualesquiera del sinfín de asesores nombrados al efecto o cualquiera del reducido grupo de hom bres, cuyo núm ero varía según el tam año del m unicipio, deten tadores de un poder especial. Pues si bien la au toridad m unicipal obedece a una sola voz de mando, las funciones en las que se despliega son m uchas y están fuertem ente divididas^. Y una serie de individuos, los select men, concentran los poderes de ejecución, desempeño que llevan a cabo bajo su entera responsabilidad. Empero, el soberano los elige anualm ente, les asigna su tarea específica, supervisa su quehacer, los cambia a su antojo, les renueva la confianza en u lterio r elección y, m ientras están en activo, les rem unera por
LA DEMOCRACIA POLITICA
4. Como el solícito Sr. Biddle, «el funcionario encargado por los Estados Unidos de la venta de tierras aún desiertas» en M ichigan... (Quince jours..., p. 20).5. H asta un total de diecinueve llega a registrar en algunos m unicipios de Mas- sachussets (Nueva Inglaterra), que son los que tom a como ejemplo.
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S U trabajo. Son sus apoderados, más poderosos sin duda que los asesores, pero no más que mero brazo ejecutor de sus designios; su figura, cierto, ve ocasionalm ente engrandecerse su som bra al actu a r como órganos estatales y, en la esfera local, con la capacidad form alm ente reconocida de convocar y presid ir la asam blea m unicipal; m as esa prerrogativa es en parte una ilusión que reduce la som bra, desde el m om ento en que diez propietarios con una idea com ún y la deteñninación de ponerla en práctica pueden forzarles a convocarla. Y ya se sabe quién decide entonces. El secreto de la im portancia ingente jugada por el m unicipio en la vida social y política de sus ciudadanos se propala al enum erar dos de sus atributos clave: «la independencia y el poder». Los dos se presentan tan unidos en la exposición tocquevilliana que más bien parecen dos hom bres para una m ism a cosa. La sola autonom ía del m unicipio es ya poder; pero, adem ás, ella ha dado lugar a la gestación de nuevas fuerzas que han aum entado su potencia. La concordia social que en él im pera, obtenida por la adhesión de sus habitantes y refrendada por el bienestar dom inante, tienen su punto de partida en dicha autonom ía, causa prim era de afectos, actitudes y valores de los que la adhesión y el b ienestar aludidos no son sino efectos. ¿Pero cómo ha llegado a generarse semejante autonomía, y cuál es su grado? La situación es originaria —«un état prim itif», llega a enfatizar Tocqueville— y la explicación, histórica. Los colonos b ritán icos llegados a te r r ito r io am erican o fu n d a ro n u na serie de establecimientos que en sus inicios apenas si eran algo más que un conjunto de m icroestados independientes entre sí: los municipios. La soberanía luego reclam ada por la corona inglesa no les tocó, pues se contentó con dom inar el poder central; de hecho, la situación de hoy se debe a la propia renuncia a parte de su independencia, no a que hayan recibido los poderes definitorios de su actual autonom ía, poderes que entre otras cosas les perm iten com erciar con quien deseen, fijar y recaudar im puestos, acudir a los tribunales como sujetos autónomos, etc. Y sólo en lo referente a sus «deberes sociales», com partidos con otros, están obligados a cum p lir con las norm as em anadas de los Estados o de la Unión.
En estas condiciones sus habitantes cum plen gustosam ente, a su vez, con el deber de obediencia; en el municipio el ciudadano observa cómo el poder necesariam ente requerido para la existencia
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de relaciones hum anas estables le resu lta enteram ente favorable, entre otras razones porque él form a parte del m ism o y porque la regularidad y bienestar producidas con las decisiones públicas favorecen sus propios intereses; observa por otro lado que tales decisiones no se inmiscuyen en sus actividades privadas, donde sigue siendo soberano, o que nadie es más que él por ser autoridad cuando él no lo es. Al final, el resultado de su com portam iento político es la obediencia, se considere o no libre al obedecer, como querían los clásicos y algunas de sus reverberaciones m odernas, como Spinoza, Rousseau o Kant.
El m unicipio cuenta con otro factor añadido a su potente au tonom ía a la hora de rend ir explicaciones de su éxito en la p roducción de adhesiones. Es el fuerte vacío existente en derredor suyo a la hora de satisfacer los sueños de gloria de sus habitantes. Cuando la am bición piensa en su futuro y clava la m irada en la función pública para satisfacer su apetito, ni el condado, ni el Estado, ni la Unión parecen ofrecerle una solución adecuada; el ascenso al cargo m ediante procedim ientos electivos, el poco brillo social deparado con su ejercicio, o bien el ofrecido en exceso a unas cuántas personas solam ente, se configuran como contrapesos alternativos a la am bición de hallar un am biente apropiado fuera del territorio m unicipal. Son por ello pocos, se explica, los dispuestos a sacrificar la tranquilidad de su existencia a tan costoso precio; como tam bién que sean tantos los inclinados a no hacer más carrera que la realizable en su patria chica. Esta, después de todo, aunque de competencias muy limitadas, es totalmente autónom a en su gestión, por lo que les abre las puertas de par en par para llegar hasta donde puedan. La gran movilidad social alcanzable en el m unicipio, y la poca existente fuera de él, explica la ausencia de desplazainientos físicos de sus residentes^; pero es igualm ente causa de ese otro fenóm eno que contribuye a la adhesión de éstos a aquél.
Cuando la adm inistración del m unicipio conlleva n a tu ra lmente la participación de sus miembros, cuando el bienestar se ins-
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6. Vale decir, el poco uso de su «libertad de locomoción», el dereciio que resumía, según Arendt, el contenido de los demás derechos y que, junto a su universalización, fue el genuino resultado alcanzado por la revolución francesa en m ateria de libertad (op. cit., p. 33).
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tala en sus vidas —y pasa luego a sus almas—, cuando la educación eleva el nivel de sus conocimientos y de sus aspiraciones, cuando cum plir un deber resulta sinónimo de satisfacer un interés, no causa asombro lo que tanto estupor suscitaba en Rousseau: que se pueda llegar a ser, en las despectivas palabras del ginebrino, «patriotas por interés». El patriotism o am ericano no se abastece de ideología, como el del autor de las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia^, sino que va brotafldo en su propia práctica, no reniega del egoísmo sino que florece junto a él, y en su desarrollo va abrazando sucesivamente los restantes ámbitos intermedios entre los dos extremos del municipio, punto de partida, y de la Unión, punto de llegada®, con la peculiaridad de que no pierde intensidad conforme va ganando amplitud, puesto que las mismas razones que le hacen am ar a la patria chica despiertan análogos sentimientos respecto de la patria grande. Añadamos que dicho patriotism o, aun siendo un sentimiento, es un sentimiento de una condición especial: es un «sentimiento reflexivo». No posee la naturaleza ardiente de ese patriotism o instintivo, ni m itifica los valores en los que éste se ancla, ni es el mismo su horizonte tem poral, en cuanto no son la tradición o la casa paterna su m orada en el tiempo. Es, con todo, «más fecundo y perdurable», y si vinculado al interés personal, ello se debe a la civilización en la que cristaliza, susceptible de provocar en los individuos una identificación real entre ellos y su país, de sentirse grandes con la grandeza de éste, fuertes con su fuerza, honrados con su gloria. Sin contar con que ese vínculo tan sui generis históricam ente hablando, propio de la civilización americana, constituye el epílogo de un proceso en el que el patriotism o fue conformándose a partir de la razón y en sucesivo contacto con las leyes y el ejercicio de los derechos. De ahí, por último, que para pasar su tiempo prefiera el presente en lugar del pasado, lo cual es, para este patriotism o, como decir cultura en lugar de rudeza, libertad en vez de tradición (cf. I-I, 5 y I-II, 6).
La independencia del municipio, concluyamos, es causante de su fortaleza. Al poder inicial del origen ha ido agregando el superior
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7. Mera, aunque extremada, aplicación en este punto de las ideas desparram adas a lo largo de su obra m ás teórica, ya sea El contrato social o Emilio, según hicimos ver en nuestro estudio prelim inar a dicha obra (Madrid, Tecnos, 1988).8. Con ella está relacionada la susceptibilidad del patrio ta am ericano (I-II, 6).
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de las prácticas, el suprem o de las costum bres y el definitivo del tiempo; la dem ocracia ha construido en él sus cim ientos, la libertad su pedestal, y hoy es ya parte de las dos. Ni siquiera una revolución podría, por sí sola, destru ir tan to poder.
La unidad m unicipal era dem asiado reducida para que cupieran en ella todas las instituciones requeridas en la vida social. Las de la justicia, por ejemplo, pese a ser necesarias, no estaban sin em bargo presentes. H abía que ir hasta el condado para encontrarlas. El condado es, pues, la instancia interm edia entre el m unicipio y el Estado. Pero, frente a éstos, carece por así decir de vida propia aparte de la puram ente administrativa; creación artificial como es, com puesto por un tribunal de justicia, un sheriff encom endado de ejecutar las sentencias de los tribunales, una cárcel p ara los crim inales y unos adm inistradores apenas dotados de poder, la vida política parece haber ignorado sin más su presencia, saltando d irectam ente desde la instancia inferior a la superior, y la vida afectiva no ha dejado en él traza alguna de recuerdos o emociones.
Tan significadas carencias no im plican desm erecer la im portancia, avalada por la necesidad, del condado en el conjunto de la adm inistración; mas con todo, y al objeto de evitar repeticiones, aprovecharemos nuestra actual problem ática para elevar su nivel y desviar en parte su contexto. Es decir, pasarem os a continuación a exponer brevemente las líneas generales tanto del carácter de la adm inistración am ericana como de la condición de los funcionarios.
Tocqueville precisa el asom bro que produce el hecho de que la sociedad en donde m ayor peso tienen los derechos, m ás activa se m uestra la libertad, m ás absoluta la ley y m ejor ordenada la política, apenas se advierta la acción del instrum ento presente en todo eso. El poder ha sido potenciado en lugar de recortado, ha extrem ado las obligaciones im puestas a los sujetos en vez de d ism inuirlas, y sin em bargo los resultados son los citados; «la au to ridad es grande, el funcionario pequeño», com pendia el au to r francés. ¿Qué lo ha hecho posible? «En los Estados Unidos, el poder adm inistrativo no ofrece en su constitución nada de central ni de jerárquico» (ib.). Gran parte de la respuesta está presente aquí. La explicación de la instancia m unicipal puso de relieve la correspondencia existente entre su alto grado de autonom ía adm in istra tiva y la ausencia de un poder cen tra l m unicipal que
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m onopolizara el ejercicio de las funciones inherentes a la misma; aquélla no sólo autorregulaba casi todo cuanto le concernía, sino que dividía el cuerpo de lo regulable en una m ultitud de tareas asignadas m uchas de ellas a otros tantos funcionarios particulares (algunos de los cuales, adem ás, vinculados a necesidades estrictamente municipales). No sólo: tales funcionarios eran electivos, vale decir, soberanos en su esfera m ientras durase su m andato, por lo cual ni m antenían relaciones entre sí ni apenas con los de las otras instancias; vale decir: sus decisiones sólo muy ocasionalmente eran retocadas por éstos. Dicho de otro modo: el carácter electivo de los cargos volvía a sus titulares independientes, disolviendo así toda relación de jera rqu ía’. Ahora bien, en ausencia de ésta y de cen tralización, ¿qué daba a la sociedad ese aspecto ordenado tan característico? La uniform idad constituye el resto anteriorm ente aludido que completa la respuesta. En América la ley tiene una avaricia desconocida en Europa: regula más objetos y en su regulación desciende hasta el detalle, prescribiendo «a la vez los principios y el medio de aplicarlos». Por ello, cuando se la obedece, el conjunto adquiere una tonalidad uniforme en todas sus partes, a pesar de las diferencias ínsitas en ellas. Una «m ultitud de obligaciones estrictas y rigurosam ente definidas» encierran así a funcionarios y cuerpos secundarios en un estrecho círculo de acción (ib.).
Surge entonces un problema: ¿cómo se puede constreñir a am bos a la obediencia? Si luego de in troducir las funciones electivas se quiere ser coherente no podrá in troducirse una autoridad que d iscrecionalm ente deponga o sancione la desobediencia, pues quien no nom bra no puede castigar. Al respecto, por tanto, la coherencia sólo dispone de un recurso, el de acudir a los tribunales, pues elección significa m andato irrevocable y m agistrado inam ovible. Es así com o los am ericanos han introducido instituciones como la del juez de paz —un hom bre m itad m undano, m itad
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9. Rasgo ése que no sólo contradice uno de los típicos de la adm inistración n apoleónica —que era tam bién centralizada, especializada y uniform ada (cf. Ré- mond, op. cit., T. I, II, 3) establecida en Francia, sino tam bién uno de los m ás im portantes que Humboldt quisiera ver establecidos en Prusia, la unidad administrativa, cuya «expresión política... es la subordinación» (Fragmento de un informe dirigido al presidente Von Schön, [en Escritos políticos, cit.,], p. 233).
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magistrado— tom ada en préstam o de Inglaterra, y la cour des sessi- ons. Un cierto núm ero de ellos, elegidos en cada condado por el gobernador'“ para un periodo de siete años, aparece investido de competencias tan to exclusivas como concurrentes con las de otros m agistrados para llevar a cabos tareas que unas veces son adm inistrativas y otras judiciales, hecho éste com partido con la cour des sessions, constituida precisam ente por tres de ellos. Pues bien, ju sto ésta será la encargada de juzgar los casos de desobediencia a la ley aludidos m ás arriba, im poniendo la m ulta consiguiente al m unicipio o al funcionario in fractor (siem pre y cuando éste haya incurrido en delito y no en falta: un «cuasi-delito» originado por la conducta indolente de su au to r para el que la no reelección en su debido m om ento constituye la única pena posible).
Añadamos unas palabras más sobre los funcionarios. Ya hemos dado cuenta tan to de su elevado núm ero, que com pleta la au to nomía municipal con la descentralización, como de su carácter electivo, causa de la inamovilidad de cada uno y de la falta de jerarquía entre ellos. La tabla de características queda prácticam ente u ltim ada si incluim os en ella las de sobriedad, rem uneración y arb itrio, y si sacam os a la luz la condición dem ocrática subyacente a las tres. En prim er lugar, la sencillez de las costum bres am ericanas más la creencia que tiene del gobierno como un mal necesario” no co nsid era del m ism o m odo el cerem o n ia l en la ap a rien c ia
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10. Por el de M assachussets (Nueva Inglaterra), Estado al que Tocqueville está h aciendo de continuo referencia en todas las consideraciones desarrolladas hasta aquí. No obstante, y por diferentes que sean los sistemas de adm inistración de cada Estado, la práctica totalidad de ellos sigue el principio —esencia del republicanism o— consistente en declarar a cada uno el m ejor juez de los propios asuntos: y sigue asim ismo las consecuencias derivadas, como la electividad de los funcionarios, la ausencia de jerarquía y la incorporación de «medios judiciales en el gobierno secundario de la sociedad» (ib.).11. El ciudadano am ericano coincide, pues, en su creencia con la que para Paine era una convicción, la bondad de la sociedad y la m aldad necesaria del gobierno (Paine, Common Sense, Middlesex, 1976, p. 65). Se trata, como el lector puede imaginar, de una creencia y de una convicción difíciles de explicar, habida cuenta que la necesidad del gobierno proviene de la maldad, que tam bién se da, de la naturaleza humana. En descargo de Paine, con todo, cabría notar una cierta m atización en su opinión inicial, que se m anifiesta en toda su pujanza al com parar —y preferir— el gobierno representativo a los demás {Rights o f Man, cit., pp. 187 y 204 s).
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externa del poder ni la suntuosidad en las personas que lo ejercen. Aparte que es el m érito la razón del cargo, y esto lleva ya la p rebenda en la elección. En segundo lugar, las funciones públicas deben ser retribuidas porque si no hay salarios'^ para quienes la desem peñan se habrá de recurrir a quien podría desem peñarlas gratuitam ente: y así, la riqueza se haría con la adm inistración, el rico sería independiente: y la aristocracia habría surgido de hecho pese a su prohibición legal. Por último, el funcionario debe hacer por derecho lo que el déspota hace por fuerza: uso de su arbitrio, y en m ayor grado que éste, además; la naturaleza del soberano y la form a en que elige a sus magistrados le llevan a confiar en los elegidos en lugar de establecer un vínculo necesario, tan europeo, entre arb itrio y arbitrariedad. La democracia, decíamos, subyace a estas tres características porque, al menos en América, hace surgir la referida creencia del fondo m ismo de su constitución social; después, porque hace del mérito, y en última instancia, por tanto, de la igualdad, el requisito de acceso a los cargos; finalm ente, es de la dem ocracia dejar que los individuos, sin excluir a los empleados públicos, puedan sacar en cualquier circunstancia partido de sus propias capacidades; a ello se debe que a veces sólo les prescriba el objetivo a realizar y guarde com pleto silencio sobre los medios de lograrlo.
Siguiendo el orden establecido tocaría ahora en trar a exponer la estructu ra del Estado sensu stricto; mas dado que reproduce la de la Unión —de hecho ésta la tom ó por modelo—, consistente en la división de poderes, y a fin de evitar en lo posible toda redundancia, entramos sin más dilación en la sección siguiente, dedicada precisam ente a describir dicha organización.
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2. La descentralización política . La división de poderesMás que form ar parte del repertorio de juegos de m anos que, m erced a sus buenos oficios de prestidigitadora, la razón se hace a sí
12. Salarios que, proporcionalm ente, son más altos para los cargos más bajos, y la razón está en la mano que paga: la soberanía popular, en grado de hacerse cargo de las necesidades de sus semejantes y de no im aginar las de los potentes.
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m ism a para reforzar su fe en la realidad, la división de poderes semeja una de esas raras profecías con las que logra em baucar a la realidad para que m antenga su fe en ella. H istoriando la leyenda que rem ontaba al soberano absoluto hasta Dios, disolviendo el círculo mágico que fundía en una sola y m ism a cosa la real persona y la institución estatal, y decidida a ocupar de una vez por todas el trono de la política, apela a un tiem po a los partidarios del poder y a los partidarios de los valores, y convocándoles por separado encandila a los prim eros con una m ayor eficacia y a los segundos con una m ayor libertad; después los reúne en una sola sociedad que, evitando el encontronazo frontal, aunque no los choques la terales, anuncia a bom bo y platillo el advenim iento de una nueva era: la del liberalism o. La razón sabe que la credulidad será la levadura que hará de la necesidad virtud, y después de que haya presentado como posible el espejism o de tal idea en toda su pureza poco im portará cómo esta se llegue a m aterializar. Ha ofrecido el m aná a hom bres ham brientos de sueños, les ha anunciado el m esías a devotos de la paz: ¡qué puede im portar si la cria tu ra ha perdido en el alum bram iento el cayado de los milagros! ¿No es la fe la que mueve m ontañas?
Dividir el poder para controlarlo, la gesta constitucional con la que el liberalism o ha pretendido seccionar las fuerzas del Estado absoluto para in fundir nuevos bríos al Estado dem ocrático, es un objetivo que mutatis mutandis la teoría política ha perseguido desde siem pre, aunque no lo haya reconocido, y proclam ado su triunfo teórico e institucional, hasta ayer: hasta Locke y M ontesquieu. El nuevo ídolo, que, repetimos, nunca ha existido en su perfección —y mucho menos, por ende, su versión extremada, la de la separación de poderes—, se ha convertido no obstante desde ese m om ento en objeto de adoración, al punto que incluso hoy, cuando ya se ha perdido el rastro del m ismo en la teoría y en la p ráctica constitucionales, se oye hablar de ella con devoción'^. La ra zón social, en lugar de renunciar a él, lo ha convertido en dogma
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13. Ya Loewenstein la consideró, hace casi sesenta años, «una antigua teoría», pero destacaba cómo incluso las m ás «jóvenes» constituciones seguían haciendo uso de ella (Teoría de la Constitución, Barcelona, 1979, pp. 54-55).
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y continúa recitando con fervor el correspondiente artículo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789'"'. Tendrá, quizá, razón Tocqueville, y sean necesarias ciertas creencias para que la sociedad y el individuo puedan subsistir.
Apuntábam os que la com binación de eficacia y norm atividad constituye la clave probable del hechizo que el concepto de división de poderes ha ejercido a lo largo de la historia del pensam iento político. Aristóteles, sin ir m ás lejos, en párrafos que evocan el p ro digio, ya dio con la p ista que, m ultiplicándose, conduce al tesoro. Un gobierno en el que los hom bres libres de todas las clases p a rticipen en la asamblea, más la asignación de las m agistraturas unipersonales a los individuos más cualificados, reunidos en una polis cuyas leyes han sido establecidas por algún personaje legendario, configuran un Estado en el que la soberanía no es aún unitaria pero en el que sí hay control del órgano colectivo sobre los individuales. El Estado mixto conocerá sucesivas reelaboraciones, desde Polibio al republicanism o cívico renacentista, pero en lo relativo a nuestra problem ática apenas dará un paso: habrá control político del poder, pero no jurídico. Que será tam bién el preconizado por los teóricos de la soberanía un itaria (Hobbes, Rousseau), cuyas doctrinas sólo conocerán la división técnica del poder dentro de su unidad ontológica, por lo que el control corre siempre en la m ism a dirección: desde el soberano a los demás órganos subordinados. El control del soberano em pezará en Locke, aunque de un modo mal planteado y peor resuelto, pues hay una legislación natural vinculante para la positiva, pero no hay órgano que dictam ine cuándo aquélla ha sido violada, y obligue al cum plim iento de su resolución: de ah í que los conflictos se resuelvan habitualm ente apelando a los cielos, un modo sin duda elegante de decir que se vuelve a donde se empezó, es decir, al estado de naturaleza.
Los constitucionalistas am ericanos hubieron de esperar la —errónea— lectura hecha por Montesquieu de la «constitución» inglesa p ara encon trar una fuente de inspiración para la suya, y las consideraciones de Ham ilton m uestran tanto el reconocim iento de
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14. «Toute société dans laquelle la garantie des droits n ’est pas assurée et la séparation des pouvoirs déterm inée, n ’a point de constitution» (art. 16).
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la paternidad como el éxito de la empresa. Será su estructura la que Tocqueville analice en su obra. Veamos ahora el singular acontecer de la división de poderes en el orden constitucional am ericano.
Anteriorm ente dijim os que, desde un punto de vista organizativo, la Federación se inspiraba d irectam ente en el Estado. Denom inador com ún es, en efecto, la división tripartita del poder en un cuerpo legislativo, un ejecutivo personalista y un poder judicial. También lo es el carácter dual del Congreso, el prim ero de tales poderes, com puesto por dos cám aras, el Senado y la de R epresentantes. Y la asignación a am bas de com petencias exclusivas y otras concurrentes. Hemos de apresurarnos ahora a establecer las diferencias que dentro de ese esquem a com ún alejan entre sí a los dos modelos. Si m ediante sufragio universal se elegía en el caso estatal a las dos Cámaras, esto no era del todo así para la Unión, pues en relación al Senado la elección directa anterior pasaba a ser una en dos grados. La m era existencia de aquélla, su carácter federal, era la inm ediata responsable de ello. En efecto, según se indicó, un m últiple com prom iso hubo de operarse para el parto de la federación; la opinión pública estaba escindida entre partidarios del m antenim iento de la independencia de cada Estado y partidarios de su Unión; el interés de los primeros se satisfacía en la formación de una liga en la que em isarios de cada Estado discutiesen puntos de interés común, en tanto el de los segundos aspiraba a que, constitu ida una sola nación, la m ayoría de la m ism a decidiera'^.
La solución que acercó a las partes fue la Constitución de 1787, con su fórm ula b icam eral que daba acogida a los dos tipos de intereses: la Cám ara de Representantes era la portavoz de la unidad, m ientras el Senado lo era de la independencia; en aquélla era el pueblo, en su m aterial unidad, el elector y el representado, y la representación era proporcional; en éste lo eran los Estados'^, y la
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15. Los habitantes de los pequeños Estados vivían en m edio de ese pulso su d ram a particular, pues m antenida la independencia de cada Estado pronto habrían visto los suyos devorados po la fuerza de los mayores, m ientras si se hubiera establecido una sola nación habrían sido ellos m ism o devorados por la fuerza de la mayoría, ahora, además, jurídicam ente legitim ada,16. Sólo en 1913, como se sabe, se m odificará el procedim iento de elección de los senadores, cuando la Enm ienda XVII (secc. 1), establezca su elección d irecta por el pueblo m ediante sufragio popular (aun cuando se conserve el núm ero de —dos—
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representación era paritaria: dos senadores por cada uno nom brados por sus legisladores. Eran, pues, dos intereses antagónicos, dos principios contrapuestos, la razón de las dos Cám aras d istin tas: no era Inglaterra, por tanto, con sus lores y demás razones aristocráticas, la fuente de inspiración en este caso. Como es lógico —vale decir: p ara seguir siendo coherentes una vez fijado el ilógico principio de una representación no unitaria—, a esas diferencias en el principio y*en la m odalidad de la representación hubieron de seguir otras en las com petencias (a las cuales se agregarían otras nuevas ya, sin em bargo, no derivables de aquéllas), a fin de evitar que intereses tan diversos no llegaran a acordarse en decisiones que los com prendían todos. Así, m ientras las funciones de la Cámara de Representantes serán —casi— estrictam ente legislativas, las del Senado serán casi por igual legislativas y ejecutivas: por un lado contribuye a la form ación de las leyes, en tan to por el otro ra tifica los tratados firm ados por el Presidente y da su aprobación a los funcionarios designados por éste. A todo lo cual deben añadirse com petencias que lo convierten en tribunal judicial, pues es encargado de juzgar los delitos políticos deferidos por la o tra cám ara. Otras diferencias en la composición de am bas cám aras derivan de la duración del m andato y de las condiciones de elegibilidad; aquél es de dos años para los representantes populares, otorgado tras unas elecciones que renuevan la cám ara en su totalidad y de seis para los senadores, cuya cám ara es renovada por tercios cada dos años. Estos, por lo demás, sólo podrán acceder al cargo una vez cum plidos los tre in ta años, m ientras que p ara los representantes basta la m ayoría de edad legal, establecida en 24 a ñ o s '’.
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senadores por Estado). Tal m odificación, que reequipara Estados y Unión, se llevó a cabo en un proceso que a una m ayor dem ocratización unía tam bién una m ayor centralización.17. Tal m edida estaba entre las establecidas por H am ilton para alzar el prestigio del Senado frente a la o tra cám ara y otorgarle una suerte de suprem acía juríd ica y m oral. Recordemos que su aspiración fue la de hacer de él una cám ara de control, donde la razón pudiera blandir sus almas contra el tum ulto, eficaz a la hora de resolver problem as gracias a la preparación de sus m iem bros, susceptible por ende de garantizar una mayor estabilidad y libertad y un punto de referencia en la relación con las demás naciones. Si se hace recuento de estos objetivos, y se les reconduce a cada una de sus esferas respectivas, se observará que se ha pasado por la del derecho, la
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Dejamos aquí nuestro resum en del análisis de Tocqueville del cuerpo legislativo am ericano; pero antes de dar por concluido el m ismo quisiéram os insistir de nuevo en algo ya constatado en la sección anterior, a saber: la inexistencia de la —pura— separación de poderes, que en el caso del Senado resu lta aún m ás espectacular —debido a su posición constitucional—, si bien no más estrepitosa que en el de la cour des sessions, pues si bien nos topam os aquí con una fracción del legislativo que penetra en las esferas ju dicial y adm inistrativa, allí teníam os a una fracción de la jud icatu ra claram ente investida de com petencias adm inistrativas y que hacía honor a las mismas. Con todo, no se tra ta aquí de señalar al ganador en la carrera por invadir cam pos ajenos; se tra ta sólo de constatar una vez m ás la caída del m ito, con independencia de quién contribuya más a derribarlo. O, por decirlo con otras palabras, de com probar cómo en la descentralización política am ericana no tiene reparo alguno no ya en renegar de a tribu ir a un poder la totalidad de las funciones estatales, sino tam poco en afirm ar que ninguna función ha de ser atribuida por entero a un mismo poder, y que ningún poder ha de ser investido con una sola función.
La institución del poder ejecutivo es una de las que m ejor contribuyen a realzar la novedad histórica de la Constitución americana y las diferencias dentro de ella entre la Unión y los Estados, pues da respuesta a la triple cuestión de si es posible crear un poder fuerte'® pero que tenga un amo, de si es posible crear y alinear otro poder fuerte junto a uno que ya lo es —dejando para la técnica la previsión contra el choque—, y la de si, creado, es posible evitar que lo sea más; es decir, de establecer un ejecutivo poderoso cuando ya lo es el legislativo y m antenerlo republicano, o sea, som etido a la voluntad popular y del todo ajeno a los caracteres hereditarios propios del m onarca.
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psicología y la m oral, la epistemología, la política y la de las relaciones internacionales (op. cit., n.°* 62-63).18. Fuerte se entiende aquí en el doble sentido de estar dotado de un alto grado de legitim idad y de estar en disposición de cum plir los fines que le han sido prescritos (pues dispone de los medios al respecto), y no en el sentido de que puede incumplirlos si decide hacerlo. Por lo demás, se debe a los autores de El Federalista, y a Constant en Francia, la asim ilación del gobierno fuerte al representativo.
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El Presidente, como en parte su hom ónim o estatal, el Gobernador, es en efecto un poder electivo. La Constitución concentra en su figura la to talidad de los poderes de ejecución de las leyes, pero le niega la m ás pequeña posibilidad de contribu ir a su form ación. No obstante, las líneas que trazan cada uno de estos poderes en sus respectivos cursos, paralelas casi siem pre, se tocan en más de un punto, según vamos a ver.
El proceso que desem boca en la elección del titu lar del ejecutivo parte, como no podía ser menos, de la soberanía popular, mas en el presente contexto ésta actúa de un modo distinto a como lo hizo cuando hubo de elegir al cuerpo legislativo. En lugar de p ro nunciarse directam ente, como en la elección de los m iem bros de la Cám ara de R epresentantes, y hacer recaer el nom bram iento sobre el candidato que haya obtenido la m ayoría, lo hace ind irectamente, como al elegir el Senado, pero delegando sus poderes electorales a un «colegio electoral» cuyo único objetivo sea el de elegir al presidente'®. Se trata, por tanto, de una elección en segundo grado, establecida con la intención de solventar las enorm es dificultades inherentes a un proceso semejante: la natural, consistente en lograr que un gran país deposite su confianza m ayoritariam ente en un hom bre a las prim eras de cambio, más la artificial que se añade cuando ese gran país es un país confederado.
En el m ejor de los casos, la solución adoptada hubiera podido dar una respuesta satisfactoria a tales problem as específicos, pero nunca a los vicios inm anentes a todo sistem a electivo. Las vicisitudes por las que ha de pasar el país durante cada elección presidencial, que Tocqueville llama sin ambages «crisis», recuerdan algunas de las destacadas por los teóricos del absolutism o —del histórico como del racional, pues al final la razón de Estado exigía la transm isión hereditaria de la soberanía^“— para cada periodo
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19. Estados Unidos, por su especial casuística, constituye precisam ente la única excepción adm itida po r Mili a la regla de una Tínica y directa elección —un modo de reducir intriga y corrupción— (.R.G., cap. IX). Lo que, en cambio, no adm itirá es la renovación gradual y parcial de la Asamblea (id., cap. XI).20. Spinoza consideró la regencia como una de las infinitas razones que deslegitim aban al régimen m onárquico (Tratado Político, M adrid, A. E., 1986, VI-5), pero la suya fue una voz que clam aba en el desierto contra una corriente am pliam ente ma- yoritaria en la que un Hobbes podía com partir asiento con un Filmer o un Richelieu.
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de regencia, con el agravante que la dem ocracia transfo rm aría en regla lo que en la au tocracia sólo era excepción. La m agistra tura presidencial, por ser tan alta en el conjunto del Estado y por re partir^* tantas prebendas, saca al descubierto el yacim iento de am biciones que anida en la sociedad, las que se valen de los m anejos de la intriga y de la corrupción y las otras «ambiciones secundarias» que esperan obtener su parte del botín. Por si fuera poco, los legisladores am ericanos, que para dar m ayor estabilidad y potencia al ejecutivo habían atribuido una duración de cuatro años a su cargo, frente a los dos que solía durar el de Gobernador, para darle aún m ás eficacia lo hicieron reelegible. De este modo, según el teórico francés, la caja de los truenos se abre definitivam ente en la sociedad, pues a los citados vicios naturales del sistem a electivo se añade ahora el «vicio natural» inherente al gobierno dem ocrático. Por un lado, la intriga y la corrupción, lejos de desaparecer, se m agnifican porque uno de los candidatos a la presidencia es ya presidente, y para in trigar y corrom per no sólo hace uso de sus medios privados, que siem pre serán pequeños, nos dice, sino de la fuerza del gobierno, m ucho m ás nociva y degradante de «la m oral política» que la anterior; por el otro, degradada ya la política, in teresándose únicam ente por lo que de personal hay en el in terés general, el titu lar del ejecutivo renuncia a uno de sus m ás sagrados deberes, vital para la conservación de la soberanía popular; el ser y ejercer como uno de los frenos puestos a la misma.
Obra m aestra del legislador am ericano fue el percibir la necesidad de organizar el poder político de tal m anera que su único sujeto, sin dejar de serlo nunca, no pudiera actuar siem pre de inm ediato^^, que la decisión de la mayoría no fuera la última palabra antes de que entrara en liza la acción de ejecutarla. El sistem a debía ar-
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21. Pero de m adera m ás m atizada que el m onarca; de hecho, al Presidente am ericano las leyes lo ponen en la tesitura de no poder ni corrom per ni ser corrom pido.22. Con ese espíritu propuso Ham ilton una segunda cám ara, de composición m ucho más elitista que la prim era, y que actuaría como freno frente a las posibles veleidades de la prim era (El Federalista, cit., n.° 62). Con todo, en tal modo no se hace sino devolver a un Isócrates o a un Aristóteles al prim er plano de la actualidad política, ya que tanto uno como otro preconizaban una dem ocracia en la que las magistraturas unipersonales recayesen en las personas m ás cualificadas de la ciudad, una medida que en el fondo y en la forma alejaba a un miem bro del demos de las mismas.
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bitrar una serie de contrapesos que evitaran la conversión del poder absoluto de aquélla en un poder arbitrario; el Presidente, con su poder de veto, se constituía en pieza clave del mismo, pero en la práctica, su deseo de reelección le hace seguir a quien debía dirigir, atizar lo que debía contener, echando así en saco roto el consejo de la razón, desde Aristóteles y Plutarco al menos, y las máximas de la experiencia, para ir a engrosar las listas del populism o demagógico.
Con todo, y Sunque los peligros del sistem a electivo son tanto naturales como artificiales —los derivados de adoptar la reelección—, los primeros eran en América mucho menos nocivos que en o tras partes donde el ejecutivo estuviera dotado con poderes más amplios. De hecho pudo adoptarse allí porque las condiciones para su introducción eran fruto del «acuerdo entre la fortuna y los esfuerzos del hombre»; a una geografía nueva, ahíta de recursos, llega a instalarse un pueblo antiguo que, en su bagaje, llevaba desde hace tiem po un trato frecuente con la libertad; el orden conseguía ahí dos garantías de supervivencia de un solo golpe^^, y si hace entra r en el recuento el anonim ato am ericano en el concierto de las naciones —el modo con el que la historia ayudó a la geografía a evitar una posible invasión del continente americano—, aquél adquiere un refuerzo tal vez definitivo. De ahí que las ideas, las costum bres y las circunstancias d ieran su voto favorable —uniéndose así a la geografía— a la instauración en América del sistem a más favorable a la libertad, el electivo; con sus peligros inherentes, cierto, pero con la convicción de que allí eran m enores y de que eran rem ediables —con el sistema expuesto—; de que lo único en no tener rem edio para la libertad era el despotism o; el rem edio con el que la transm isión hereditaria del poder quería preservarse de la libertad^**.
Las funciones presidenciales prosiguen el trayecto ya iniciado de la —im perfecta— división de poderes. El Presidente debe
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23. Entre otras cosas evitó el plantearse la cuestión social, esa cuestión que, según Arendt, acabó por dar a la Revolución Francesa, por m ano de Robespierre y de los jacobinos, la dirección de la felicidad del pueblo, a la que se llegaba por una ruta opuesta a la de la libertad (op. cit., cap. II).24. Con ese celo religioso por la libertad tan propio de la época, Paine había dicho: «hay un principio general que distingue la libertad de la esclavitud, a saber: todo gobierno hereditario sobre un pueblo es para él una especie de esclavitud, en tanto el gobierno representativo es libertady> (op. cit., p. 223).
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ejecutar las leyes, dijimos, en cuanto único «representante de la potencia ejecutiva». Pero el Presidente, cuando ha de nom brar funcionarios o designar a los m iem bros del Tribunal Suprem o, debe contar con la aprobación del Senado, que, como dijimos, tam bién debe aprobar los tratados con las potencias extranjeras estipulados por aquél. Es verdad que con esto no se le otorga a la segunda cám ara ninguna prerrogativa ejecutiva, pero sí se restringe en su propia esfera la libertad de su titular. Por otro lado el Presidente, que carece de toda facultad legislativa, m ediante el veto podría suspender tem poralm ente la entrada en vigor de una ley —y, con ello, poner en guardia a la m ayoría respecto de sus representantes^^
La m era enum eración an terior nos perm ite com probar que el ejecutivo hace acto de presencia en la esfera legislativa y partic ipa de la judicial; em pero, la am plitud e im portancia de sus funciones, derivada ésta del hecho de afectar a todos los ciudadanos de la Unión, no son suficientes para reforzar la «debilidad»^* en que la Constitución lo ha colocado en relación con la legislatura, de la que depende directa o indirectam ente en todo lo esencial, y con la mayoría, ante la que es siempre responsable. De ahí que, en una hipotética comparación con el rey de Francia, el Presidente de los Estados Unidos salga tan mal parado. Cierto que en esta tesitura Francia parte jugando con ventaja, pues su soberanía es única m ientras
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25. Hamilton no había advertido este valor democrático inherente al poder de veto; en su defensa del mismo se había encargado, al objeto de evitar todos los espantajos que sus ideas podrían atraer, a rem achar la diferencia —de principios— del veto presidencial en relación al m onárquico de la, llamémosle así (pero sin que se entere Paine), constitución inglesa, así como a recalcar que se tra ta ría de una extrapolación a la Unión de algo ya existente en M assachussets, Estado cuyo Gobernador es tom ado por modelo en este punto (op. cit., n.° 69).26. Los hechos posteriores no han sido en esta ocasión tan complacientes con Tocqueville como en otras. Al contrario, el Presidente es en la actualidad, y desde hace décadas, la institución política más im portante de su país. Ciertos cambios en las creencias elevaron su figura a encarnación del pueblo, una causa que está tras el efecto de la am pliación de com petencias a costa del Congreso. Por otro lado, la sustitu ción de la doctrina del neutralism o por la de un m ayor intervencionism o estatal en la política m undial en razón de la consagración de Estados Unidos como superpo- tencia, no ha hecho sino operar en la m ism a dirección. Como las depresiones económicas y las guerras tam bién han abonado la presencia del Presidente en los asuntos internos, sus competencias legislativas han ido igualmente en creciente aum ento en lo que respecta a la legislación delegada.
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la am ericana está fraccionada entre Estados y Unión; y es a p artir de esta situación desigual donde el Presidente em pezaría a perder la carrera por la potencia. Por ejemplo, el rey es parte del soberano, puesto que soberanía es «el derecho de hacer leyes» y el rey participa de la legislatura, por lo que contribuye en Francia a hacerlas: el Presidente, no. El rey dura siempre, y «la duración es uno de los primeros elementos de la fuerza»: el Presidente, cuatro años, u ocho si se le reelige. E frey goza de un poder om ním odo en la esfera ejecutiva, su persona es inviolable, etc.: el Presidente aparece vigilado de continuo en la suya, es responsable de sus actos ante su amo, etc. Cabría proseguir la relación entre am bos titu lares en lo relativo a su respectiva significación constitucional, pero sea cual fuere el aspecto a que nos atuviéram os, el resultado sería siem pre igual, a saber, que la analogía entre uno y otro es sencillam ente inviable; dos «puntos de partida» tan disímiles como el de una sociedad aristocrática fenecida a manos de una revolución, en un caso, y la condición igualitaria desde un principio que ha ido ensanchándose después, por otro, hacen de la m ism a un m ero ejercicio académico.
Pero es tam bién, añadam os, la personificación m ás cabal de la diferencia entre la dem ocracia am ericana y la francesa en su relación con la libertad; porque al final de todo ese arduo com bate entre tan desiguales gladiadores por la potencia, la derrota del Presidente de la Unión es al tiem po la victoria de la dem ocracia am ericana en la batalla por la libertad. La lim itación en el ejercicio del poder presidencial no es por tan to señal de debilidad en sí m ism a sino, al contrario , de fortaleza dem ocrática; si acaso la debilidad —en la práctica, el peligro antidem ocrático— proviene de no haber lim itado el poder de la mayoría, que al ser omnímodo desde un punto de vista legal, puede en su acción llegar, como se verá en el próximo capítulo, incluso a su autodestrucción. Pero, en principio, y frente a Francia, capitana de la centralización política y adm in istrativa —es decir, de la burocratización de la vida social y de la segura dependencia del sujeto respecto del Estado—, América ofrece el ejemplo de una república que ha sabido com binar la centra- IlsBCión gubernamental con la descentralización administrativa, esa OfdenHclón del poder que lo estructu ra en varias esferas perm i- ttindo que las centrales se orienten hacia los intereses com unes y l i l IoobUii hacia los intereses especiales. Todos salvan así su au
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tonom ía y la eficacia de sus medios para llegar al fin determ inado, al tiem po que el sujeto preserva su autonom ía y la sociedad sus diferencias y su especificidad.
Por dos veces hem os tenido ya ocasión de en tra r en el ám bito de la judicatura, una en el de la función judicial al hablar de la facultad del Senado de juzgar determ inados delitos políticos, y o tra en el del poder judicial mismo al señalar al agente que debe juzgar ciertas conductas ilícitas de funcionarios electivamente nombrados; ha sido poco, sin duda, pero suficiente para com probar la significación política d irecta que tiene dicho poder en la Constitución am ericana, adem ás de su o rd inaria significación jurídica.
A prim era vista, sin embargo, la impresión que prevalece es ésta, y no aquélla. Como sus homólogos no am ericanos, el juez am ericano, sólo puede pronunciarse si hay litigio; sólo resuelve casos particulares, y sólo si previam ente ha habido apelación. Y como aquéllos, el juez am ericano puede a tacar una ley durante el proceso, pero lo hace en función del proceso y a lo largo del mismo: es algo, pues, que está en sus atribuciones, cabría decir que incluso entra en sus deberes. Del mismo modo, puede quebrar la vigencia de un principio general, mas será solo a consecuencia de haber zanjado un caso particular que ha dem ostrado su inaplicabilidad, pero tam bién ahí habrá actuado de acuerdo con sus obligaciones. Puede, en fin, reparar una injusticia, castigar a un crim inal, etc., pero no lo hace por iniciativa propia, sino sólo si antes hubo apelación. Nada más usual, pues, com enta Tocqueville, quien acto seguido se pregunta: ¿de dónde proviene entonces su «inmensa significación política»? Y responde así; «los am ericanos han reconocido a los jueces el derecho de fu n d am en ta r sus sen tencias en la p ro p ia constitución m ejor que en las leyes. En otras palabras: les han permitido no aplicar las leyes que juzguen inconstitucionales»^^ (I-I, 6).
Con la asignación a los jueces de tal facultad el legislador ha pretendido favorecer tanto el orden como la libertad. El orden sale
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27. Hamilton consideraba dicho aspecto como un momento —usam os ese hegelianismo, pero sin que sirva de precedente— constitutivo de la libertad americana, en el que a una constitución rígida —aquélla que delim ita claram ente el poder jurisd iccional del poder suprem o— sigue el derecho de los tribunales ordinarios a declarar nulos todos los actos del legislativo contrarios a la Constitución (op. cit., n.° 78).
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ganando porque la Constitución es la ley de leyes, y el juez que renuncia a basar su sentencia en cualquiera de las que, constituyendo su desarrollo legislativo, serían aplicables al caso las declara eo ipso inconstitucionales, in iciando así un proceso a tales leyes desde el proceso en que se dirim e un interés particular, y que podría llegar a desem bocar hasta en la reform a de la propia Constitución, au n que más fácilmente se quedará en la derogación de dichas leyes. La filosofía subyacelite a aquélla perm ite el ejercicio de una m edida sem ejante, pues a pesar de ser la p rim era ley y la fuente de todos los poderes legales, como en Francia, es reform able, al contrario que en Francia, pues no es el prim er poder social; sería sólo, por utilizar la terminología de Sieyés, el prim er poder constituido, pero no el poder constituyente, que reside en el pueblo, que fija —en ella m ism a— las formas y los casos de su reform a. Por lo tan to, cuando los jueces americanos se rem ontan hasta la fuente en sus dictados no usurpan el poder de la nación, como sí harían los franceses si obraran del mismo modo, pues pasarían por encima de las decisiones tom adas por el poder que m ás la representa, y al tiem po que se desvinculan de los preceptos legales ordinarios se estarían arrogando el poder constituyente, en cuanto in térpretes tínicos de la Constitución.
También la libertad saldría ganando, porque el uso de la facultad citada no les concede ningún poder político sobre la misma; en prim er lugar, porque las leyes puestas en solfa lo son exclusivamente a través de «medios judiciales», y no a través de la censura directa de la obra del legislador. En segundo lugar, porque la ley criticada sólo pierde de inm ediato parte de su fuerza moral, pero no su validez legal. Por último, debido a la existencia en la base de la crítica de un hecho positivo, que perm ite entablar el proceso en cuyo curso se procederá a la censura indicada: el proceso a la ley se habrá vinculado entonces al proceso a una persona, será a partir de la defensa del interés de ésta cuando se proceda a cuestionar la validez de aquélla. No habrá, en suma, una condena del sistema legal en su conjunto, sino sim plem ente de alguna de sus partes constitutivas.
La casuística del poder judicial americano, ya dificultosa en sí misma por m or de su significación política, se complica ulteriormente a causa de la estructura federal de la Unión, que obliga a la creación de nuevos tribunales y a establecer criterios para la determ inación
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de competencias, de grados y casos de jurisdicción, de modos de procedimiento y de reglas que fíjen la jerarquía entre ellos. Tales tr ibunales nuevos son, lógicamente', los tribunales federales: ¿qué lleva a su creación? Desde un punto de vista técnico y norm ativo los tribunales se insertan en el orden constitucional a través de la cuestión de la obediencia a las leyes, a la cual inducen al aportar a las mismas el grado de legitim ación m oral ausente en la m era constricción m aterial, el otro modo usado por un gobierno para proceder a su cumplimiento, y al que en num erosas ocasiones la m oralidad quita precisam ente su carácter forzado (I-I, 8). Por su propia naturaleza, un gobierno federal debe promover la obediencia de sus leyes al am paro de los tribunales más que ningún otro, porque aunque legisla para un solo pueblo lo hace sólo parcialmente, en las cosas que menos directam ente afectan a las vidas de sus m iem bros y en medio de obstáculos perennes, los Estados, a los que, además, aquéllos están más ligados por más y más estrechos lazos, desde los afectos a los intereses.
Es en un contexto sem ejante donde se plantea la pregunta por la naturaleza de los tribunales que necesita. ¿Los ya en funcionamiento en los Estados miembros? ¿Y cómo podrían desem peñar sus tareas? Estados hay varios, y tribunales los hay en cada Estado: ¿qué garantía aportaría a la seguridad legal y a la libertad política de cada sujeto la existencia de varios puntos de vista en la in terpretación de las leyes? No sólo; cada Estado está en tensión perm anente con la Unión contestándole com petencias; es así una especie de estado extranjero en relación a ella: ¿qué garantía de im parcialidad habría en la decisión de tales tribunales cuando los in tereses en disputa afectaran a su territorio , en la palabra de unos hombres que son a la vez juez y parte? Los peligros eran demasiado evidentes como para rehuir la solución fínalmente adoptada: la creación de un «poder judicial federal para aplicar las leyes de la Unión y decidir ciertas cuestiones de interés general cuidadosam ente definidas de antem ano». Se estableció una Tribunal Suprem o que concentró dicho poder, a la que para una m ejor racionalización del trabajo se le sum aron diversos tribunales de inferior rango «encargados de juzgar soberanamente las cosas menos importantes o de fallar en prim era instancia sobre las de m ayor gravedad». El nom bram iento del Tribunal Supremo corrió a cargo del Presidente, una
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vez oída la opinión del Senado; y se les hizo inamovibles para hacerlos independientes^*.
Tras hacer patente la necesidad del surgimiento de un poder ju dicial federal sólo muy brevem ente desarrollarem os la problem ática restante. Comencemos por señalar una cuestión que se presenta de inm ediato cuando hay dos soberanías con sus correspondientes tribunales: ¿quién es com petente para resolver los conflictos que inevitablem ente se p resentarán? La solución no será tan com pleja com o su causa; la m era existencia de un gobierno federal, tr ibunal incluido, supone el reconocim iento inm ediato de su supremacía institucional; así, si no hay tribunal por encima del Supremo, los conflictos que surjan entre él y los estatales respectivos sólo él podrá resolverlos. Sólo de este m odo era posible hacer triu n far el interés general de la Unión frente al particular de los Estados, y el surgim iento de un cuerpo uniform e de jurisprudencia frente a la variedad disolutoria inherente a una m ultiplicidad de in terpre taciones. Es el segundo, y decisivo, golpe infringido a la soberanía de aquéllos: a la de las leyes de la Unión, que es fija y conocida, se sum a la de la in terpretación de las leyes de la Unión, que es a rb itraria y desconocida. Es decir, es la consagración de ésta como instancia suprem a de la Federación.
Los conflictos de competencias, decimos, serán inevitables: pero lo serán m enos si aquéllas estás bien especificadas. «La persona y la m ateria» serán la base sobre la cual se constru irá la com petencia federal: ciertas personas —los embajadores, por ejemplo— sólo podrán ser juzgados en tribunales federales, y ciertos litigios —los derivados de las leyes generales, por ejemplo— sólo serán resueltos ante ellos. Así, dos focos conflictivos quedarían en principio apagados. Por lo dem ás, el modo de ejercer tales derechos contribuye a apagar alguno más, ya que en este punto la obra m aestra que es
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28. La civilización paga a veces a un precio (femasiado alto, a un precio im pagable —esto es, con vidas hum anas— esa independencia, como se ha com probado en el caso de la reciente condena a m uerte de dos ciudadanos alem anes, cuyas sentencias —en las que un tribunal estatal les conm utaba la pena de m uerte— fueron después casadas por el Supremo. Sigue llevando, pues, razón Tocqueville al afirm ar que m uchos cargos públicos estadounidenses tienen los m ismos instintos que los ciudadanos de a pie.
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la Constitución am ericana, y que m uestra su singularidad h istórica en la naturaleza de su poder judicial, alcanza aquí su punto álgido. La razón es que la Tribunal Suprem o se las tiene que ver únicam ente con individuos, y no con E stados com o tales, pues incluso cuando falla generalm ente contra uno de éstos lo hace por medio de un fallo particular contra aquéllos. Es decir, la justicia se im parte en América como si se tra tara de un Estado unitario en lugar de uno federal, justam ente porque en la C onstitución se había establecido que para el ám bito jurisdiccional de la Unión la to ta lidad del pueblo am ericano del conjunto de los Estados form aba una sola nación. La consecuencia ú ltim a es que cuando la Corte hace justicia en contra del justiciable su poder m oral y su fuerza material permanecen en gran medida intactos sea quien fuere aquél (habría una consecuencia más, ésta sí final, que se obtiene al abarcar en una sola m irada cuanto llevamos dicho hasta aquí acerca del Tribunal Supremo, a saber: que no sólo goza de una supremacía institucional innegable en el conjunto de los tribunales de la Federación gracias a la naturaleza de sus derechos, sino que algunas de sus competencias —directam ente políticas en otras latitudes— provocan un tan alto grado de judicialización de la política que casi la convierten en una tercera cám ara: suprem acía ju ríd ica y significación política son los m ateriales con los cuales nu tre la potencia de su ex traordinaria originalidad histórica)^’.
En la h istoria de la libertad política, la división de poderes, el b isturí con el que el liberalism o lockiano em pezó a seccionar el cuerpo unitario del leviatán hobbesiano, fue técnica e h istóricam ente una de las bazas más sólidas que el espíritu europeo había puesto en juego contra la concentración absolutista del poder; pero hasta ahora había sido aplicada únicam ente en Estados centrales, de soberanía unitaria, incapaces por naturaleza de explotar todo el potencial descentralizador que aquélla llevaba consigo. Fueron los norteam ericanos, al añadir la división de la soberanía a la división de poderes, los que merced a la organización federal de su república
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29. Véase para lo concerniente al poder judicial El Federalista, n.° 78-83 (todos los artículos fueron redactados por Hamilton). [En realidad, no podem os menos que repetir el consejo dado por Tocqueville, y rem itir al lector a dicha obra para el conjunto de problem as tratados en el presente capítulo].
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com pletaron la descentralización política al añadirle la dim ensión territorial.
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3. La descentralización territorial: e l Federalism oTal vez no esté de más, antes de en trar a exponer la visión tocquevilliana del federalism o en América, recordar que, si bien en el pulso histórico m antenido entre partidarios y detractores de aquél la Constitución dio la victoria a los primeros, ésta no fue fácil, como tam poco la historia, añadamos, le haría la vida fácil después de haber vencido. No había nada de natural o providencial en él, sino un plan extraordinariam ente m editado y audaz que consiguió hacerle sobrevivir al sinfín de obstáculos que de continuo fueron saltándole al cam ino. De hecho, en el texto que m ejor argum entó en su favor —y que fue, en este sentido, sólo uno entre muchos, aunque fuera tam bién, en este y otros problemas, una de las más grandes obras en la h istoria del pensam iento político—, El Federalista, tan to Jay como H am ilton presentaron la Unión como un fruto de la necesidad.
El primero insistió en los peligros que correrían los diversos Estados en su conjunto en un ám bito internacional dom inado por la violencia y en el que la fuerza estaba en manos de otras potencias^“; la seguridad de todos estaba en su unificación, y Jay llevó a tal extrem o su creencia que sólo la concebía como pura y simple Unión, ni siquiera como federación (o «confederación», como él tam bién dice equivocando la palabra con la que invoca la cosa); argum entos tom ados de la escatología —la Providencia parece haber hecho un territorio para un Pueblo— y de la historia —que hasta ese m om ento, dice, había vinculado en la conciencia de la gente la prosperidad de América a su Unión— serían los caminos por los que sus ideas habrían de penetrar en la conciencia del público.
El segundo puso el acento en los'seguros conflictos que se desatarían entre los propios Estados de no unirse, pues la na tu ra leza hum ana no perdona, ni siquiera en América, y la am bición, la
30. Cf. Jay, cit., n.° 2 y n.° 64.
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venganza y la rapacidad, que tienen en ella su m orada, enviarían a sus ejércitos a luchar contra la paz in terna hasta derrotarla. De esta suerte, por ejemplo, no extrañaría ver un día cómo el Estado de Rhode Island se había convertido en una estrella más en la bandera del Estado de New York. También H am ilton —m oneda epistemológica ésa de curso legal a lo largo de toda la obra— acudiría a la experiencia histórica para probar lo dicho con lo hecho, pues ésta ha m ostrado que la guerra no es sólo obra de m onarquías y tiranos, sino tam bién de repúblicas^': de repúblicas que combaten incluso por intereses comerciales^^. La federación poseía además otras ventajas, pero de ellas darem os cuenta al exponer a Tocqueville^^
Del federalism o ya hem os hablado, y am pliam ente, en la sección anterior. Al tra ta r de la división de poderes elegimos precisam ente la de la Unión más que la de las estatales, y al tra ta r de la naturaleza y atribuciones del Tribunal Supremo tam bién expusimos su condición de árbitro en las controversias entre los Estados y la Unión (algunas de las cuales le incum bían en persona). Nos toca ahora hacer un recuento com parativo de las ventajas de la Unión sobre los Estados, sobre otras federaciones históricas y de las in herentes al federalism o en sí (una m anera más abstracta, en realidad, para volver a nom brar a la Unión).
Cuando ésta se instituyó, los Estados m iem bros eran en su totalidad repúblicas^''; uno de los problem as más espinosos, sin
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31. Ham ilton consideraba la experiencia como «el oráculo de la verdad» (n.° 20), como la «única vía a seguir» (n.° 52); no obstante, la fianción de la experiencia como origen y como validación del conocimiento, disem inada por toda su obra, a veces no puede impedir que el racionalismo lleve las de ganar sobre el empirismo (cf. el n.“ 70).32. Un argumento que, de paso, combate el contrario de A. Smith, quien veía la paz entre las naciones un paso más cerca cada vez que el comercio m undial daba un paso más (sobre esa «función» del comercio en A. Sm ith, cf. P. Rosanvallon, Le Libéralisme économique, 1989, 1-3). Cf. tam bién Botana, op. cit., pp. 53 s.33. Acerca de la valoración tocquevilliana del federalismo norteamericano, cf. Sch- leiffer, op. cit., pp. 87-120,34. Es decir, que cumplían la prim era condición —«el prim er artículo definitivo»— exigida por Kant para conseguir la paz internacional (La paz perpetua, M adrid, Es- pasa-Calpe, 1972, p, 102), aunque las reptXblicas am ericanas son m ucho más dem ocráticas que las que a K ant le predicaba su pu ra razón (para una profundización en las ideas kantianas puede consultarse nuestro trabajo La concepción kantiana de las relaciones internacionales, REP, M adrid, n,° 64, pp. 163-189).
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precedentes de esa naturaleza en la historia —ni en la teórica ni en la práctica— del proceso unificador, lo constituyó el mantenimiento de la libertad particu lar al tiem po que se instauraba la com ún, o por decirlo con otras palabras, la elección de una República de Repúblicas. El expediente adoptado consistió en p artir en dos la soberan ía que servía de arquitrabe a la Federación, y destinar las de los Estados a sus intereses y la de la Unión a los de todos, así como a la resolución de los problem as connaturales a su dùplice inform ación genética. Una lógica —coherente y detallada, aunque siempre insuficiente— especificación de los derechos de la Unión^®, más la disposición complem entaria, que la Enm ienda X ratificaría, de que todo poder no delegado seguiría estando en poder de los Estados, sería la form a dada por la técnica constitucional al expediente aludido. Hecha la obra, los objetivos divergen, pero los m edios convergen: sobre ellos extiende Tocqueville la com paración y pronuncia su juicio^*.
Al politòlogo francés no cabe duda alguna acerca de la superioridad de la Unión respecto de los Estados; mejores individuos y m ás perfectas instituciones avalarían su creencia. Aquéllos sobre todo; individuos esclarecidos por sus luces y por su patriotism o supieron, prim ero, luchar contra la dependencia de la antigua m etrópoli enarbolando la bandera de la libertad; luego, obtenida ésta, quisieron prevenir contra el ejercicio irresponsable de la misma: se debatieron así por unas instituciones cuya más perfecta ordenación —que las estatales— conjurara los peligros invisibles hasta entonces, traídos por la enem iga m ortal del absolutism o. Por eso liberaron a sus representantes de esa condición de sujeción extrema para su inteligencia y su voluntad^^, tan símil a la producida por el m andato im perativo, existente en la m ayoría de los Estados, en la cual el pueblo no sólo era el origen de cualquier poder, «sino
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35. H acer la guerra y la paz, la creación y m antenim iento de los servicios postales, la intervención, por vía judicial, en asuntos estatales internos y la recaudación de im puestos pasaron así bajo la exclusiva com petencia de la Unión (I-I, 8).36. Cf. al respecto D. W inthrop, Tocqueville on Federalism, Publius, 6 (3), 1976, pp. 93-115.37. Es la m ism a condición defendida por Burke en su celebérrim o Discurso a los electores de Bristol (en Textos políticos, cit., pp. 312-314).
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tam bién el gobierno»; al respecto, el año fijado para el m andato de los m iem bros de la Cám ara de R epresentantes, y los dos para el de los del Senado, los elevaron respectivam ente a dos y seis. Por eso, igualmente, introdujeron am plias m odificaciones en el carácter de la segunda cám ara, para que no fuera simplemente el eco de la primera, el lugar donde las pasiones y las opiniones se repetían por segunda vez, y sin dejar de preservar la identidad de intereses de am bas, sí suponía al menos un cierto freno a la m archa del poder en las democracias, tendente por inercia a concentrarse en la mayoría^®.
La idea de equilibrio y contrapeso entre los poderes se ram ificaba, por un lado, con la nueva concepción del poder ejecutivo, que en la Unión sí gozaba de la autonom ía que le faltaba en los E stados, subrayada por esos cuatro años continuados de su m andato, que le capacita para un ejercicio libre y responsable de sus com petencias, entre las cuales una, la del veto, respondía en parte a la vigilancia que le im pone la m ayoría; y por el otro, con el establecim iento de una com pleta independencia para el m enos independiente, respecto del legislativo, de los poderes estatales: el poder ju dicial. Equilibrio de poderes fuertes y autónom os, y una filosofía del poder que, rem ontando su fuente hasta el pueblo^®, separa su ejercicio de él, están por tanto en la base de la superioridad técnica de la división de poderes de la ordenación federal respecto de la de los Estados.
En esa m isma estructura de la Unión descansa su superioridad cuando se la relaciona con cualquier o tra federación existente en la historia. El veredicto de Tocqueville coincide plenam ente en eso
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38. Al hacer suya esta idea de Hamilton, la doctrina de Tocqueville adquiere el sesgo conservador de que adolecía la de su predecesor39. La idea de una autonom ía necesaria del poder político frente a su titu lar legítimo, el pueblo, presente ya en Aristóteles, Tocqueville la considera como un hecho adquirido en las monarquías, pero no en las repúblicas de cuño antiguo; «En las monarquías el gobierno posee una fuerza que le es propia; se sirve del pueblo y no depende de él; cuanto más grande es el pueblo, tanto más fuerte llega a ser el p ríncipe...» (I-I, 8). Hablamos, se entiende, del hecho de una autonom ía necesaria: no de que el uso que el príncipe haga del instrum ento sea dem ocrático. Por lo demás, dicha autonom ía ha sido actualmente enum erada entre las condiciones requeridas para la consolidación de una dem ocracia (cf. Linz y Stepan, Hacia la consolidación democrática, en La Política, cit., p. 32).
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con los em itidos anteriorm ente por Hamilton, Jay y Madison. Ninguna o tra confederación ha podido tanto, con la paradoja de que la m ayoría ha querido lo m ismo y del mismo modo: la atribución del derecho a hacer la guerra y la paz al poder central sería un ejem plo. La am ericana, en cambio, ha sido la única —salió escaldada de su prim era experiencia, del todo im potente, y aprendió bien la lección, construyendo una «teoría nueva»— en querer de verdad los fines al otorgarle lös medios: la única en crear un poder central pertrechado con la capacidad de hacer cumplir sus resoluciones, es decir, la única que se negó a reconocer en sus m iem bros cuerpos soberanos. Aquél hacía sus leyes y él m ism o las im ponía: y las im ponía, adem ás, sobre ciudadanos individuales en lugar de im ponerlas a ciudadanos colectivos, los Estados, pues en el ámbito de su soberanía, recuérdese, la Unión era el único Estado de un m ismo pueblo. De este modo, al ejercer sus derechos no sólo tiene enemigos m enos fuertes enft-ente, pues ha de vérselas sólo con p articulares, sino que los m ás poderosos tienen tam bién m enos posibilidad de ejercer su fuerza por detrás, porque los Estados que aspirasen a sustraerse a sus obligaciones para con ella estarían hablando de sí mismos como subvertidores del orden establecido. Así, la superioridad sobre las dem ás confederaciones históricas resulta tan fácil de entender como la superioridad in terna del gobierno central sobre los gobiernos periféricos'“’.
El federalism o, incluso cuando existía la cosa pero no el nom bre, se ha presentado siem pre como el m edio más eficaz de in tegración de unidades diferentes, de sintetizar unidad y diversidad, de cooperación y coordinación de los poderes de amplios espacios territoriales, etc., objetivos que hoy se quedan cortos si atendem os a la declaración de principios de algunos de sus más encendidos defensores, que basados en un hecho cuya certeza adm ite pocas excepciones —la inexistencia «de m ayorías o m inorías simples, dado que todas las m ayorías están com puestas en realidad de una pluralidad de grupos»— aspiran a convertirlo en la piedra política
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40. Como tam bién se comprende que uno de los más significados estudiosos del federalism o del pasado siglo haya podido afirm ar que «sería considerada como irreal» cualquier definición Estado Federal que excluyera a los Estados Unidos (cf. Wheare, Federal Government, Oxford, 1946, p. 1).
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filosofal de la hum anidad, ungüento de todas las dolencias debidas a la opresión, a la existencia de m inorías culturales, al pluralism o ideológico, etc., y futuro de una hum anidad que sin él difícilm ente lo tendría'". Mas hasta el siglo xviii nunca se presentó tam bién como un aliado im prescindible de la libertad; un im perio podía rep artir cierto poder entre sus unidades constitutivas, conceder más autonom ía a la expresión de las identidades culturales de las m ismas, reconocerlas incluso en las leyes y hacer así gala de un alto grado de racionalización política: pero un im perio term ina donde empieza, en un em perador, que es el vértice de la pirám ide im perial, y la libertad siem pre se ha sabido que es algo caprichosa, que no le gustan ciertos edificios y repudia las grandes extensiones. Fue M ontesquieu el prim ero, y Rousseau poco después'*^, en aventurar un hallazgo nuevo: un Estado federal, que él pensó m onárquico por lo extenso, podría conseguir aliar las ventajas de uno pequeño con las de otro grande. Tocqueville tam bién aquí concedió ser discípulo suyo, pero, como siempre, ejerciendo de m aestro. De m aestro, sin embargo, no exento de ambigüedades''^. Por abreviar, las repúblicas han sido el olim po histórico de la libertad , y con ella se encuentra una dote de comodidades, de población, de tranquilidad y, por supuesto, m oralidad m ás am plia que la aportada por las grandes
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41. Elazar, Exploring Federalism, The Univ. of Alabama Press, 1987, cap. 1. Aspiración que, naturalm ente, se salda con la conversión del medio en fin (en una operación bastante análoga a la que llevará a cabo M erquior con su concepto de liberalism o, en el que reabsorberá toda conquista dem ocrática), con la p ráctica equiparación entre federalismo y constitucionalismo (y que cuando esta equiparación no se produce es porque aspirando a dar una extensión universal al prim ero —pese a lo cual no duda en hacer depender su éxito o su fracaso de condiciones culturales, políticas o económ icas—, lo convierte en el constitucionalism o de los países no democráticos).42. La crítica hace por lo general justicia al Barón pero no al citoyen de Généve, porque de éste, por lo general, sólo ha leído, y mal. El contrato sodai, pero tanto allí como, sobre todo, en las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, opta por la solución federal (aunque se trate de un federalism o que ninguna federación m oderna hubiera querido por entero para sí, tanto en lo que hace a la organización in terna de las repúblicas como a la de la Federación); pero, al menos, aquí es ya tesis la hipótesis del contrato, lo que en Rousseau significaba que tam bién un gran Estado podía acceder a la libertad.43. Por ejemplo, cuando reflexiona sobre las repúblicas antiguas y aplica sus resultados a las m odernas de Estados Unidos.
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naciones. Sacan su fuerza de la in tensidad que produce el objeto al que adoran, la citada libertad, sino tam bién del núm ero de adoradores, que dan cuerpo al interés com ún que los vincula. Pero tam bién es cierto que su extensión es su límite, pues cuando aquélla aum enta los vicios inherentes a tales Estados se acrecientan con ella sin que lo hagan sus virtudes; es entonces cuando se ensancha el horizonte de la am bición particular porque es nuevo y m ayor el objeto am bicionada, etc., y se aviva la am enaza a esa isla de tran quilidad en la que an teriorm ente por inercia se movía. Las m onarquías, p o r c o n tra , h an sido m ás p ro p en sas al p rog reso intelectual general, e incluso al m oral en ciertos individuos p a rticulares, dom inados por el deseo de gloria, después traducido en grandes gestas; reúnen m ás idóneas condiciones para la creación y difusión del pensam iento, m ás recursos p ara los progresos m ateriales y m ayor b ienestar p ara una parte de la población en una situación de guerra; y, sobre todo, son capaces de acum ular un tesoro que es tan básico para alcanzar prosperidad como p ara garan tizar su supervivencia: la fuerza. Es justam ente ése el in stru m ento que falta en el utillaje de las repúblicas, y es justam ente por eso por lo que con tan ta frecuencia un soplo de viento las arrastra sin conm iseración hacia su decadencia, obligando a su libertad, en el m ejor de los casos, a hu ir hacia el recuerdo'*'' o hacia la im potencia, y en el peor a servir com o esclava.
El federalism o es un in ten to de cruce de las ventajas de uno y otro Estados, el pequeño y el grande, y en América es un cruce lo- grado'*^. Las leyes comunes son pocas, y regulan intereses comunes;
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44. Ese parece haber sido el sino de un sinfín de repúblicas. No obstante, según algunos pensadores, en el recuerdo vive agazapada esperando que el tiem po rasgue el velo que la cubre para resurgir con pujanza antigua (cf. Maquiavelo, El Príncipe, M adrid, A. E., 1985, caps. V y VI, y Guicciardini, Recuerdos, M adrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988, pag. 29. Aunque quizá haya que rem ontar esta idea hasta H erodoto para encontrar su origen, cuando se refiere a los milesios diciendo que no podían aceptar a «ningún... señor», pues yaTiabían «gustado lo dulce y sabroso de la libertad» [Los nueve libros de la Historia, M adrid, 1989, VI-5]).45. Para Mili, lo ideal sería la m ultiplicación de los gobiernos federales, pues sería «el mundo» el que saldría ganando con ello, ya que tendría en el ám bito de las relaciones internacionales un efecto sim ilar al de las asociaciones en el ám bito in terno: el fortalecimiento de los débiles, lo que en el prim er caso significa la disminución de tensiones internacionales, pues la reducción del núm ero de Estados pequeños es
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las leyes locales, m uchas y regulan intereses locales; las segundas se pueden acom odar a las circunstancias estatales sin ninguna dificultad, em plazan en el b ienestar de los residentes su razón de ser misma, y bloquean con su m era existencia la tendencia uniform a- dora connatural a las prim eras. La ambición, que en las repúblicas pequeñas m iraba el poder, en la gran república apunta al bienestar; la libertad, acunada en el regazo m unicipal, al que llenó de sentim iento, crece, henchida de patriotism o, por todo el cuerpo de la Unión, por donde tam bién circulan librem ente m ercancías e ideas, y una paz intensa que deriva tanto de sus costum bres, como de sus leyes y circunstancias. Concluye Tocqueville: «La Unión es libre y feliz como una nación pequeña, gloriosa y fuerte com o una grande» (ib.). Para sintetizar: la república es el fin; el federalism o, un medio.
Con todo, el federalism o no es n inguna poción m ágica, entre o tras cosas porque p ara un estudioso com o Tocqueville, h ab ituado a ver siem pre las dos caras de la luna, no las hay; y ni tan siquiera un medio que pueda m antener sus prom esas con sólo h acerlas. En la cruz de la m oneda federal cam pan por sus respetos sus defectos; algunos, cierto, son m era cuestión técnica, o sea, fácilmente resolubles. Pero otros son vicios propios de su alma, y por tan to im posibles de extirpan No son letales p ara ella, puesto que hay federaciones, y una, la am ericana, que hasta goza de buena salud. Pero esa existencia sí requiere un com prom iso arduo a quienes la gozan. El prim ero de los «vicios» indicados consiste «en la complicación de los medios» que el federalismo pone en juego; son dos soberanías actuando al alimón, y ponerlas de acuerdo es siem pre m ás difícil que hacerlo con una. La buena legislación que las acuerde nunca será tan perfecta que pueda evitar roces, es decir, choques. Por otro lado, de las dos, la general, encarnada en la Unión, es m enos sensible y más genérica p a ra el ciudadano, más d istante por ende p ara el m undo de sus intereses, y tam bién del de sus sim patías o de sus prejuicios. No podía ser m enos, pues
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la reducción de los intenciones de agresión de los grandes (R. G., p. 398). Mayor coincidencia se advierte aún entre Tocqueville y Constant, el cual ve asim ism o en el Federalism o una garantía contra el despotism o (el de la uniform idad) que se esconde siem pre en ellos (Principes, cit., cap. XV, pp. 382 s).
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estam os ante un gobierno que «reposa casi por entero en ficciones legales»; ante una «nación ideal», la Unión, que tiene su territorio, «por así decir», en los espíritus, y que sólo la inteligencia logra descubrir; ante un sistem a, en fin, en el que «todo es convencional y artificial»'*^ (ib.). Se diría que casi resulta inconcebible que una entidad sem ejante haya podido nacer, incluso en la idea, pero ha nacido: ¿qué, y quién la mantiene? La complejidad y prolijidad de los mecanismos de go tiem o no es precisamente el mejor seguro al respecto, pues la naturaleza hum ana se aferra con mayor ahínco y hasta fidelidad a lo simple. El régim en federal, en cambio, exige un «uso diario de las luces de la razón» a sus usuarios: el pueblo am ericano, em peño sin em bargo que éste lleva a cabo sin el m enor esfuerzo, y de ahí su éxito en obra tan compleja. El qué y el quién, pues, se han fundido en un m ism o sujeto: el pueblo am ericano.
¿Es, no obstante, la respuesta tan sencilla como la expone Tocqueville? Este celebra «el buen sentido» y «la inteligencia p ráctica» —las luces de antes— esgrim idos de continuo, y tan eficazmente, por tal pueblo contra la com plicación antedicha, y a ello se debe su afirm ación siguiente; el gobierno federal «sólo podría convenir al pueblo habituado desde hace tiem po a dirigir por sí m ismo sus asuntos». Si preguntam os por cuál es ese pueblo se nos repetirá lo ya dicho, pero si preguntam os cuál es el régim en que consiente autogobernarse al pueblo —americano— se concluirá que el republicano. Pero qué nos dice sem ejante conclusión: que la república, el régim en en el que el autogobierno del pueblo requiere y estim ula la inteligencia necesaria para el autogobierno del pueblo, es la condición de la república: que el Estado republicano es condición previa del Estado federal republicano. Una tautología, tal vez herm osa, pero quizá algo desilusionante para el pueblo que no siendo aún republicano aspira a llegar a serlo. Ese pueblo, si extenso, tam poco tendría problem as para darse una constitución
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46. Chirría esta argum entación al p retender encajarla con una anterior que m ostraba la generalización del am or a la patria desde el m unicipio hasta la Unión, y por las m ism as razones: la convicción de los ciudadanos de partic ipar en el gobierno de éste. Lo cual, po r cierto, era así, pues la federación existía, y la técnica federal hab ía convertido a la abstracción —Unión— en experiencia, al arte —Unión— en naturaleza: en otro Estado más.
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federal republicana uniendo sus diversas partes republicanas: el problem a es cómo llegaría a dar form a republicana a tales partes.
El segundo vicio consiste «en la debilidad relativa del gobierno de la Unión». No es sólo un vicio más, pero con el que tam bién se puede convivir, sino que es un vicio peor: será por eso que para tal convivencia la acción hum ana requiera de algún poderoso aliado proveniente de más allá de su círculo sobre el que no está en su poder influir. En definitiva, depende del azar. En su explicación Tocqueville intenta probar cómo en los —ineludibles— conflictos de intereses entre la Unión y sus m iem bros, uno de gran m agnitud acabaría provocando la desafección al todo de la parte lesionada, y cómo ello restaría legitim idad adem ás de fuerza a aquél. En la hipotética lucha el Estado lleva en principio la parte del león, pues los recuerdos, los hábitos, los prejuicios y las p asiones, que form an un haz en el sujeto con sus intereses y con el am or a la patria, el lado más vital de la vida del sujeto, le tienen como defensor ord inario“’. Frente a él la Unión es una patria más indefinida, que suscita un más vaporoso sentimiento. Sólo un cuerpo de legislación clara y ordenadam ente establecido, que sepa delim itar las com petencias y propenda a la paz, estaría inicialm ente en grado de evitar la bancarrota de la federación.
Pero el hom bre no es sólo intereses: las ideas y los sentim ientos tam bién son parte consustancial suya. ¿Cuántas diferencias caben dentro del molde federal antes de estallar? No tantas, pues requiere de «hom*ogeneidad» en el grado de civilización y en las necesidades de sus «pueblos integrantes»: cosa ésta en gran medida obra de la historia, y aquí por tanto su m antenim iento es más cuestión de suerte que de voluntad. Pero la federación no sólo vive de hom bres, sino tam bién de circunstancias, y aquí sí que la geografía, en combinación otra vez con la historia, que al m antener al país aislado de los demás lo ha aislado tam bién de sus guerras, es la que definitivamente introduce el azar como elemento estructural del federalism o, o mejor, del federalism o am ericano, pues ya sólo se
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47. Una explicación sim ilar está en la base del razonam iento de Humboldt, quien luego de haber apostado por la unidad y la jerarquía administrativas, completa su tríptico de peticiones abogando por la descentralización territorial (en Ideas..., cit., pp. 237-238).
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tra ta de él. Por lo demás, y como en el caso anterior, tam poco aquí la respuesta es tan sencillam ente compleja. M ostrém oslo con un ejemplo. Cuando Tocqueville proclam a la hom ogeneidad cultural entre los requisitos del federalism o está convirtiendo al conjunto de las naciones integrantes en una sola nación, pues está elencando lo que son los elem entos típicos más tarde registrados por las teorías nacionalistas en su búsqueda de la especificidad de la nación. Y aunque su penáhm iento no pueda dar pábulo a creencias como las de su amigo Gobineau, el caso es que, cuando menos, sí priva al federalism o de una de sus características históricas, la de sintetizar diferencias al un ir reinos diferentes en un mismo gobierno, y se distancia para siem pre del virtuosism o atribuido a tal medio por sus defensores contem poráneos“**. Así, si la consecuencia del p rim er vicio era cancelar el federalism o del futuro de los pueblos que no eran ya repúblicas, la del segundo consiste en cancelarlo del futuro de los pueblos que no son idénticos'*^. Poco futuro cabía pues esperar de una idea que exigía como condición para su existencia en parte la del fin que aspiraba a preservar, y que lo hacía en un m undo en el que el desarrollo político estaba juntando pueblos pequeños en unidades mayores y en el que el desarrollo técnico y económico ponía en relación cada vez más frecuente y estrecha a pueblos extraordinariam ente diferentes entre sí.
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48. Cf. las secciones tituladas m anifestaciones sociales, territoriales y culturales del federalismo y pensar en modo federal (caps. 2 y 4 respectivam ente del libro de Elazar). Donde tam bién se aprende que el federalismo puede subsistir donde los habitantes de un país no alcanzan el estatus de ciudadanos porque tal país no alcanza el estatu to de democracia.49. Se com prende así mejor que su respuesta acerca del futuro de los negros en la Unión repitiera la dada por Jefferson en su momento, pues el cruce cultural entre las razas es del todo imposible. Por lo demás, y en lo relativo a la debilidad de la Unión y a su segura derro ta en una h ipotética batalla contra los Estados, la h istoria se ha encargado de desm entir sus vaticinios, que tam bién tuvieron anteriorm ente un precursor: Hamilton. El desarrollo u lterior de la Unión la ha visto crecer a expensas de los Estados, como tam bién vio —en un procesó" que com parte algunas causas con éste— el crecim iento del Presidente frente al cuerpo legislativo, y en especial frente a la prim era cám ara. No sólo: las causas que han llevado a crecim iento tan im previsto han sido el deseo de los propios habitantes —de los Estados— de la Unión, las enmiendas constitucionales, y el desarrollo de la teoría de los poderes implícitos, llevada a cabo por el mismo Tribunal Supremo: el mismo que, según Tocqueville, podría con una sentencia desfavorable a un Estado provocar un conflicto irreparable
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4. El pluralism o sociali®®Del mismo modo que la igualdad congénita del «estado social» americano ascendia por su propia inercia hasta la política, la libertad congénita de su sistema politico desciende por la m isma ley a la sociedad. A la fragm entación vertical del cuerpo político sigue ahora la fragm entación horizontal del cuerpo social, im pidiendo aquí como allí la form ación de un centro único que disuelva la personalidad de las opiniones, de los hábitos o de los deseos. Estos tam bién se agrupan, ciertam ente, pero no a través de una norm a o de una creencia trascendente im puesta a los sujetos, sino por medio de una elección hecha por ellos basada en sus intereses; los objetos m ás o menos am plios que así se form an son los «partidos», y una m iríada de ellos, tantos que incluso llegan a poner en peligro la Unión, salpica por todas partes el entero ám bito social.
Los partidos actuales, empero, poco tienen que ver con los dos grandes partidos que tras la guerra de independencia dom inaron la escena social am ericana. Al menos eso es lo que afirm a Tocqueville, y si nos atenem os a la naturaleza de éstos y a sus efectos en la sociedad poco se habrá de objetar. ¿Pero es eso todo lo que se nos afirm a? Vayamos más despacio. El partido federal y el p a rtido republicano, o democrático, que tales eran los nombres de esos dos grandes partidos históricos referidos, análogam ente a otros grandes partidos, atendían a los principios, se dejaban inspirar por lo general y activar por las ideas; en América sus diferencias eran notables, pero en eso no las había: como tam poco en los orígenes ideológicos o sociales ni en la condición inm aterial de los in tereses —la igualdad, la independencia— que perseguían. Las había, y mayúsculas, en la orientación que pretendían infundirle a tales intereses. Los actuales partidos pequeños, por su parte, atienden más a las consecuencias, se dejan inspirar por lo particular y activar por
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entre éste y la Unión. Las sentencias em itidas por la h istoria han sido más inapelables al respecto que las pronunciadas por el propio Tribuna/ Suprem o (cf. García Pe- layo, op. cit., pp. 344-45).50. Tratarem os tam bién en esta sección esas organizaciones interm edias entre la política y la sociedad que son los partidos políticos, aunque el lector habrá de esperar hasta el cap. IV para hacerse una idea global del pluralism o am ericano.
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las personas. Y como América no es Europa, como en ella no hay espacio para el odio religioso o el de clase, ni miserias públicas que explotar, sólo persiguen intereses materiales, entre los que descuella la am bición de poder^ '.
Ahora bien, en medio de esos paisajes tan abruptam ente diferentes cabe advertir algunas áreas, cuya significación es cualquier cosa menos baladí, donde los confines se esfuman. No es la m enor que tam poco en la form ación de los pequeños pululen más diferencias que las de la am bición de sus líderes, o que ni social ni ideológicamente presenten, al m enos en cuanto a sus principios, ni siquiera orígenes diversos de los que tenían los grandes, como se advierte en el hecho de que tam poco ellos hayan cuestionado nun ca los principios que inform aban el orden político republicano; y sobre todo: es causa común de todo partido, grande o pequeño, más ideológico o m ás pragm ático, en cualquier lugar donde actúe, to m ar al final uno de estos dos partidos: o aum entar o restring ir el poder público. Entre los grandes, la prim era opción la tomó el partido republicano y la segunda el federal: al punto que éste llegó incluso a hacer vacilar la existencia m ism a de la Unión: posibilidad hoy vinculada, según dijimos, a la abundancia de partidos pequeños. No existe, por tanto, esa diferencia abism al entre ambos tipos de partidos, instituciones por lo demás que, de suyo, son, todas, «un m al inherente a los gobiernos libres» (I-II, 2).
De otro lado, corre en la actual sociedad am ericana o tra línea de fractura que sigue en parte horm a trazada por los partidos y en parte no; es la que m arcan los ricos, a los que se ve defender p ú blicam ente el régim en de la m ayoría, más pobre —poder al que te men y desprecian—, y erigir una barrera de lujo que para lo privado les aísle de ella. Su com portam iento, según lo describe Tocqueville, recuerda un tan to al del príncipe de Maquiavelo, pues éste, como aquéllos, se ve obligado a llevar una doble vida a causa de las circunstancias, a poner en m archa una suerte de com portam iento esquizofrénico que, como una m áscara, im pida revelar a los demás
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51. Un análisis riguroso de esta problem ática puede encontrarse en M atteucci (A. de Tocqueville. Tre esercizi di lectura, que com prende el anteriorm ente citado sobre el partido político, Bologna, 1990, pp. 119 s).
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quiénes son realm ente. Así, las form as educadas, los modales pulcros, igualitarios, que ostentan en la plaza resultan ser la disim ulación de cuanto en verdad piensan y sienten; en el príncipe, la h ipocresía de la sim ulación y la disim ulación era el hom enaje que el vicio de la pura fuerza había de rendir a la virtud de la ignorancia que el pueblo tenía en asuntos políticos. Si tras la m áscara de los ricos pervivía la aristocracia que la riqueza lleva siem pre consigo, América incluida, tras la del príncipe latía la necesidad que circunstancialm ente tiene el poder de poner coto a la moral en aras de la conservación del Estado.
Al servicio de sus objetivos los partidos ponén «dos grandes armas»: la prensa y las asociaciones. Con la prim era se sirven de un medio que, al contrario de F rancia y en uso del derecho existente a la libertad ilim itada de prensa“ , en América goza de enorm e d ifusión por todos los rincones y clases sociales del país, y que está ampliamente descentralizado; razones que, sin menoscabo de su influencia, lo hacen menos poderoso; de un medio, por tanto, menos prestigioso y menos ilustrado, pero tam bién menos peligroso, que sirve m ejor a la libertad y perjudica m enos al orden; de un medio, en fin, que es el conducto por el que la política am plia su radio de acción al conjunto de la sociedad y los políticos se ponen a tiro de la opinión pública, que desvela razones de Estado y le opone ra zones comunes; que difundiendo ideas y doctrinas pone en contacto directo con elementos com partidos a sujetos que se ignoran entre sí; que aliando intereses a doctrinas da cuerpo y justificación a ideologías y ambiciones, y que pone a disposición de los ciudadanos un m ar de opiniones donde elegir y con las que, a causa de la continúa crítica a que se ven sometidas, llegan incluso a confundirse.
Con la segunda, y en uso de un derecho a la asociación que en América es ilim itado, se sirven de un medio que, si bien puede ser o no peligroso dependiendo del contexto, perm ite a los individuos
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52. Con ilustrado entusiasm o Jetferson había llegado incluso a proponer un —curioso— «experimento; si la libertad de discusión [que implicaba la de prensa], sin ayuda del poder, no sería suficiente para la propagación y la protección de la verdad» (Segundo alocución inaugural, en op. cit., p. 360). Sin duda Jefferson habría aprobado esa extensión de la prensa, que m ultiplicaba las posibilidades de experimentar: de los resultados, quizá, habría tenido algo que decir
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realizar su segunda libertad tras la de ac tuar solos: la de unirse a o tros para ac tuar en com ún (soslayando así los efectos de su debilidad): y a los ciudadanos am ericanos, reunirse en tres tipos de asociaciones diversas, una en la que tan solo m ostraran adhesión a ciertas ideas y el com prom iso de difundirlas; o tra que les ju n ta ra sobre ciertos objetivos políticos de interés com probado, y una tercera ya d irectam ente política, el partido, en la que el poder sería el fin y el principio representativo el m étodo de organización. El lector deberá contentarse por el m om ento con las ligeras p inceladas anteriores sobre estos dos objetos capitales, según Tocqueville, p ara la sociedad am ericana en particular: y, sobre todo, para la libertad en general. Su significación al respecto es, como ha sabido destacar Botana^^, sencillam ente basilar. Por eso le rem itim os al capítulo siguiente.
El pluralism o social am ericano no sólo se nutre de las asociaciones antedichas. La m ultiplicidad de objetos sobre los cuales^los hom bres del nuevo m undo se vinculan, de carácter comercial, industrial, moral, religioso, lúdico, además del político, graves o fútiles que sean, poderosas o débiles, etc., convierten en pieza capital de aquél a las asociaciones estrictam ente civiles que los americanos de todas las clases, todas las edades, todos los esprits constituyen.
La ausencia de asociaciones, dañina en política, es letal para la sociedad. Sin ellas, la creciente debilidad de los individuos para defender personalm ente sus intereses en una sociedad dem ocrática seguiría aum entando su fuerza, hasta llegar al punto lím ite en el cual habrían perdido no sólo la capacidad de hacerlo, sino tam bién el deseo de in tentarlo . H abría dejado vacío un espacio social in m enso al gobierno para que fuera éste quien in ten tara realizar lo que debería ser tarea de la acción recíproca de unos sujetos sobre otros. Con ellas, por el contrario , el individuo se construye las garan tías necesarias p ara seguir siéndolo, proceso en el cual la sociedad va asegurando las suyas. Como en el caso de las asociaciones p o líticas —con las que m an tien en c ie rtas a fin idad es y
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53. Botana explica con gran claridad la significación de esas obras m aestras del arte político en que consisten las asociaciones para el funcionam iento de la dem ocracia (op. cit., cap. IV).
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contactos—, dejam os apuntada aquí la significación de las civiles; y por el mismo motivo y con la m ism a consecuencia: su papel cru cial en la conservación de la república, en lo que resulta asim ism o capital el papel de la prensa, nos hace rem itir al lector al capítulo próximo, consagrado por entero al análisis de tal problem a.
Hem os pasado revista a la e s tru c tu ra po lítica y social am ericana, y al socaire del concepto de descen tralización hem os podido com probar tan to la obra de la lib ertad en el te rreno de la igualdad, com o la ap titud sustancial que posee p a ra p reservar la a lianza en tre am bas. Sin em bargo, no b asta con que el sol salga p ara que caliente; en la dem ocracia am ericana ha salido el sol, pero los rigores del invierno dom inan desde el futuro las sombras: dom inación, a su vez, que no ejercen con poder absoluto , por lo que es posible escapar a ella. En sum a, igualdad y libertad , ju n tas, han conseguido hasta el presente im poner su poder sobre la sociedad am ericana; pero com o ese poder no es en sí m ism o natu ral, n i se n a tu ra liza sin m ás por haber sido logrado, ah o ra se tra ta de com probar su fuerza p ara saber si, y cómo, logrará oponer resistencia a los peligros que lo acechan®“*. Pero antes de p a sar a exponer la nueva prob lem ática, resum am os algunos de los beneficios que de m om ento ha conseguido deparar al pueblo sobre el cual se ejerce.
Con todo, y aun cuando ello no suponga en absoluto una garan tía para siem pre, la dem ocracia ha sido desde siem pre la naturaleza socio—política de los americanos. Al menos en lo que hace a la república, pese al artificio de la Unión. Y esa naturaleza republicana, favorecida en su principio por los hechos desde el com ienzo m ismo de su decurso histórico, y am parada por el respaldo de la esclarecida voluntad que la sostiene, augura para ella un avenir largo, aun en el caso de que la Unión tuviera más corta vida (I-II, 10). Pero m ientras ese futurible llega a tener lugar, los bienes de la dem ocracia son tam bién esparcidos por y para la Unión.
No es un defecto óptico lo que im pide perc ib ir con un golpe de vista las bondades de la dem ocracia, sino algo inherente a ella.
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54. Más realista que Paine, Tocqueville es p o r lo m ism o m enos ingenuam ente o p tim ista....
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En cam bio, con sus defectos ocurre al revés, pues un observador atento a sus leyes de inm ediato advertiría su imperfección técnica, lo que unido a su frecuencia sum an dos m ales. Pero si hablam os de fines y no de m edios, si invocam os la sustancia en lugar de la forma, en tal caso las leyes dem ocráticas no sólo son mejores, sino m ás útiles, incluso para el género hum ano, que las aristocráticas. O tro tan to sucede con los funcionarios; com parados en su p reparación con los de la aristocracia no adm iten parangón; pero en su v irtud sí; y —cosa m ás esencial— sus in tereses coinciden con los de la m ayoría, por lo cual ésta sale privilegiada una vez más. Sus errores, com o los fallos de las leyes, se pagan: pero la p rosperidad social y el b ienestar individual que unas y o tros aportan a la m ayoría al pro teger sus in tereses perm iten a ésta co rrer sin problem as con los gastos. Por lo demás, no ha de causar extrañeza ni que se produzcan semejantes beneficios, ni que se obtengan con m ediadores tan im perfectos, habida cuenta de que el beneficiario es el mismo sujeto, como ya vimos, que participa en las leyes y elige a sus adm inistradores. La m ultitud concurre en la form ación de aquéllas, y si en esa tarea no da a su obra el toque preciso, no la adorna especificando el detalle, ni acicala el conjunto con el perfum e del orden; si, en sum a, no consigue ese ordinis haec vir- tus querido por Horacio para toda obra artística {A.P., 42), no por eso aquélla dejará de ser perfecta, pues cum ple con eficacia el fin p ara el que fue concebida; la fuerza de la obediencia volun taria será su fuerza y será gigantesca, el afecto que cada uno siente h acia lo propio lo tendrá de su lado, pues hecha por el pueblo la hace en in terés suyo, sin que pueda adqu irir las facciones del enem igo com o hace en Europa. Esa m ultitud que las sabe propias las reconoce por ello in term ediarias entre su voluntad y su destino, es decir, se sabe como el sujeto de sí mismo, y se lo autodem uestra con el palpable increm ento de la propia estim a y un m ayor ap recio de la p rop ia libertad .
La idea que el pueblo am ericano &e hace de sus derechos viene a ser quizá la m ejor confirm ación de cuanto venim os d iciendo, y el em blem a final de la bondad dem ocrática. Si la libertad en América fuera sólo una hipótesis, la protección de los derechos sería el experim ento que confirm aría su verdad. Son la validación de la presencia de aquélla en un pueblo, pues sin ellos no sería
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posible un gran pueblo; ni siqu iera h ab ría pueblo, del m ism o m odo que sin v irtud —idea de la que los derechos no son sino ap licación política— ningún gran hom bre sería posible. Son los derechos el m etro que ha perm itido defin ir «la licencia y la tiranía», usado por cada sujeto p a ra leg itim ar con su obediencia vo lun taria a la au to rid ad obedecida. Con ellos la m áquina h u m ana realiza los prodigios que la lib ertad consiente, pero su aprendizaje es lo que m ás cuesta enseñar. ¿Quién será el m aestro y cuál su m étodo? Según Tocqueville, sólo hay uno; la dem ocracia, en efecto, que en sarta con su idea a todos los c iudadanos, debe ser asim ism o el régim en que conceda «a todos el pacífico ejercicio de algunos» de ellos®®. Esa enseñanza, que puede ser violenta en los pueblos que los quieren sin haberlos conocido, no p resen ta problem as en el caso del pueblo am ericano, habituado a ellos desde un princip io . Ahora bien, ¿cómo es p o sible el goce de una posesión sem ejante? ¿Cómo es posible, decim os, si las teorías m etafísicas de la v irtud nunca fueron p rac ticadas ni quizá conocidas en tre ellos; y si la rea lidad actual se caracteriza por una continua desacralización y am oralización de la religión y las costum bres que ha dejado herida de gravedad tan to la «noción divina» com o la «noción m oral» de los derechos? La respuesta, que el lec to r puede ya in tu ir si recuerda la n a tu raleza del patrio tism o am ericano , que no por casualidad reap arece en el presen te contexto, la da el haber acertado a «vincular la idea de derechos al interés personal, solo punto inmóvil del corazón hum ano» (1-11,6). Derechos, patrio tism o e in terés personal corren por el m ism o surco en la cabeza y el corazón del c iu d adano am ericano, form ando una costum bre indestructib le de m oralidad p ráctica que subyace a la fuerza de las leyes y a la leg itim idad de las instituciones, conform ando al tiem po la m ejor garan tía para la estabilidad de las m ism as. Su realidad y su goce son, en sum a, las ventajas que ofrece el régim en dem ocrático a sus ciudadanos —am ericanos—, valores personales que de fines
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55. La idea tam bién cuajará en Mili, aunque él aspire a una sobrerrepresentación para las élites m orales e intelectuales que tan crucial papel deberían representar en la sociedad (cf. al respecto Lamberti, op. cit., p. 131),
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pasan a ser —por obra y gracia de la libertad m ás la igualdad— principio del mismo. Son la síntesis entre razón y m oralidad, por un lado, y b ien esta r y p rosperidad m aterial por el otro, dos re inos an taño incom patibles pero que la fuerza de la igualdad ha ligado indisolublem ente creando la dem ocracia, gobernada por la libertad , p a ra hacerla posible.
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IV. EL PROBLEMA DE LA CONSERVACIÓN DEL ORDEN SOCIO-POLÍTICO
A tenor de lo que hemos podido com probar en el capítulo anterior, la sociedad am ericana se halla bien pertrechada p ara a fron tar los hipotéticos retos con los que el futuro desafíe su seguridad y su paz. Dos grandes artistas, la voluntad hum ana ilustrada y el tiempo, valiéndose de dos m ateriales preciosos, la igualdad y la libertad, han contribuido a m odelar ese m onum ento de estabilidad social y política en el que la geografía rivaliza con la historia, la naturaleza con el arte y la experiencia con la ciencia por contribuir a su perfección. Vista por fuera, parece la ahijada de la justicia. Pero será necesario verla tam bién por dentro, a fin de constatar si es tan sagrada su imagen. Esa será la tarea que emprendamos a continuación, pero para dar idea de lo arduo de la m ism a recapitulemos aquí el núcleo de las hazañas que acabam os de contar.
Pieza básica del engranaje institucional, el ciudadano am ericano se form a con su participación en el m ismo una idea cabal y completa del funcionamiento de la máquina. En la escuela del componente prim ero, el m unicipio, lleva a cabo su aprendizaje técn ico directo del gobierno libre, y de cómo la sociedad es la resultante de dos fuerzas com plem entarias, am bas tim bradas con el sello de la igualdad; la autonom ía personal y la cooperación interindividual. De ésta recaba la noción de utilidad más la de una necesidad: la de un poder regulador que haga posible la existencia de la sociedad; la de deber asoma ahora para combinarse con las otras dos. Del m unicipio reclam an asim ism o su origen o tros elem entos del espíritu dem ocrático, como la libertad, la cual, a través del tiem po, va h aciendo presa sobre la vida m oral e intelectual: sobre los hábitos, las costum bres y las ideas; libertad ésa que es garan tía de las demás, pues es el espíritu que vivifica el entero edificio institucional, un
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m ero cuerpo técnico de reglas y personas en su ausencia. Así m ismo, en él se forjan el vínculo entre la vida pública y la privada, la conexión entre el in terés personal, la grandeza del gobierno y el am or a la patria.
H ablando en puridad, la libertad nada gana con ese ente p u ram ente adm inistrativo en que consiste el condado; pero al menos aporta la física de determ inadas instituciones, socialm ente vitales, que no cabían en*el espacio m iniaturizado del m unicipio; es, recuérdese, la sede de las prim eras adm inistraciones de justicia, que ejercían su jurisdicción sobre varios de ellos. Subjetivam ente, por lo dem ás, en am bas instancias, por reducidas que sean, los individuos aprenden tan to a considerar Estado a sus adm inistraciones cuanto la naturaleza de la adm inistración misma: que es descentralizada, no jerárquica y uniform e.
El Estado sensu stricto ya lleva consigo ese elem ento que tra za en la h istoria de la dem ocracia una línea claram ente divisoria entre dos épocas: la representación '. Con toda su cohorte, lógicamente, como cierta separación entre gobernantes y gobernados, una m ayor tecnificación y com plicación del ejercicio del poder, la ne- cesariedad de una cierta autonom ía para la actividad política en relación a la voluntad popular, en cuyo nom bre actúa y cuyas necesidades satisface, etc. En ese Estado, además, el ansia de frenar el absolutism o ha encontrado una de sus form as técnicam ente más perfeccionadas en la división de poderes; la cooperación in terorgánica en la tom a de decisiones políticas, instrum ento que tiene tam bién su faceta anticorrupción, está ya plenam ente institucionalizada; y el vínculo entre fortaleza de la autoridad, electividad de los funcionarios y descentralización adm inistrativa gana un refuerzo u lterior y m ás sólido.
El recurso a la discusión de los puntos de vista, a la negociación de intereses enfrentados, a la final conciliación de los mismos, es constante en la vida dem ocrática. Un prim er envite surge ya del
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1. Paine, por ejemplo, la tom ará por criterio para establecer una cuarta —la m oderna y nueva, además de única legítima— forma de gobierno (que, no obstante, vinculará a la democracia); cf. Rights, cit., pp. 200-202. Algo sim ilar hace Madison al decir que la representación, aunque europea de origen, se hizo republicana en América (cit., n.° 14).
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funcionam iento de la Unión, la cual ha de poner a los Estados m iem bros tan to de acuerdo con ella com o en tre sí: dos soberanías que aspiran , a teno r de su lógica in terna , a reducirse a una, dos soberanías parciales com pitiendo una por ser más que la otra, aseguran larga vida al conflicto; dem asiada tensión p a ra la ciencia política, cierto: ¡pero qué oportunidad para tal arte de sublim arse! Em pero, la Unión es tam bién m ucho m ás: el c iudadano de un E stado descubre que es, sim ultáneam ente, ciudadano de o tro mayor, vale decir, consta ta y acep ta la existencia de una doble pertenencia política; que un único y m ism o pueblo puede llevar una doble vida política sin ten er que ir al p siq u ia tra n a cionalista por problem as de identidad. Ese m ism o ciudadano se obliga, en aras de la preservación del status quo político an ted icho, a m an tener en perm anen te estado de a lerta su inteligencia; así conocerá los problem as inm anentes a una doble soberanía, y aprenderá a ac tuar en consecuencia. La Unión le proporciona un lem a p ara su alm a política: la repúb lica es el fin, el federalism o un m edio.
El poder legislativo le enseña por p a rtida doble que la libertad no es sólo cuestión de voluntad; que es m enester una técn ica constitucional com pleja y coherente en grado de establecer cierta d istancia en tre los gobernantes y los gobernados, así como en aquéllos entre sí; que las leyes deben representar un punto en cierto modo fijo en medio del oleaje de los deseos de sus destinatario s, y que la obediencia a las m ism as no d istingue entre quienes las hicieron y para quienes la hicieron. Pero tam bién que no son Dios, es decir, ellos m ism os en cuanto pueblo soberano, el único sujeto capacitado con tan to poder com o p ara autoado- rarse perm anentem ente en altares d istintos. El legislativo enseña una cosa más: a no despilfarrar en política, sino a regir los hechos con el m etro de la necesidad. Es decir, enseña cóm o una cám ara —el Senado— que es sim plem ente la ocasión física de hacer justicia política a los m iem bros de la federación asegurándoles voz y voto, se convierte una vez constitu ida en o tra ocasión n o rmativa que perm ite a la inteligencia corregir los im perativos ciertos de la sinrazón, a la técn ica los desm anes probables de la ignorancia, y a la virtud poner coto a los instintos: rasgos negativos ésos que están presentes allí donde la representación se obtenga
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sin más criterio que el la edad legal, como es el caso de la Cámara de R epresentantes^.
El poder ejecutivo demuestra una verdad desconocida en Europa: puede haber un poder fuerte por competencias y legitimidad, que puede ser más fuerte aún por estar ejercido personalmente: y puede, pese a eUo, no ser un poder absoluto. De nuevo el arte político hace en América encajes de bolillos. Entre los derechos de ese poder está el de veto: por ahí la inteligencia comienza a hacer suya la idea de que, si bien la soberanía popular es incuestionable, no por ello debe ser ilimitada.
El poder judicial no es una fábrica de sueños, pero fabrica alguno; por ejemplo, que se puede hacer política entrando en ella por la puerta de atrás: que se puede abrogar una ley cuando se procesa un interés, que se puede cesar a un funcionario sin condenarlo: y todo ello porque el que dicta la sentencia es el banderín por el que la política se engancha a la moral. Uno de sus poderes, el m ayor de todos concretamente, el Tribunal Supremo, hace patente en su actuación cómo la inteligencia, acom pañada de la buena voluntad, pueden llevar la arm onía al conflicto: segundo envite en la lucha entre soberanías.
Los americanos se asocian porque han visto algo muy claro: que la unión hace la fuerza; en lugar de dejarse replegar hasta la esfera insocial de la pura satisfacción inm ediata, que sería a la postre el prim er paso en la carrera de su dependencia del poder político, deciden dar m uestra de su energía vital aunándose entre sí. Todo es objeto de asociación porque a todo se puede llegar asociándose y a nada se quiere renunciar. De este modo, la debilidad es vencida, el egoísmo en parte tam bién porque se socializa y el civismo cunde por la sociedad. Tienen adem ás m edios potentes de los cuales servirse en sus objetivos, es decir: tienen periódicos, esos medios de creación, conservación y perfeccionam iento de aquéllas; esos lugares donde tantos intereses particulares coinciden entre sí creando uno común; esos vehículos por los que las ideas se desparram an por todos los poros de la sociedad, esos escenarios donde la política divulga sus secretos, esos tribunales donde la opipión hace política.
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2. El antiguo y siem pre renovado locus clásico, que acabará desem bocando en la teoría de las élites, de reservar determ inadas funciones políticas para los miembros m ás cualificados de la sociedad aparece aquí con su intem poral pujanza, tanto en la Constitución am ericana como en su com placido descriptor.
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Así cabe representar, vista en perspectiva, la vigorosa presencia de la libertad y la igualdad en la sociedad am ericana; encarnada en las leyes, im presa en las ideas, las costum bres y los sentim ientos, y defendida por la casi inexpugnable fortaleza del tiempo, por no hablar del aislante aplicado por la geografía, parece tener para sus miembros el fuste de lo innato. La dem ocracia se ha convertido en un a priori del am ericano medio, en una segunda naturaleza: un tirano en ciernes, aventura Tocqueville, «tendría aún más dificultades en vencer los hábitos generados por la libertad que en superar el am or mismo a la libertad» (I-II, 7). Mas con todo, tam poco aquí es oro cuanto reluce; la libertad y la igualdad tienen sus demonios, los cuales insisten sin desmayo en su labor de zapa, redoblando sus perspectivas de ganarse adeptos cada vez que aquéllas se regalan con sus dioses. Agazapados en la igualdad, por ejemplo, se sirven del am or al bienestar para difundir el individualismo, uno de los modos posibles, y más seguros —según dijimos— de allanar desde el corazón y la cabeza la venida del m esías del despotismo. Si a dicha am enaza sumamos otras, provenientes tanto del interior de la dem ocracia como de fuera de ella, de la historia aristocrática precedente en algunos países como de los gérmenes de la industrialización presente en otros, de la igualdad como de la libertad, no causará extrañeza que Tocqueville, dando por definitivo el hecho democrático, dé por incierta su form a posible: ante el abism o de su futuro a la sociedad no cabe más alternativa que ser una república dem ocrática o una tiranía dem ocrática (cf. I-II, 9 y la Advertencia de 1848), una dem ocracia liberal o una democracia despótica (AR, III-8 y n.° p. 346). Pasemos pues sin dem ora a tra ta r de saber cuáles y cómo son las am enazas que penden sobre las actuales sociedades dem ocráticas, paso anterior al de com probar el fundam ento en el cual se basan las profecías que tanto éxito les auguran en el futuro de las mismas.
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1. Las am enazas a la estabilidad dem ocráticaa) La tiranía de la mayoríaCabría ir más allá de la dem ocracia y re tro traerse hasta la n a tu raleza hum ana en persona en busca del origen del mal; hasta esa
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psicología que en tierra de pobres colma de poder las ambiciones, o hasta esa pereza que es m adre del delito por doquier^. Cabría igualm ente explorar el subsuelo de las crisis, pues es allí donde se produce la m etam orfosis del defecto en peligro: donde la p robada incapacidad del pueblo soberano de vencer sus pasiones o de ac tu ar con previsión se pone de m anifiesto (DA, I-II, 5), con las consiguientes agoreras consecuencias. Pero no es m enester re m ontarse hasta tan alta a lcu rnia en el afán por determ inar la genealogía del m al dem ocrático, ni esperar la aparición de la enfe rm e d a d p a ra d ia g n o s tic a r los s ín to m a s del m ism o . La dem ocracia, en efecto, acuna en su seno el huevo de la serpiente, y no necesita de la generosidad exterior o de un m alestar pasajero p ara avivar el germ en de su autodestrucción —como tam bién contiene en sí, digám oslo desde ahora, el an tídoto contra ese veneno. Gen del alm a dem ocrática es la doble tendencia a, por un lado, som eter el cuerpo legislativo al pueblo, y a concentrar por o tro en el poder legislativo los restantes poderes de gobierno (I-I, 8, I-II, 7 y II-IV, 2-5).
En América, los E stados han elevado a este respecto su p ráctica a teoría. Al contrario que la Unión, cuya ordenación ha sab ido im poner sus reglas técnicas a su propio amo, y obtener así el resultado para el que fue ideada, los Estados son el escenario donde el pueblo juega con sus m arionetas de quita y pon durante un año, constriñéndolas a so lem nizar como leyes sus deseos y a fijar constantem ente nuevas cerem onias porque cam bia incesantem ente de deseos. Bien es verdad que luego la legislatura se resarce de su hum illación: m as a costa de los o tros poderes, al convertir en m arioneta al encargado de la función ejecutiva y en poco más que títeres a los m iem bros del poder judicial, pues en unos E stados los elige y en todos fija sus salarios. El p rim er efecto es técnico: la división de poderes se revela prácticam ente una entelequia, en el m ejor de los casos una form alidad entre gentes para las que las form as no m erecen ningún respeto. El segundo, en el que se
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3. Cf. su Note sur le système pénitentiaire et sur la m ission confiée par le Ministre de l ’intérieur a MM. G. de Beaumont et A. de Tocqueville (en O.C., IV-I, pp. 74 s). El lecto r podrá encontrar la conexión aludida entre pereza y delito tam bién en el texto tra ducido que acom paña la presente edición.
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subsum e el prim ero, es ya político: la tiran ía de la mayoría'*. H asta ellos han conducido, en apoyo de la tendencia reseñada, tan to los hábitos que se han ido adquiriendo, como el de a ta r con la cadena del m andato im perativo el m andatario al m andante, el rep resentante al pueblo, como las propias circunstancias, que han perm itido a una versión deform ada del principio republicano enseñorearse casi sin discusión como fuente m oral de la política estatal; la actual igualdad de condiciones, en efecto, es causa de la doble creencia en la que la m ayoría cifra su im perio, a saber: que tam bién en el santuario de la inteligencia —«el últim o asilo» del orgullo hum ano— el núm ero es la calidad, por lo que donde más gente haya m ayor cuota habrá de aquélla: y que valen m ás los in tereses de los más que los de los menos^. Es decir: la m ayoría —la mediocrity de S tuart Mili, y que Zetterbaum identifica sin más con la clase media*—, que im pone su poder por la fuerza en la política, lo im pone tam bién por la opinión en los cam pos m oral e in telectual, rem atando así el edificio de su om nipotencia^ Destacan-
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4. Señalemos que Tocqueville se m uestra ambiguo en el uso que hace del concepto, pues la «tiranía» unas veces es, como acabam os de indicar (I-I, 8), consecuencia de la «omnipotencia de la mayoría» en tanto otras se confunde con la causa (en I-II, 7 aparece de las dos maneras). Con todo, el contenido de la idea es m eridiano, sin que exista el m enor atisbo de confusión al respecto.5. Aristóteles, Política, 1282 a,6. Mili, R. G., op. cit., p. 259; Zetterbaum, Alexis de Tocqueville (en Strauss/Crop- sey, cit.,), p. 726.7. Es contra esa mism a doble tiranía ejercitable por la mayoría contra la que más tarde se rebelará Mili en su célebre ensayo sobre la libertad, invocando contra dicho poder, con análoga fuerza a la de Tocqueville, el m ism o doble lím ite —los derechos naturales y los de las m inorías— cuyo respeto Jefferson (cf. su Alocución inaugural a los ciudadanos, p. 333) había proclam ado condición de legitim idad de aquél, y que viene a añadirse a la exigencia hecha valer en sus Notas sobre Virginia de que el poder de la mayoría estuviera dividido y equilibrado por la m agistra tura (p. 241) —lo cual, por cierto, m uestra que no tiene razón M erquior (op. cit., p. 83) cuando re tro trae la paternidad de dicho concepto a Tocqueville, pues en Madison y Hamilton (cit., n.° 55), además de en Jefferson (en éste como «despotismo colectivo»), ya aparece—; (Mili, On Liberty, ed. cit., p. 9; cf. tam bién R. G., pp. 90-91). También Constant h abía apostado por lim itar el poder de la autoridad política a fin de evitar su tiranía, pero había llevado su apuesta tan lejos como para no importarle quitarle a la mayoría su legítimo poder originario, dado que, en su opinión, la legitim idad no depende ni de quién ostente su titularidad ni del núm ero de titulares, sino del respeto de los límites legales (que deben, a su vez, reconocer los derechos naturales de los individuos).
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do S U «poder de hecho» y su «poder de opinión» es como Tocqueville cierra, precisam ente, esta parte de su razonam iento. Son los brazos de un único atlante, que sostienen el m undo dem ocrático.
Las consecuencias no se hacen esperar. La endém ica inestabilidad dem ocrática riza el rizo sobre sí m isma y no produce nada de fijo ni de seguro, ya sea en la legislación —el pueblo cam bia de leyes a voluntad, y de representantes como de leyes— como en la adm inistración, por'cuan to su apoderado le sirve en lo actual, desatendiendo el deseo antiguo no derogado con otro, o sea, una ley en vigor que no es objeto puntual de las atenciones del príncipe. Se diría que la política es el simple correlato de la psicología. Por otro lado, la om nipotente m ayoría fom enta la arbitrariedad, porque segura como está de su poder, no se cuida en hacérselo presente a sus funcionarios a través de una tabla donde se especifiquen los derechos y deberes de los mismos, dejando así un espacio en blanco en el que el arbitrio de éstos se mueve a su antojo®. Es cierto que no necesariam ente seguirá la senda del despotismo, pero no lo es menos que asienta el precedente de un hábito político por el que aquél podrá hacer algún día su presentación en sociedad. El pensamiento es una de las m aterias más sensibles a la acción de la mayoría, y por ende más castigada por sus estragos. A lo cual contribuye la p aradoja de la existencia de una com pleta libertad de pensam iento y de prensa, lo cual, aparentem ente, da alas a cualquier opinión o doctrin a para viajar de un extremo a otro de la Unión.
Em pero, la m ayoría devora con sus ideas y sus gustos el derecho, porque no tolera m ás expresión que la que idealm ente la retrate. El castigo al discrepante no es el calabozo, como antaño, sino la exclusión m oral de la com unidad y el cierre de sus expectativas
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como dice en su crítica a Rousseau (Principes de Politique applicables à tous les gouvernements, Génève, Droz, 1980, caps. 1-3 y II-l, 2). Es decir, que la legitim idad de ejercicio sacrifica la legitim idad de origen: el liberal Constant introduce el concepto de eficacia en el ám bito norm ativo. ~8. Esa fue la principal carencia que destacó Jefferson en los debates previos —y en el resultado final— a la prom ulgación de la Constitución am ericana, hecho del que se quejó repetidam ente, tanto en sus cartas como en algunos de sus textos mayores. H am ilton, por su parte, había dicho —y p ara nosotros no le faltaba del todo razón— que la estructura m ism a de la Constitución era ya, en sí misma, una salvaguardia de los derechos.
de m ejora social. La violencia se ha espiritualizado, no se centra en el cuerpo sino que va derecha al alma, y a cam bio de no verse relegado en la comunidad, como un apestado, abandonado de sus am igos y correligionarios —correrían su m isma suerte—, el disidente renuncia al fin a su diferencia, que es como hacerlo a su persona, y prefiere am oldarse a ser como los otros por no poder ser como él.
El corolario de la au tocensura aparece por tan to como el refinamiento supremo del castigo, la certeza de la pena convalidada antes aún de producirse el delito: la seguridad, cierto, para la sociedad de que el mal será atajado en su raíz, pero que convierte al sujeto en determ inados respectos en una celda viviente. La corrupción que la om nipotencia siem bra en la sociedad no se detiene ahí, sino que se am plía hasta el carácter de sus m iem bros, in suflando el espíritu cortesano, el reino de la adulación y la bajeza, en un cuerpo que nunca conoció la corte. Un m ism o patrón corta por igual a los ciudadanos de los Estados am ericanos, idéntico sello de uniform idad con el que desde siem pre los tiranos han intentado m odelar el alm a de sus siervos en la suya. Paradoja a paradoja, la república dem ocrática —am ericana— ha ido escalando los peldaños que la aproxim an al despotism o.
El de la mayoría, además, si todavía no se ha revelado como tal no es por méritos legales, pues ejerce su poder sin control; más bien se debe «a las circunstancias y a las costum bres», en las que aún perm anecen en vigor la condición y las fuerzas originarias de la colonización, asegurando los efectos de una real división de poderes inexistente en la práctica. Pero en cualquier caso, ya han quedado fehacientem ente dem ostradas, señala Tocqueville, dos cosas; en prim er lugar, que el control político aparentem ente im puesto por el Estado mixto es ineficaz, por la sim ple razón de que no hay de hecho un Estado verdaderam ente taP. Donde se pretenda ver un
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9, Sin citar nom bres, Tocqueville dirige sus dardos tanto contra las doctrinas del m undo clásico, desde la de Aristóteles a la de Polibio, como —y sobre todo— contra las del m undo moderno, en el que cabe incluir el republicanism o cívico renacentista o a su gran m aestro, M ontesquieu (en la descalificación del gobierno mixto, Tocqueville había sido precedido tanto por Bodin, como por Paine). De m anera análoga a como los dirige contra un Rousseau, o contra sus ahijados revolucionarios, cuando desprecia la idea de racionalidad y justicia como algo inm anente a la naturaleza del soberano.
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equilibrio entre los diversos poderes es, simplemente, que no se ha m irado bien, por lo que no se ha visto el «poder social superior a los demás» que la Constitución con toda seguridad reconoce. Y en segundo lugar; una mayoría que actúa con om nipotencia es tan tirana como una m inoría en las mismas condiciones, porque se arroga com petencias de las que carece: las de actuar en nom bre la justicia universal —ese fantasm a que recorre gran parte de la doctrina política, desde Platón a Madison—, como representante suyo, en el territo rio sobre el cual tiene jurisdicción. Sólo si respeta la ju sticia, los derechos y las leyes tendrá facultad p ara hacerlo; mas entonces habrá dejado de ser om nipo ten te '“. Repárese, para acabar, que Tocqueville no ha in tentado en ningún m om ento rechazar la idea de que el soberano deje de ser soberano; rinde pleitesía al pueblo —el soberano en cuestión, la sola fuente legítim a de todo poder social— en el m ejor m odo posible: declarando que su au to ridad suprem a no puede ser tam bién ilimitada si el pueblo quiere, no ya seguir siendo soberano, sino sim plem ente ser.
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b) La centralización burocráticaLa tiranía de la mayoría no es la sola forma de despotismo que amenaza la libertad dem ocrática. Un futuro de análoga sordidez p repara la burocratización creciente de la política moderna, sobre cuya
10. En su argum entación, el político francés recupera un viejo sujeto histórico —el m ism o para el que Dante previó un destino imperial, con un em perador rom ano al frente del m ismo (Monarquía, M adrid, Tecnos, 1992, libro I)— a cuya aparente significación no se había hecho hasta ahora justicia, como tampoco se la hará después; el «género humano», en efecto, no es ninguna entelequia válida sólo para nada, sino un sujeto real que presupone la existencia de norm as de validez universal. Es la prim era vez, decimos, que Tocqueville apela a un principio iusnaturalista en su a rgumentación, y lo hace con el objetivo de señalar más que la necesidad de control del poder, la existencia de los principios que suponen en sí dicho control y la necesidad de que se obedezcan por los poderes soberanos. Mas se tra ta de un argum ento que Uena de ambigüedad su hasta ahora clara posición, inncesitada por demás de ese elem ento discordante. Añádase, para aum entar la ceremonia de la confusión, que se tra ta de una ley que nada tiene que ver con las costum bres, leyes, etc., de cada pueblo; una ley, finalmente, que tam poco tiene legislador conocido: y que de ser Dios, su au to r probable, condenaría al recién descubierto sujeto a posición de súbdito.
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pirám ide pronto se perfilará la figura de un tirano de poder in contestable al que la prosperidad y la libertad actuales no dejan todavía ver, pero a quien por cuya pendiente adivinam os ya escalar. En ambos casos el punto de partida es la igualdad, fuente de la que, como vimos, tam bién partía ese fiero sentim iento de independencia individual que tan bien casaba con la libertad. Pero el segundo am enaza con ser m ás dañino, pues su im perio, m enos intenso quizá desde un punto de vista m oral, abrazará en cam bio una m ayor extensión, al punto que en él tendrán cabida posible los ciudadanos del conjunto de las dem ocracias existentes.
Tal y como nos fue descrita, en efecto, la mayoría estaba en grado de ejercitar su tiranía sólo en América, pues sólo allí la igualdad era tan am plia como para dar lugar a poder tan om nipotente; sólo allí el legislativo carecía de autonom ía frente al pueblo y los demás poderes frente al legislativo, o sólo allí, por no continuar abundando en las diferencias, las ideas y el carácter de los individuos podían ser colonizados en tan alto grado sin que un adarm e de violencia física asom ara durante la entera colonización. H abría tiran ía política en sem ejante caso, como la habrá cuando finalm ente el tirano ocupe su trono en la pirám ide, pero no será el mismo el sujeto que la ejerce, ni idéntico el modo de ejercerla: por no hablar de su significación social, de m enor calado en el segundo caso, y hecha a golpes de violencia. El nuevo despotismo que se perfila en el horizonte, por el contrario, no será tan selectivo, sino que sentirá la m isma debilidad por someter a todos, am ericanos o no". Capacitado, se sabe para lograrlo'^. ¿En qué basa su orgullosa presunción?
Anteriorm ente hicim os m ención del individualism o. Su sem illa provenía de las ideas, los gustos, y los sentim ientos p ro to típ icos de la democracia, así como de sus costumbres. Los mismos que
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11. Sólo en este sentido cabe aceptar el corte que ve D rescher en la obra de Tocqueville acerca de la dem ocracia am ericana, aunque ni aun sí nos parezca suficiente para un título como el de su trabajo (Tocqueville's Two Democraties, Journal of the H istory of Ideas, 25 (2), 1964, pp. 201-216).12, Su prim er acto, digámoslo de inmediato, va en detrim ento de lo coherencia de la obra tocquevilliana, pues desde el momento en que análogo futuro cabe para la generalidad de los países democráticos, con independencia de la diversidad de sus respectivos orígenes, se está poniendo en entredicho la tesis anteriorm ente afirm ada que vinculaba de m anera determ inante el origen de un país a su destino.
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grosso modo p ropendían hacia la concentración del poder im pulsados por la igualdad, la cual hacia prim ero llegar la idea y luego el gusto por dicha concentración. Inicialm ente, el individualism o era la acertada retraducción del principio republicano a los cam pos del conocim iento y de la m oral, pues es de todo punto lógico que un individuo, a quien la igualdad hace independiente, quiera y haga p artir de su propia decisión sus creencias y de su razón el conocim iento, y reconduzca hacia sí la esfera de sus intereses. Lo m alo em pezaba cuando en este últim o caso el sujeto term inaba siendo tam bién el punto de llegada —en el prim ero, recuérdese, se desviaba hacia la creencia fideísta en la opinión de la mayoría, prem isa donde ésta in iciaba su tiran ía—, sobre el que aquélla rotaba sin cesar, porque entonces sacaba a relucir su secreto egoísta. En este punto ya no es él, sino o tra cosa: su origen y esencia dem ocráticos se ha universalizado, pues el egoísmo es ciudadano m oral de todos los tiempos y latitudes, y de su antigua condición reflexiva es el instinto el que da cuenta ahora. ¿Qué le ha precipitado por esa pendiente hasta el culm en de m u tar su identidad? Es aquí donde em pieza su obra, creemos, la pasión por el bienestar, típica de la clase media, según dijimos, el dios m aterialista de la época que no quiere fieles pendientes del alm a, sino del cuerpo, y que no conoce m ás tiem po que el aquí y ahora.
La apasionada propensión al bienestar, de raíz tópicam ente dem ocrática, tuvo sin em bargo en la h istoria una prim era e im pura manifestación: el «individualismo colectivo» de que hacían gala los «mil pequeños grupos» constitutivos de la sociedad francesa, el cual dejaba ya la im pronta de su esencia en ese interés que cada uno de ellos concentraba exclusivamente en tom o a sí, pero sin haber descubierto aún al individuo singular como sujeto característico de su obra; de ahí que se lim itase a p reparar «las alm as al verdadero in dividualism o que conocemos» (ARR, II, p. 176)'^. Hoy, cuando el descubrim iento sí se ha producido, su esencia se ha extremado, la clase media ha transform ado su pasión --n o única pero sí general— en pasión socialm ente universal, y el interés liga a cada persona al círculo de su propio bienestar sin dejarla salir de él. En ello depara
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13. c f. Merquior, op. cit., p. 81.
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finalmente el individualismo democrático, o, por mejor decir, la form a canónica adoptada por el egoísmo en una sociedad dem ocrática. ¿Cuáles serán los efectos sobre la concordia social de una conducta inspirada por tan insociable m usa? No el desorden de las costum bres, o la inm oderación del gusto, como tam poco un dis- tanciam iento en el com portam iento de las clases al respecto; no la depravación, en suma. Pero sí concentrarán todas sus energías en procurarse una satisfacción perm anente de sus menores deseos, un goce constante de bienes, que al no oponerse ni al orden ni a la presencia de ciertas creencias religiosas term inará por conducirles inopinadam ente a la desidia y a la «molicie». Después de todo, esa nueva ética se convierte en una religión civil, o, como dice Tocqueville, en «un modo de vivir», en «la existencia» m ism a por así decir; el establecimiento hipotético de una especie de «materialismo honesto» que sin corrom per las alm as sí las redujera hasta la im potencia y las encerrara en una voluntad débil constitu iría en tonces el últim o rito de sem ejante liturgia (DA, II-II, 10-11)'''. Con la debilidad que procura a los interesados y con la despreocupación por la libertad que im plica, el credo individualista propiciado por el bienestar pasa a convertirse en un aliado servil del despotismo'^. ¿Se va com prendiendo con lo dicho el por qué del convencim iento del déspota de llegar a ser príncipe en las democracias? Tan cerca ya de colm ar su propósito, pasem os a ver el tipo de dom inación que piensa establecer.
Los cam bios en los tiem pos afectan tam bién al modo de gobernar los tiranos, y en una época como la actual, m ás igualitaria, libre y próspera, y en la que el poder posee muchos más medios que en cualquiera de las pasadas, ni siquiera el tirano necesita ser un calígula ni m andar con un poder «violento e ilim itado» com o en épocas pretéritas. A ello se debe que si hoy llegara el despotism o adonde están las democracias, su dominio «sería más extenso y más dulce, y degradaría a los hom bres sin atorm entarlos» (II-IV, 6).
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14. Esa explicación dem uestra que los dos despotismos difieren tanto en su prin cipio como en su forma, por lo que no pueden coexistir, cosa ésta ya anticipada por la posible generalización del segundo. Esa explicación, además, supondría en sí el llenar el vacío de no explicar como de la posibilidad del primero se pasa a la del segundo.15. Que le role..., cit.; cf. tam bién P. M anent, op. cit., pp. 60-71.
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Concentraría el poder, como en Roma, pero concentraría más e incluso con m ayor facilidad, y podría incluso penetrar más hondo, en la vida privada, un santuario antaño m ucho más hostil a su culto; el medio lleva en sí su rem edio, y la igualdad, que habría facilitado al despotism o su tarea, tam bién lo habría atem perado: re cuérdese el rosario de cam bios llegados en com pañía de la igualdad, desde las ideas a los gustos, desde los sentim ientos a las costum bres, y desde el derecho a la política, dote que sin dudar afectaría al gobierno del déspota'*.
El nuevo orden social sería diverso de cualquier otro habido en precedencia, pero no tan radicalm ente como lo expresa Tocqueville, pues el poder tu telar que paternalm ente se ejerce sobre sus súbditos y les ayuda a p rocurarse su felicidad coincide in toto con el despótico del que Kant pensaba que la Ilustración liberaría al género hum ano'^; pero sí es nuevo que sean lo individuos m odernos de Constant, librados por sus derechos subjetivos a sus intereses personales, y que creían hacer así uso de su libertad en lugar de cifrarla en su participación en la gestión de los asuntos públicos, a la m anera antigua'®, los que atraigan con su desinterés por éstos el interés de otro por ellos, y que al entrecruzarse ambos intereses en
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16. El futuro dem ostraría lo ilusorio de la creencia tocquevilliana en que la m oderación de los gobernados acabaría m oderando al gobernante. La evidencia es tan grande que hace innecesario aducir ejemplos, ni siquiera aquél en el que, probablem ente, el lector está pensando.17. Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración? M adrid, 1989, pp. 17 s.18. Quizá hubiéram os debido aludir a Humboldt (Los límites, cit., cap. I) antes que a Constant, pues aquél sí establece una cesura m ás neta entre las dos libertades, m ientras Constant, al fin y al cabo, no deja de calificar de «absurdos» a quienes quieren sacrificar la prim era, la política, en aras de la segunda: la civil. Pero es la teoría de Constant la más representativa (desde su celebérrimo discurso sobre La libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, recreación del capítulo sobre L'autori- té social chez les anciens [en Principes, cit., livre XVI]) de este modo de pensar, pues, al fin y al cabo, la libertad positiva, la política, nunca pasa de ser considerada, desde un punto de vista ontológico, como inferior a la negativa, la civil: aquélla, dice Constant, no es sino el «medio», la «garantía» de ésta (ib., livre XVII-3, pp. 463-4). Añadamos que esas preferencias por la libertad m oderna no le suponen ningún obstáculo, como tam poco a Mili y a tantos otros, a la hora de recuperar de Aristóteles la idea de una distribución de los cargos públicos en la que los aristoí los copasen (cf. livre X-13). Al respecto, cf. Berlin, Dos conceptos de libertad (en Cuatro ensayos... cit.,), pp. 187-243.
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el espacio dejado vacío por los prim eros el titu lar del segundo aparezca casi invocado por los titulares de los prim eros a hacerse cargo de ellos, como si fuese la natu ra l división del trabajo social: cuando todo se ha ordenado, lo que de nuevo se ve es el viejo espectáculo de un tirano que m anda a m uchos siervos, aunque en su caso se haya visto encum brado por la especialización privada de la libertad. Previamente se habrá confinado la voluntad a regiones menos vitales de la conducta, hasta que un día se p ierda el deseo de tener deseos autónom os; se habrán rodeado las diferencias entre los individuos de un sinfín de «reglas com plicadas, m inuciosas y uniformes» que term inarán por volatilizarlas, e incluso habrá coexistido una form a de la libertad —la elección del jefe— con el som etim iento al mismo: que al final será com pleto, dispensando así a sus siervos de tan fatigoso expediente (ib.).
El nuevo am o será el único titu la r de un poder definitivam ente concentrado en su persona, que extenderá a nuevos ám bitos con una potencia antes desconocida y que al tiem po que se explica en leyes uniformes desciende a mil detalles antes inimaginados por él. El funcionario habrá tocado el alm a como antes el verdugo golpeaba el cuerpo. Como Napoleón, habrá urdido el más perfecto sistem a despótico, al reconstru ir la to talidad del sistem a social desde un único sistem a legal, en el cual la racionalidad, ya sólo técnico-jurídica, term inará rem atando su propia obra de disolución social ideológicam ente iniciada —había creado individuos a costa de la sociedad, al disolver los lazos naturales y los intereses particulares, o al dem ocratizar el poder, al que por ser de todos perm ite su autolim itación; su orden, jerárquicam ente conectado, de una parte obstru irá aquellas espitas constituidas por las contradicciones legales por las que un tiem po transp iraba la libertad de los sujetos, en tanto regula de o tra las m últiples relaciones con las que los individuos se vinculan entre sí.
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c) Lm concentración industrialJunto a los dos grandes peligros reseñados, los m ás tra tados por la h istoriografía tocquevilliana al socaire de la im portancia concedida por quien antes o mejor avisara sobre ellos, y cuya denuncia
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y tra tam ien to ha procurado gloria im perecedera a su analista, el au to r francés enum era nuevas am enazas a la dem ocracia, de las que aquí indicarem os tres, aunque sólo de la tercera nos ocuparem os con detalle. Con todo, hem os de reconocer que su significación no está en relación proporcional a la información aquí dada de ellas, sino que la rebasa con creces. Entre otras cosas por lo que tienen de común: el no derivar del orden socio-político interno sen- su stricto, el no serinm anen tes sólo a las dem ocracias, aunque en éstas adquieran una configuración particular, y, consecuentem ente, el sacar el destino de un país —dem ocrático— del molde de su origen, y aun del establecido ulteriorm ente por el «hecho básico». Es decir, infunden mayor complejidad a la sociedad de la inicialm ente convenida, pues el análisis sensible a los desafíos que le llegan de la sociología, las relaciones internacionales y la econom ía, y que corre a su reparo, dem uestra en ese solo hecho que no sólo de política vive la sociedad (aunque ésta deberá de nuevo intervenir p ara su conjura). ¿Quién podría entonces reprochar a R. Aron que incluyera al gran politólogo francés en tre los fundadores de la sociología?
La prim era, por su parte, no sólo no proviene de la dem ocracia, sino que tam poco se da en todo régim en dem ocrático; su origen es histórico y su carácter m ás bien local, concerniendo ún icam en te a la d e m o crac ia a m erican a : pero p a ra ésta , dice Tocqueville, supone «el más temible de todos los males» que se ciernen sobre el avenir de los Estados Unidos. La representan los negros. Condenados a la esclavitud perpetua, la m odernidad ha añadido a la antigua separación que la ley establecía entre libertad y esclavitud la más terrible de la raza'®; su condición de esclavos constituye una hum illación de la libertad, que reina soberana por toda la Unión, pero a su condición de esclavos han añadido costum bres de esclavos, por lo que una hipotética liberación de aquéllos constitu iría una injuria a la propia libertad. La esclavitud tiene un destino tan cantado como el de los indios: la desaparición.
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19. Acerca de las consideraciones tocquevillianas sobre el fu turo de los negros en E stados Unidos, cf. el análisis llevado a cabo por Coenen-H uther (op. cit, págs. 99-100).
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Ya sea porque los m ismos negros tom en la libertad por la fuerza, ya porque se les conceda, aquélla no podrá resistir las barreras que las circunstancias, las creencias y la opinión le oponen desde el presente^“. Pero cuando les llegue la hora, con independencia del modo en que han llegado a tenerla, abusarán de ella, lo cual vuelve lógica «la consecuencia más horrible y más natural de la esclavitud», a saber: que los Estados esclavistas quieran m antener la esclavitud en aras de su propia supervivencia. Un día, por tanto, las dos razas se encontrarán frente a frente, libres am bas pero no en pie de igualdad, o sea, una contra o tra antes o después; en el m ism o espacio, pero sin mezclarse: «dos naciones enemigas» abocadas por el hado a dirim ir un día sus fuerzas, que son las de su supervivencia, en el campo de batalla^'.
Un peligro m ás p ara la dem ocracia proviene de la guerra. La dem ocracia está por principio desarm ada frente a ella, porque su esp íritu se origina y n u tre de la paz; pero la guerra es un accidente necesario en la vida de los pueblos, dem ocráticos o no, por lo que tam bién éstos deberán arm arse de ejércitos p a ra su
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20. Es lo que ya actualm ente ocurre en m uchos Estados de la Unión: los negros son libres, son jurídicam ente iguales a los blancos, pero las costum bres ponen el in finito por distancia entre ellos. Estas palabras casi reproducen las de Jefferson, que Tocqueville cita y suscribe. La preocupación del Leonardo am ericano por la esclavitud fue constante a lo largo de su vida, como nos recuerda en su Autobiografía; pero, si bien atribu ía a la «educación» la creencia en la legitim idad de la violencia ejercida sobre cualquier otro ser hum ano, es decir, si bien consideraba la existencia de u na naturaleza hum ana que com prendía a todos los individuos (N.V., cit., p. 212); y si bien ello le hacía apostar por liberar al género hum ano de tan ignom iniosa in fam ia liberando a los negros de la esclavitud (cf. pp. 43, 55, 267, 270, 313, etc., de la edición citada), nunca llegó a considerar posible que una nueva cu ltu ra sustitu yera la actual en ese punto, por lo que sólo trasladando a otras partes —África, por ejemplo— a los negros cabía extirpar el cáncer cultural y evitar el enfrentam iento racial (ib., p. 55).21. Cf. Gershman, Alexis de Tocqueville and Slavery, French H istorical Studies, 9 (3) 1976, pp. 467-483 (citado por E. Nolla Blanco en su Tesis Doctoral, Alexis de Tocqueville. Una bibliografía crítica (1805-1980), Madrid, Universidad Complutense, 1985. El trabajo de Nolla es insustituible por las preciosas inform aciones bibliográficas que contiene). Véanse igualmente los artículos publicados por Tocqueville en el «Siècle» bajo el título general de L’émancipation des esclaves (O.C. III-l) y sus dos discursos parlam entarios, el prim ero sobre la inevitabilidad de la abolición de la esclavitud (ib., pp. 41-46), y el segundo contra el derecho de visita (id., III-2, pp. 338-352).
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autodefensa^^. Em pero, con la constitución de un ejército la dem ocracia no ha hecho sino ab rir sus puertas al enemigo e in tro ducirlo en su interior; alistado, en efecto, el dem ócrata no deja de serlo, y su deseo de m ejorar no ve en él un ámbito prohibido; de ahí que su seno sea elegido por cuanto am bicioso aspira a lo más alto del escalafón militar, por ley abierto a todos. Sólo que la m ism a igualdad que desata las am biciones pone freno a su realización al no conceder privilégios que aceleren la carrera. La tan abultada competencia hace el resto, y muchos de los ojos que m iraron el más alto grado al alcance de la m ano sufren en sus esperanzas la falacia del espejism o y com prueban con desesperación cómo la distancia tan tas veces ni se mueve. La salida que les queda es a lterar el orden natural, y la guerra pone a su disposición el medio que requieren p ara violar al fin «ese derecho de antigüedad, el solo p rivilegio connatural a la democracia» (II-III, 22)“ . En la guerra, pues, el dem ócrata ambicioso sacrifica la democracia a su ambición, porque en su antropología ya se ha producido un sacrificio previo: el de la m oral a la psicología, trasun to del sacrificio que en ésta se operó de la libertad a m anos del deseo de bienestar.
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22. Si Tocqueville hubiera conocido la decisión del actual m andatario norteam ericano en lo concerniente a los presupuestos m ilitares para los próximos cinco años —los actuales, como se sabe, superan ya en cinco veces la ayuda que oficialmente se ofrece en todo el m undo al desarrollo; para entendemos; la protección a los refugiados y desplazados, la escolarización de la infancia, la lucha contra el ham bre, etc., cuentan, en todo el m undo, cinco veces m enos de lo que para los Estados Unidos cuenta su ejército— seguram ente habría añadido nuevos motivos de preocupación sobre el futuro de las dem ocracias a causa de sus propios ejércitos. Máxime si, como afirm an los expertos, la mayor parte de los conflictos actuales tienen su origen en el in tento de control de los recursos naturales y energéticos, la exclusión política, la inm u n id ad —es decir, im p u n id ad — de los tiran o s , el fan a tism o relig ioso , el nacionalism o (ya Tácito advirtió cómo era la acción política irracional la causante de que «dos pueblos divididos por sólo un río» vieran crecer la envidia, la rivalidad y el odio entre ellos [Historias, 1-65]), el m ilitarism o, etc., etc. El lector puede fácilm ente deducir cuántos de esos problem as son realm ente solucionables recurriendo a las arm as. “23. Tocqueville continúa su exposición dando indicaciones preciosas, de índole tanto sociológica como técnica, acerca de los ejércitos en las sociedades dem ocráticas, envolviendo su discurso en la problem ática m ayor de la guerra. Algunas de ellas serían útiles a nuestra investigación, mas sólo como argumentos ulteriores que vendrían a refrendar lo que acabam os de decir, esto es, que los ejércitos son el caballo de Troya que la dem ocracia ha introducido entre sus m uros (II-III, 22-26).
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La riqueza, elem ento en esencia aristocrático (I-IL 2), constituye el vivero del nuevo peligro avistado por la democracia^“'. Un peligro cuyo poder va adquiriendo en la obra de Tocqueville acentos cada vez más cratológicos, y que se yergue por igual en el horizonte de todo pueblo dem ocrático, aun cuando sea en tierras europeas donde por el m om ento únicam ente em puñe la espada. Pero ya entre los am ericanos m ismos ha introducido sinuosidades cada vez más pronunciadas en la casi perfecta llanura social de antaño, al punto que ese fenómeno todavía joven, ya ha dejado viejo a Jeffer- son^®. A la riqueza aquéllos llegan por las vías del com ercio y de la industria, porque constituyendo un pueblo activo y em prendedor, ha trocado de antem ano la seguridad derivada del funcionariado por el riesgo inherente a las actividades citadas (II-IIL 20).
En el com ercio han apostado fuerte, poniendo en el envite no sólo la prudencia del cálculo, com ún a todo com erciante, sino asim ismo toda su personalidad. Así, las asociaciones que su in teligencia establece entre lo nuevo y lo mejor, que cuajan en una especie de sentido de la innovación; la irrelevancia que sus hábitos otorgan a los prejuicios de profesión o a los axiomas de Estado, a los métodos dem ostrados o a las doctrinas ya adquiridas, etc., se entrem ezclan con esos caballeros rom ánticos que dom inan el espacio de su sensibilidad, como son el gusto por la aventura, el desafío de los peligros, la sed de lucro, etc. Son esas razones in telectuales y m orales las que fructifican económ icam ente haciendo un producto más barato que los de la com petencia, lo que en realidad significa im poner al m ercado su ley (I-H, 10).
Dos factores contribuyen a ab ara ta r el precio de una m ercancía —en América o fuera de América—, la especialización en el
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24. Hemos desarrollado am pliam ente esta problem ática en nuestra introducción a las memorias sobre el pauperismo de Tocqueville (cf. Democracia y pobreza, Madrid, Trotta, 2003, pp. 9-46).25. Jefferson, en efecto, no sólo consideraba que eran las «maneras» y el «espíritu» de un pueblo las mejores arm as a disposición de la continuidad de la república; había llegado más lejos, hasta establecer —en el contexto del elogio de la agricultura— la doble correlación entre ésta y el m undo am ericano frente a la que une europeos y m anufactura, vale decir: la oposición entre moralidad e inm oralidad (N.V., pp. 287 s). Tiene razón, pues. Botana cuando afirm a en este punto que «Rousseau vivía en Jefferson» (op. cit., p. 70).
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trabajo, inherente a la extrem ada división del mismo, y la inversión masiva de capitales. Aquélla es aporte del obrero, ésta del empresario; al prim ero le mueve la necesidad de supervivencia, al segundo el deseo de ganancia, siendo la creciente dem anda traída consigo por la igualdad la miel que atrae a tan ricas abejas al panal, en donde esperan realizar las cuentas de la lechera a nivel industrial.
La diferente posición de ambos sujetos en el proceso productivo constituye el disparadero último a partir del cual los respectivos recorridos describen trayectorias cada vez más opuestas. Por de pronto, en el mismo proceso en que sus fuerzas resultaran concurrentes, y que sum adas dieran un abaratam iento del precio de una m ercancía, el obrero se degrada al tiempo que el amo se eleva. Cada vez más cosido a una actividad parcial, aquél es cada vez más esa actividad, que mutila sin tregua su espíritu y debilita incesantemente su persona, hasta llegar a rem atar la obra con la misma perfección con que él lleva a cabo la suya. Una m ism a fuerza, invertida en una única dirección, produce por tanto dos obras de arte si sólo consideramos la bondad económica del resultado: por un lado, la técnica del objeto; por otro, la despersonalización del sujeto. Mientras, el amo se hace cada vez más amo porque su inteligencia debe verterse sobre «un más vasto conjunto» de cosas, que la enriquecen y potencian. Al final, el incesante desarrollo de la industria, unido a su peculiar casuística, transform an a las partes iguales del contrato en los dos extremos de una cadena que naturaliza una relación en la cual el amo parece haber nacido, como el hombre libre aristotélico, para m andar y el obrero, para esclavo, para obedecer^^. «¿Qué es eso sino una aristocracia», pregunta Tocqueville al cerrar su reflexión?^’ (II-II, 20).
Ahora bien, con ser grave para la estabilidad democrática la form ación de islotes aristocráticos en el océano de la igualdad social.
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26. El lector debe recordar que el razonam iento no lo ha aprendido en los Manuscritos de economía y filosofía de Marx (Madrid, Alianza Editorial, 1974; cf. sobre todo el prim er m anuscrito), sino en el texto de Tí>cqueville.27. Una aristocracia que no es la feudal ni la napoleónica, pero que sí es aristocrática. Por m ucha movilidad in terna que haya en ella, hasta el punto que el movim iento no perm ita trazar en derredor suyo un círculo que perm ita reconocerla como clase en lugar de como suma de ricos personalmente considerados, la riqueza ha creado dos tipos de hom bres en la sociedad que se necesitan m utuam ente en el trabajo y se excluyen m utuam ente en todo lo demás (ib.).
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no es ése el único ni principal motivo de preocupación para el futu ro de la m ism a. La concentración industria l refo rzará desde la econom ía al enemigo nato de la libertad política, la centralización adm inistrativa. Su localización en determ inados cen tros de cada país traslada hasta ellos a m asas de obreros en busca de trabajo, a los que junto a la prom esa del salario garantiza una altísim a cuota de incertidum bre en su cobro, en función de los vaivenes del m ercado: incertidum bre que grava sus destinos, en adelante sujetos a las m areas «de abundancia y de m iseria», y pone en jaque «la tranqu ilidad pública» (II-IV, 5). Esas condiciones, en las que se ven asim ism o am enazadas la salud y hasta la vida de los afectados, son las requeridas p ara un m ayor auge aún del m ism o beneficiario neto que surgía de la necesidad de crear y m ejorar las infraestructuras necesarias —red viaria, puertos, canales, etc.— al desarrollo de la propia industria: nos estam os refiriendo, como es lógico, al poder del Estado. Este se ve ahora urgido a hacer frente a las nuevas necesidades sociales, cada vez m ayores y m ás acuciantes para un sector creciente de la población, tarea ésa que conlleva la puesta a su disposición de nuevos m edios con los que afron tarlas con ciertas garan tías de éxito. R esum iendo: la concentración de la industria fom enta la centralización política, vale decir, la p robabilidad de la tiran ía.
La experiencia europea añade ciertas piezas nuevas a este ta blero, además de confirmar otras. Si en lugar de abundar en las ideas quisiéramos sintetizar el razonam iento en un ejemplo real, el experim ento tendría un nombre: París: la ciudad que, tras devorar la periferia, ha term inado adueñándose de cuanto en la actualidad hace referencia a Francia. A su condición de centro del lujo, el ocio y la cultura que fue adquiriendo a lo largo del Anden Régime, la capital francesa ha ido asumiendo un papel casi monopolista tam bién en la industria y el comercio, por lo que una ciudad de fábricas acabó por yuxtaponerse a la antigua de intercam bios, negocios y p lacer (ARR, II-7). No querem os en tra r en detalles, pero la significación de la actual París no se cap taría cabalm ente si privam os a la adición anterior del sum ando restante, llegado en parte con esa ola de novedades: el constituido por una m ayor presencia y peso en la política interna del ejército, la uniform idad legal precedente a la de las costum bres y la pérdida de valor de las tradiciones locales.
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Detengám onos por un m om ento ante la vista de tan to peligro. Hemos hecho un recuento de la totalidad de los males con los que el futuro flagela las perspectivas de la dem ocracia, y hasta los hemos agrupado en un símbolo al que hemos dado el nom bre de París. Sin duda, la capital francesa era lo suficientemente grande para que cupieran en ella todos los males, ¿pero cabían todos juntos? ¿Era posible la coexistencia de todos sim ultáneam ente, y aprovechando la fuerza ^ue da la unión tom ar por rehén alguna ciudad, en lo sucesivo considerada una feria del mal? El politólogo francés, que sepamos, no se pronuncia al respecto, pero el lector avisado sabe ya que eso no es posible. ¿Cómo hacer cuadrar la uniform idad de leyes y de costum bres tra ída por el A nden Régime con la aportada por la tiran ía de la mayoría? Y más aún: ¿cómo hacer coexistir ésta con la desigualdad introducida por la industria? La tiranía de la m ayoría se daba en plena descentralización adm inistrativa y partía de la igualdad; la desigualdad de la industria, en cambio, augura un brillante futuro a la centralización burocrática, que en el caso de Francia la presupone, y en todos los casos la fomenta. La alienación con la que salda la industria sus cuentas espirituales con sus operarios difícilmente les perm itiría al salir de la fábrica dedicarse con pasión a elaborar esa sofísticada visión del mundo, que sólo si fuera panteísta les dejaría satisfechos; etc. Tocqueville destacaba cómo al pagar el obrero con especialización en el trabajo, el cambio devuelto por la m áquina era la alienación, y resum ía el negocio en una doble paradoja: la perfección del arte entrañaba la degradación del artesano; la mejora del obrero se hacía a costa del empeoramiento del hombre (DA., II-II, 20). Podía haber añadido que había una persona m ás en sufrir las pérdidas dentro del obrero; el ciudadano. ¿Cómo, en efecto, podría un ser m utilado en su espíritu, m aquinizado hasta en su moralidad, poner en juego el caudal de inteligencia requerido por la vida política participativa, o bien explotar la personal fuente de energía requerida por la autodirección de los propios asuntos? Repetimos conclusión: el conjunto de males citados por Tocqueville es posible; es imposible que puedan darse conjuntamente.
El ejemplo de París, empero, no ha sido traído aquí a colación únicam ente como dem ostrativo del origen diverso, o de los efectos análogos, de la concentración industrial francesa respecto de la americana —o de la inglesa—, ni tam poco para sobrevalorar sus m éri
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tos en relacióti a la cantidad de males presentes susceptible de recibir acogida dentro y fuera de sus salones, sino por m arcar mejor que en ningún otro lado las líneas conducentes al futuro. La actividad industrial, ya lo vimos, recavaba al unísono del proceso productivo dos razas antagónicas, la clase industrial y la nueva aristocracia de la riqueza, que, análogam ente a blancos y negros en América, no podían coexistir juntas. Se tra ta de una gesta que no quedará sin reconocimientos en la historia, pues de m om ento ya ha conseguido dos cosas notables: por un lado, reinsuflar en ésta el viento revolucionario que, tras la de 1789, y a causa del m ayor b ienestar deparado por ella, había dejado de soplar^*; por el otro, como donde ese viento se hace sentir es en París, en su presente vive ya una parte del futuro europeo y la tendencia igualmente futura de cualquier otra democracia. La propiedad ha dejado de ser hoy tan sagrada, declara Tocqueville, como el derecho que la recubre, puesto que el voraz crecimiento de la industria ha conseguido recrear una sociedad parcial en el seno mismo de la grande, y la nueva criatura, obedeciendo a la desigualdad, obedece instintos opuestos a los de su ahora enemiga, y dentro de ella la clase productora aparece demonizada por su producto, pues padece males en su producción y no obtiene bienes de lo producido. El citado desarrollo, unido a la propia constitución interna de las relaciones industriales, auguran que pronto las dos clases medirán sus fuerzas sobre el campo de batalla, y que será la propiedad el escenario del combate^®. Con ese trem endo augurio cerró Tocqueville sus reflexiones sobre el significado social de la propiedad industrial, y el futuro no dejó pasar la ocasión de ponerse de su parte.
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28. Cf. La majorité ne veut pas de révolution, et pourquoi, en O.C., III, 2, pp. 99-101 (segundo de los artículos originariamente publicados de manera anónima por Tocqueville en el periódico «Le Siècle» en enero de 1843 bajo el título general de Lettres sur la situation intérieure de la France). El texto aparece traducido en la presente edición.29. Cf. los escritos De la classe moyenne et du peuple (idem, pp. 738-741), y el te rcer artículo aparecido en el diario citado en la nota precedente Les partis qui existent en dehors de la majorité ne peuvent faire la révolution (id., pp. 101-106). Cf. tam bién el celebérrim o discurso parlam entario pronunciado en enero de 1848 (id., pp. 745- 758). [Los dos textos aparecen traducidos en la presente edición]. Mili, más radical aún, lo considera el conflicto moderno, y propone {R.G., cap. VI) un gobierno en el cual la representación lo sea de todos y no sólo de la mayoría (es decir, que una vez m ás recupera a Aristóteles, en este caso su distinción entre «república» y «democracia», Política, 1295 b).
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Mas como aquí no nos in teresa la h istoria, sino su teoría, hem os de cerrar n uestra exposición de la m ism a recordando cómo este m al in troduce notables convulsiones en ella, tan to en lo que hace a la coherencia interna^“ como en lo referente al tratam iento que le d ispensa. Su casu ística bien podría hacernos decir que si Tocqueville le hub iera d ispensado la atención que a los an te rio res h abría debido, en cierto sentido, de cambiar problem ática, pues una nueva ép6ca se introduce con la industria, según él m ism o reconociera, en la sociedad dem ocrática: como tam bién en el te rrito rio confinado en su periferia. Cuando hablábam os de los bienes deparados por la dem ocracia éstos aparecían con la abundancia de un m aná; ahora, que acabam os de hacer lo propio de los males, éstos parecen casi irreversibles^'. Lo que al punto se im pone es in ten tar ju n tar unos y otros en una m ism a moneda. Es decir: si de los bienes han salido m ales, y si a los m ales les han salido o tros males de diverso origen, ¿cabrá reorien tar la dinám ica de aquéllos para que se reproduzcan a sí mismos, o producir nuevos bienes con los que com batir a los m ales? Es lo que pasam os a discutir.
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2. Los m edios de la libertadLos bienes generan elem entos nocivos pero tam bién generan
anticuerpos contra ellos. El prim ero de los enum erados por Tocqueville contra la tiran ía de la m ayoría es la ausencia de centralización administrativa, del que ya destacamos tanto su condición de aliado innato de la libertad como el despotism o que lo am enazaba desde el señuelo individualista. La am ericana era, recuérdese.
30. Losurdo las ve como resultado de la obsesión que el socialismo despertó en Tocqueville después de la Revolución de 1848 (Hegel, Marx e la tradizione liberale, Roma, 1988, pp. 157-159). Nosotros simplemente creemos~que no es posible encerrar los nuevos conflictos sociales traídos por el desarrollo de la industria en el m arco político en el que ha ido desenvolviendo sus anteriores consideraciones, entre otras razones porque dicho conflicto ya no es en prim era instancia político.31. Es lo que acentúa Valentini (op. cit., pp. 134 s) en un razonam iento que, cual flautista de Ham elin intelectual, sólo casualm ente tropieza con la verdad (por ej. en las pp. 137-138).
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pura centralización gubernam ental. La m ayoría tenía derecho a todo y lo podía todo. Ninguna otra voluntad estaba en grado de distraer la suya, ningún otro poder era poder ante ella. Ahora bien, esa m ism a m ayoría se autolim itaba sin saberlo ni quererlo en la p ropia constitución, por cuanto establecía los principios pero dejaba su aplicación en otras manos; en funcionarios que ni siempre ni en todo dependían de ella, ni podía perm anentem ente dirigir. Su om nipotencia residía pues en el querer, no en el hacer. Y aun allí se to paba con otro límite: quería muy pocas cosas, las im portantes tan sólo, mas no se ocupaba de «regular las cosas secundarias de la sociedad», y ni tan siquiera una tal cosa le pasaba por la mente. Todopoderosa en su esfera, en suma, el deseo de serlo m ás allá y la capacidad técnica de serlo en los detalles constituían dos carencias que im pedían a la todopoderosa m ayoría ser realm ente tirana en el conjunto de la sociedad^^.
Un segundo anticuerpo venía señalado en el «espíritu legista» de los americanos^^. Con él, la sangre aristocrática penetra en el cuerpo democrático a lo largo y ancho del mismo. En efecto, la m ateria de ese espíritu, jueces y abogados, han llegado a supurar hábitos tan singulares que ascendieron a instinto: el am or al orden —que es tam bién el am or al medio conducente a dicho fin, la au toridad: de hecho optarán por la tiran ía frente al arb itrio cuando tengan que elegir—, una predilección cierta por las form as y una debilidad innata por la coherencia en el discurso. Amos, además, como los sacerdotes egipcios, de un saber socialm ente necesario conform an la clase privilegiada de la inteligencia, a la cual «la com unidad de los estudios y la unidad de los métodos» term ina por vincular en un «cuerpo»: intelectual, repetim os, pero tan fuerte como si «el interés» hubiera unido «sus voluntades». La barrera que el conjunto de tales circunstancias les separa de la sociedad se eleva aún m ás cuando se recuerdan la naturaleza de la legislación o la posición social ocupada por sus m iem bros. En el p rim er caso.
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32. Acerca de las garantías que autonom ía local y asociaciones ofrecen contra el despotismo, cf. J. Trías, La autonomía local y las asociaciones en el pensamiento de Alexis de Tocqueville, REP, M adrid, n.° 123, 1962, pp. 133-194.33. Ya Burke lo había vinculado a la libertad {Discurso sobre la conciliación..., cit., pp. 323-325).
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la sentencia que excava hasta el precedente^“' para encontrar su fundam ento asienta en las decisiones ideas, opiniones y gustos de ayer, al punto que lo viejo se asim ila supersticiosam ente a lo bueno y se vuelve venerable; añádase al prestigio de lo antiguo una inclinación am orosa hacia «lo que es regular y legal», y nos harem os una idea más cabal de la naturaleza por así decir servil de ese mundo, de su condición conservadora, en el que la persona sólo aspira al decidir a saber elegir en el dédalo de voces inveteradas la que conviene a su caso. Y esos individuos son los que ocupan los cargos públicos de m ayor rango e influencia, en los que confía —intelectual, pero tam bién m oralm ente— una sociedad que ha abolido los privilegios al «rico, al noble y al príncipe», lo cual ahonda aún más su deseo de preservar en una situación de inmovilismo su posición social. Es la sola aristocracia connatural a la democracia, y por tanto, enfatiza Tocqueville, una garan tía de autoprotección: el necesario «contrapeso» que «modera y retiene» la corriente de la voluntad m ayoritaria cuando se deja seducir por sus propias pasiones^®. ¿Pero cómo lo logran, y cómo, al lograrlo, no se convierten en el verdadero poder, es decir, cómo la dem ocracia no se ha vuelto aristocracia? La razón es simple; aristócratas por sus gustos y por sus costum bres, su origen y su interés, en cam bio, les devuelven plenam ente al centro de la dem ocracia. Y en los legistas, como en los demás hombres, es el interés personal lo que prim a en su conducta: ¿Y dónde encontrarlo mejor y más legítimamente satisfecho que en un régim en en el que el soberano les eleva a las más altas m agistraturas? Por lo demás, tales individuos, tomados uno a uno o como cuerpo, carecen de la m ás m ínim a posibilidad de d istribu ir p rebendas con las que adulterar la voluntad de la m ayoría. Así, es a p a rtir de esta concordancia básica entre aquéllos y el pueblo dem ocrático, que hace de la potencial clase aristócrata un m ero
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34. Paine (Rights..., cit., II-4) había em prendido contra él una crítica demoledora, que no es en realidad sino un fenómeno de su crítica al corazón de la doctrina de Bur- ke, quien negaba a cada generación autoridad para decidir su destino (la idea de Paine, como es sabido, será desarrollada simultáneam ente tam bién por Kant, de m anera quizá m enos vehemente, pero con pareja contundencia).35. Se tra ta aquí, como puede apreciarse, de una extrapolación de la idea de división de poderes al cam po social.
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espíritu aristocrático, como éste esparce su influjo por todo aquél: desde los tribunales entra con sus sentencias en los asuntos políticos, y si bien «no puede forzar al pueblo a hacer leyes», sí puede, en cambio, constreñirle «a no ser infiel a sus propias leyes y a perm anecer de acuerdo consigo mismo»; desde lo alto de su arbitrio ha sido capaz de m antener inm unes las leyes civiles a la pasión innovadora de la mayoría, limitada de este modo a las leyes políticas; por último, como la m ayor parte de las cuestiones políticas acaban por resolverse judicialm ente, una gran m ayoría de la población ha terminado por im buirse de dicho espíritu. En tal guisa, concluyamos, ha sido como el espíritu legista ha logrado m odelar la sociedad.
El tercer anticuerpo tiene que ver con esto últim o; la fam iliaridad social con las form as judiciales se ha concretado y acentuado con la institución del ju rado . In stitu to ju ríd ico e in stitu to político, el ju rado es im portan te en el p rim er aspecto y decisivo en el segundo. La frase con la que Tocqueville c ierra el título sobre el ju rado , que es tam bién la final del capítu lo que estam os com entando, aleja cualquier duda al respecto: «el ju ra do, que es el m edio m ás enérgico de hacer re in a r al pueblo, es tam bién el m odo más eficaz de enseñarle a reinar». Es esa m ism a labor pedagógica desarrollada por el ju rado la que había sido resaltada unas páginas más atrás, al reconocerlo como «uno de los m edios más eficaces de los que pueda servirse la sociedad p ara educar al pueblo»^*^. Nosotros no vamos a en tra r aquí en mayores disquisiciones; más bien nos ceñirem os, con las palabras del p ropio Tocqueville, a enum erar los efectos de tal institución sobre la sociedad en su conjunto, que son los siguientes: infunde en el esp íritu de los ciudadanos parte de los hábitos del espíritu del juez, que son la m ejor in troducción a la libertad; disem ina en todas las clases el respeto por la cosa juzgada, así como la idea del derecho, que perm iten convivir en el corazón del sujeto el respeto social y el am or a la independencia; enseña a p racticar la equidad en aras del propio interés personal; alim enta en aquél una pasión viril que
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36. Mil com partirá esa devoción por el jurado (R. G., cap. III), como tam bién por las asociaciones, en las que verá escuelas «de educación política para los ciudadanos» (id., p. 365). Constant, por su parte, había llegado incluso a afirm ar que sin el ju ra do no habría «garantías judiciales» (op. cit., cap. IX).
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es condición de toda virtud política: el saberse responsable de sus propios actos; socializa a cada sujeto, com batiendo en él el hollín que el egoísm o personal deposita en tre los engranajes de la m aquinaria social; influye indirectam ente en el juez cuando éste debe p ro n u nciar sentencia por sí solo; en fin, e per concludere in be- llezza, com o d iría un italiano, form a el ju icio y aum enta la in teligencia del pueblo: los am ericanos deben a tribu ir su inteligencia p ráctica y su buen sentido político a la honda presencia de la citad a institución en su seno (I-II, 8).
Así pues, de la naturaleza y ejercicio del poder político, del peso adquirido por la esfera judicial en la sociedad am ericana, así como de la im plantación obtenida por la institución del jurado, que participa de las dos esferas, dim ana el cerco de garantías que la dem ocracia traza ante el espectro de la tiran ía de la m ayoría, la tr iple m uralla que sirven de parapeto a su futuro.
Al igual que en el caso de la tiran ía de la m ayoría, en el del individualism o, inspirado fautor del despotism o burocrático, la libertad ha dispuesto en suelo am ericano de toda una batería de m edios para preservarse en el orden democrático. El prim ero de ellos, el rem edio políticam ente más natural contra la alianza que en to rno al egoísmo se forja entre igualdad y despotismo, es la activa participación^^ del individuo en las instituciones libres que enm arcan su vida. Metido a protagonista y gestor del interés general, tratando «en com ún los asuntos comunes», cobra conciencia del vínculo que liga su interés personal al de la sociedad, e incluso de cómo la am bición se satisface en ocasiones olvidando el egoísmo, con lo cual el dominio indisputable que éste ejercía en su corazón es desafiado
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37. Mili com partirá la idea de extender la participación popular en la política, y de hecho abogará por una am pliación del sufragio (R.G., cap. VIII) —aunque establezca restricciones, como es sabido—; incluso sus elogios de Atenas, como el del cap. III, se inscriben en esa línea. Pero la participación política, según la concibe Mili, es m ás restringida que la de Tocqueville, pues incluso el cuerpo de los representantes ejerce funciones de aprobación de las leyes, control del gobierno y otras judiciales, mutatis m utandis análogas a las preconizadas por Aristóteles (Política, 1281 b) para la asam blea republicana ateniense (id., cap. V, pp. 211 s). Acerca del concepto de p a rticipación en Tocqueville, cf. Sorgi, Per uno studio della partecipazione politica. Hobbes, Locke, Tocqueville. Lecce, 1981, pp. 133-168; cf., también los trabajos de Matteucci y Botana entre otros.
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por los nuevos pretendientes que, sin discutirle el cetro, aspiran a un trono ciertam ente com partido. A este respecto, el carácter electivo de los cargos públicos, la m ultitud de elecciones p ara cubrirlos, más la am plia gam a de los m ism os inherente a la doble ad m inistración, tan potenciadora de los poderes secundarios, ofrecen a los ciudadanos la oportunidad y el medio para salir de sí mismos, rem embrándoles en su condición de seres sociales la conciencia de seres sociables. En este contexto, la práctica política está preparada para, con el tiempo, fundir en una misma sustancia espiritual el deber con el interés; lo que em pezara por virtud de la necesidad —actu a r en pro del interés general—, pasa a convertirse en instinto; y desde ahí es ya m ucho m enor el trecho que le lleva a tran sm u ta rse en hábito y gusto: el ciudadano sabe y quiere servirse a sí m ismo sirviendo a sus conciudadanos.
En la lucha contra el individualism o, las asociaciones constituyen uno de los puntos fuertes de la libertad. Hablam os de ellas más arriba, al tra tar del pluralismo constitutivo de la sociedad am ericana, com putándolas entre los medios —junto a la prensa— que los partidos ponían a disposición de sus fines. Las veíam os necesarias para la política y vitales para la sociedad, pero en ninguno de los dos casos habíamos term inado de explicitar por qué. Las asociaciones son en principio individuos colectivos form ados con vistas a realizar de m anera conjunta lo que simples individuos no pueden, hoy en día, realizar por separado. Compensan, pues, con la fuerza del grupo la debilidad de aquéllos singularm ente considerados —debilidad, ya se vio, característica de las sociedades igualitarias. En esta función, digamos, puram ente instrum ental, su com etido se agota en dar más fuerza a los individuos. Mas las asociaciones no sólo perm iten hacer m ás cosas que sus integrantes: perm iten asim ism o hacer cosas que sólo la sociedad debe hacer^*.
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38. Esta funcionalidad social de las asociaciones, indispensable asimism o para el m antenim iento de la libertad individual, ya les fue reconocida por Humboldt, quien las veía por tanto como la dem ostración tanto del posible autorreforzam ien- to de la sociedad, como de su correlato, la necesaria restricción de la acción social del Estado, que Hum boldt confinara a la sola esfera de la seguridad (Los límites de la acción del Estado, cit., pp. 21 y 46-47). Por lo demás, dicha idea no era sino aplicación de su exaltada y rom ántica confianza en los frutos de la cooperación
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Su sola existencia indica que la in teracción de los individuos entre sí, la única m áquina hum ana en grado de producir y renovar sentim ientos e ideas que anuden a unos con otros, está ya funcionando a la perfección; pero como existen para llevar a cabo toda clase de m enesteres —económ icos o morales, etc.—, al culm inar con éxito sus em presas están evitando al m ism o tiem po que otro poder las suplante en su función; y si en el prim er caso su presencia era una am enaza a la am enaza del individualism o, en el segundo su éxito es un aval contra la centralización política del despotismo. Es decir: en am bos casos dan fuerza a la sociedad; en este últim o especialm ente, porque el desem peño de sus tareas sociales m antiene a la política en la esfera política, evitando así el ejercicio tiránico^® del poder social, o como se dice en la actualidad el so- brecargam iento de la política, uno de los m onstruos traídos por la m odernidad al llevar a efecto una secularización del poder que te n ía todos los visos de una nueva religión““. En esta tesitura, el
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intersubjetiva como m edio para que el hom bre alcance el desarrollo de su completa personalidad (id., cap. II).39. En nuestros días. Walzer, nos parece, ha retomado, desarrollándolo, el principio tocquevilliano (cf. Las esferas de la justicia, México, 1993, p. 13 y cap. I). El intento de hacer valer forzosam ente la posesión de un bien en la obtención de otro es el in tento, dice Walzer, de im plantar la tiranía. Por lo demás, ya en días pasados Cervantes se habla mofado de aquel gañán que, en su pretensión de ser actor, avanzara como único argum ento su condición de cristiano viejo (cf. esa joya llam ada El retablo de las maravillas).40. La soberanía popular, tan om nipotente como Dios, si es su rasgo quizá más visible, no es desde luego el único: la escatología del progreso, la supresión de las diferencias humanas en el reino —mortal, en todos los sentidos del término— de la utopía en el que desemboca, etc. son otros tantos fenómenos de una secularización concebida como una suerte de teología política. No es de extrañar que N. Lerner, estudiando el problem a en Iberoam érica, tierra abonada desde antiguo para este tipo de semillas, haya intentado denunciar ese maximalismo, lo que significa prestar atención a la vida privada de los individuos, sentim ientos incluidos, contar con su presencia en el reino de la política, valorizar el presente, refuncionalizar la utopía como m era idea que no nos saque de nuestro tiem po aünque nos im pulse a cam biarlo h a cia mejor, etc.; y que para tan titánica tarea, que en definitiva es la de dar una respuesta positiva a la pregunta por la posibilidad para la sociedad moderna de «elaborar políticam ente una identidad razonable» (la pregunta es de H aberm as), no haya du dado en recuperar lo aprovechable del postm odernism o —el valor de la subjetividad, la desm itificación del Estado, etc.—, pese a su desacuerdo básico con él (cf. Lerner, Los patios, cit., caps. V y VI).
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significado de las asociaciones se superpone a las de los poderosos señores de antaño, siendo de hecho el aristócrata '" colectivo creado (en América) por la igualdad.
Un origen fijo de las asociaciones se encuentra en los periódicos, cuyo papel en la preservación de la libertad deviene igualm ente determ inante. Estos son a la vez causa y efecto de aquéllas, pues reúnen en torno a su luz las mil opiniones sintonizadas con ella que, como polillas, flotan dispersas por la sociedad, y las unen conform ando asociaciones. Las cuales, a su vez, apenas constituidas, necesitan de una voz común por la que expresarse que sea también única an te el exterior. A d em ás, de órganos de expresión de las asociaciones'*^, los periódicos son ellos mismos asociaciones ideales, cuyos miembros son sus respectivos lectores, ante los que ofician de portavoces de «una doctrina o un sentimiento común». De este modo contribuyen de nuevo a la pervivencia del pluralism o social, que es la de la libertad, pues en torno a su núcleo dan form a a grupos de opinión que, como tales, oponen una resistencia invisible a la tendencia de la mayoría a im poner un solo metro moral en la sociedad.
En relación con su vida civil, en un individuo cabría la auto- percepción subjetiva de la autosuficiencia; en relación con la vida política, ni eso cabría: así, las asociaciones, retenidas antaño im portantes a tal fin, son declaradas hogaño vitales para el mismo. No hay fin político alcanzable sin asociación, ni hay m ejor pedagogía política que ella, pues si para lo prim ero produce el deseo de unirse, para lo segundo «enseña el arte de hacerlo». Tal fin m uestra un origen social autónom o para tales asociaciones, lo cual no es óbice, empero, para su com penetración con las civiles: éstas llevan a aquéllas, las cuales, por su parte, las m ultiplican y perfeccionan. Tal fin, m uestra, desde otro punto de vista, cómo un
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41. En el espíritu de la aristocracia había libertad; Tocqueville estaba convencido de ello, como tam bién que en su cuerpo había libertad sólo para los aristócratas, una m inoría de la población. La supervivencia de la dem ocracia exigía inhum ar el cuerpo y exhum ar el espíritu, y las asociaciones eran parte de los diques puestos por la libertad contra la centralización (sobre la conexión entre feudalismo y libertad, que es otro modo de hablar de la relación entre Guizot y Tocqueville, cf. Furet, op. cit., p. 217).42. Lo son tam bién de las adm inistraciones secundarias en las dem ocracias descentralizadas (cf. II-II, 6).
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núm ero insólito de personas —tales asociaciones son, en efecto, más amplias que las civiles—, cualesquiera sea su origen, edad, procedencia, patrim onio, etc., pueden acordarse en torno a un mismo proyecto, y subordinar sus voluntades singulares a la voluntad com ún; tal medio, de su lado, les enseña a organizarse, a coordinar sus esfuerzos p ara que la sum a de las energías particulares cristalice en una acción colectiva. Es de esta form a como se convierten en «escuelas f)úblicas gratuitas» donde a cada uno le es posible ilustrarse sobre «la teoría general de las asociaciones» (civiles incluidas). Merced a esta labor, el objetivo social propio de las asociaciones políticas no se olvida tam poco en las civiles, aparte que la proliferación de éstas actúa tam bién en el sentido, ya indicado, de servir de b arrera a cualquiera de las dos tiran ías posibles; y el m edio asociativo de perseguir dichos fines, gracias a su uso continuo, nunca llega a revestir el peligro, en América, que tiranos, acólitos o aprendices de dem ócratas le suponen en Europa.
La tercera defensa contra el individualismo, la libertad, la descubre en la teoría del interés bien entendido, un cuerpo de p receptos y evidencias con el que se aporta desde el cam po de la m oral el fundam ento de la enseñanza aprendida en plena práctica política: la vinculación del interés general y el interés particular. En una sociedad dem ocrática, dom inada por la igualdad, y con el deseo de b ienestar acuciando la voluntad en cada una de sus determ inaciones, los principios de la vieja m oral han caído en bancarro ta , como tam bién sus héroes, esos seres que en medio de arrebatos sin cuento inm olaban en el altar del sacrificio —a los dem ás— la propia persona, han sido barridos de un plum azo por el —nuevo— destino. La nueva m oral deslegitima la vergüenza que la v irtud siente ante la utilidad, llam ándola locura. Por el contrario , asienta la conexión íntim a existente entre ambas, y para dem ostrar la socialidad del lazo, para evitar una rápida identificación de la virtud como ideología del egoísmo, se apresta a dem ostrar acto seguido cómo el interés de cada individuo consiste en ser honesto“* .
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43. Es en este punto donde Aron halla un paralelism o entre la democracia antigua y la repúbhca moderna, pues «en ambos casos, los ciudadanos deben someterse a una disciplina moral, y la estabilidad del Estado se funda en la influencia predom inante que las costumbres y las creencias ejercen sobre la conducta de los individuos» (op. cit., pp. 274-275). Cf. tam bién Zetterbaum , op. cit., p. 730.
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vale decir; en ayudarse recíprocam ente y en sacrificar voluntariam ente al Estado una parte de su tiem po y su patrim onio.
Frente a los grandes cuerpos doctrinales del pasado que sacan al hom bre del mundo, frente a la verdad del instinto con la que la intuición le hace conocer a determinadas personas su condición de elegidas, la doctrina actual es no sólo m undana, sino tam bién universal; no es, ni mucho menos, tan elevada como la prim era, ni tan selectiva como la segunda, pero es útil a todos y cada uno, sabe sacarle partido a su manera. El escenario dem ocrático no es la platea idónea para héroes ni elegidos, ni el campo de batallas metafísicas entre razón y pasiones, o teológicas entre fe y razón, al igual que su horizonte si es una límpida línea que lo separa del m undo natural y de sus arrebatos cósmicos; aquí los san jorges han corrido la misma suerte que sus dragones, y en su lugar aparece un paisaje bastante más rutinario, pero tam bién más igualitario y hum ano, en el que el torneo moral se libra en el interior del interés de cada sujeto, donde un egoísmo instintivo libra una lucha sin cuartel contra otro más ilustrado por hacerlo caer de su lado, y de paso a la cohorte de pasiones que regirán su conducta; y donde un individuo así movido no representa, desde luego, al sujeto virtuoso de antaño, pero sí consigue, junto a los demás, aportar la «más poderosa garantía» para la supervivencia de la sociedad, en adelante dominada por la regularidad, la moderación y la autonom ía de sus miembros. Hay menos virtud, por tanto, pero son muchos más los virtuosos. La nueva doctrina, en definitiva, es la propia de la sociedad democrática, igualitaria y tendente al bienestar, y contribuye a preservar en ella la libertad porque ilustra m ediante verdades evidentes a sus miembros en los deberes sociales que no pueden eludir so pena de acabar en el despotismo: les ilustra en la verdad esencial de que, siendo seres sociales, es parte del interés propio velar por el interés general (cf. II-IL 4-8)“'*.
H asta aquí hem os hecho balance de los medios con los que cuenta la dem ocracia frente a los dos prim eros tipos de peligros
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44. Cf. Hirschm ann, The Passions and the Interests. Political Arguments, Princeton University Press, 1977, parte I, y Volkmann-Schluck, Möglichkeit und Gefährdung der Freiheit in der Demokratie (en Philosophie und Politik, Dusseldorf, 1960), p. 28.
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—de los tres señalados en la sección anterior— que blanden su espada sobre ella. N uestra exposición ha pretendido seguir el desarrollo del pensam iento tocquevilliano sin apartarse dem asiado de sus cauces; cabía sin duda adoptar un punto de vista menos analítico y m ás sintético, que abrazara en un único movimiento explicativo al conjunto de los m edios y dem ostrara, en los casos pertinentes, su polivalente eficacia contra aquéllos. Pero de este m odo el lector se 'habría privado de observar algunos de los pun tos débiles del discurso tocquevilliano, que no siem pre acierta a convencer de por qué tales m edicam entos son los idóneos p ara la señalada enfermedad. Nos explicaremos con ejemplos. La mayoría estaba preparada en principio para ejercitar su tiran ía de dos m aneras, una política y la otra intelectual y moral. ¿Cómo actúan contra esa doble vertiente los rem edios recetados? El prim ero de ellos, la descentralización adm inistrativa, es un factum jurídico-político del ordenamiento norteamericano y su sola presencia basta para cura r la enferm edad aunque no neutralice algunos de sus síntom as: la m ayoría, recuérdese, podía en su ám bito de acción querer de cualquier m anera y quererlo todo: pero ni su acción se desarrollaba en todo ám bito ni aplicaba personalm ente lo que quería. Con otras palabras: se ha volatilizado, en la práctica, la p rim era m odalidad de tiran ía de la mayoría'*®. Em pero, la segunda perm anece intacta, y la am enaza de excluir de su seno a las m inorías diferentes dem ostraba su intención de absorberlas en su interior, el lánguido reino de la uniform ización y de la m ediocridad. La descentralización no traspasa ese pórtico sagrado de la igualdad en el que las ideas, los sentim ientos, los gustos y las costum bres adoptan form as lentas porque com unes, inertes porque hom ogéneas, simples porque universales, en el que expira el tiem po —su afán de novedades— cuando se cierra el círculo, y en el que las pasiones se mueven en torno al solitario eje del bienestar.
De aquí prom ana más de una consecuencia; en prim er lugar, que la tiranía de la mayoría puede, a lo sumo, ser social pero no política (y que p ara esa enferm edad, repetim os, el previsto ungüento
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45. Esa contradicción de Tocqueville no ha sido m ejor percibida por sus estudiosos (cf. Schleiffer, op. cit., caps. 9 y 15; Lam berti, op. cit., su conclusión a II-4).
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de la descentralización se revela del todo ineficaz); en segundo lugar, que la m odalidad de tiran ía ejercitable por la mayoría, al tener al bienestar por centro, cuyo im án atrae gran parte de las ideas, los sentimientos, etc., citados, la lleva directam ente a los dom inios del segundo peligro, el del individualismo; en tercer lugar, que ese centro que atrae los elem entos com unes lo que hace, al absorberlos, es justam ente aislarlos: saca de la m ayoría a cada miem bro, y aunque los m antiene intelectual y m oralm ente idénticos los separa como m ónadas al darle a cada uno su interés específico. Es decir: los m antiene iguales, pero por separado; por últim o, que, así, el único aspecto en el que la mayoría puede ser realm ente tirana im plica haber sacrificado en el cam ino la posibilidad de ser el sujeto político soberano'**’. Ha renunciado, o está en proceso de hacerlo, ante el déspota centralizador, que fom entará desde el gobierno la m ism a política disgregadora que la m ayoría fom enta al querer el bienestar. Un proceso, adviértase, en «el que los vicios de las instituciones se desarrollan tranquilam ente a través de los vicios entre los hombres»“*’, y cuya conclusión es tam bién la de la propia m ayoría como entidad colectiva diferenciada. Cuando im pere el déspota la m ayoría no am enazará ya a nadie porque habrá perd ido incluso el lujo de existir.
Pero volvamos con Tocqueville, si bien al menos ha de quedar clara una cosa: la descentralización administrativa, que impide una tiran ía política de la m ayoría, ni roza su posible despotism o in telectual y m oral. ¿Conseguirán el espíritu legista o el ju rado desde el m undo judicial el resultado vedado a aquélla en el m undo político? Ambas, sin duda, elevan el nivel de la hum anidad en el ciudadano medio, aportan regularidad a su conducta, sensatez a sus juicios, equilibrio a sus opiniones, equidad a su interés, socialidad a su am bición, etc. Ahora bien, ¿no eran ésos precisam ente, y así.
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46. De Ruggiero, que ha visto bien, cómo de la alienación se concluye la tiranía, no ha percibido en cam bio cómo esa tiranía puede ser ejercida por la m asa (Storfa del liberalismo europeo, Roma-Bari, 1995, pp. 198-199); nuestra conclusión, por lo demás, difiere notablemente de la de Spitz (On Tocqueville and the Tyranny o f Public Sentiment, Political Science, 9 (2), 1957, pp. 3-13).47. La centralisation administrative et le système représentatif (en O.C., III-2, pp. 129-132).
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los ciudadanos que conform aban la mayoría? No era una m anada de bru tos la que conform aba la m ayoría, sino los m ismos ciudadanos que habían concedido electivam ente los cargos a los ju ristas y partic ipaban en todas las instituciones de la com unidad, sin excluir la del jurado. Concedámosles el beneficio del tiem po, veá- moslos tras un m ayor y fecundo rodaje de la práctica dem ocrática y de los beneficios que su espíritu recibe con esa pedagogía. Supongám oslos, en» sum a, m ucho m ás responsables, y —lo que es m ucho suponer— hasta un poco mejores: nunca serán dem asiado distintos de lo que son ahora, porque la naturaleza hum ana ya se sabe —al m enos eso creía saber Tocqueville— que no da m oralm ente m ucho más de sí, y que en ella el interés particular siempre acaba por convencer a la inteligencia de que es él quien lleva la ra zón. En este caso nos encontraríam os, por tanto, ante un orden social avalado en sus fundam entos por el espíritu legista y el jurado entre otras m aravillas, pero que sufre el peligro de verse socavado por la m ayoría que lo constituye: y que, p ara evitarlo, debe apelar entre otras maravillas al espíritu legista y al jurado''*. En suma, de los tres medios enum erados para frenar la tiranía de la mayoría los dos últim os se quedan sin tener nada que frenar, desde un punto de vista político, debido a la m era existencia del prim ero; y desde un punto de vista social, el prim ero no es medio de nada y los otros no ofrecen garantías in ternas de que no están construyendo castillos en el aire.
Si pasam os ahora a analizar la casuística de los tres rem edios con los que se asp ira a con jurar el segundo de los peligros c itados, el relativo al individualism o, tam bién aquí veríam os saltar el conejo de las sorpresas de la ch istera de la argum entación. No querem os extendernos aquí tan to como en el caso anterior, pero, al m enos, señalem os la paradoja de que uno de ellos, los perió dicos, serviría tan to o m ás que en su función antiind iv idualista
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48. Por lo demás, y aun en el caso de que los ciudadanos fueran mejores además de más ilustrados y responsables, quedaría por establecer que fuera ésa una buena ra zón para considerarlos lo suficientem ente racionales y tolerantes como para no expulsar la diferencia de su seno. Quien conozca mínimamente las universidades por dentro, y observe el com portam iento litúrgico de los sacerdotes de ese supuesto templo del saber, dará por sentado que tan anim osa solución no está lo que se dice cantada...
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com o antídoto del peligro antes citado, el de la tiran ía de la m ayoría, porque creando círculos de opinión au torizada podría contr ib u ir a segm entar lo suficien tem ente a la m ayoría com o p ara im pedirle constitu irse en sujeto m oral. Y respecto del o tro m edio que le es tan próxim o, el de las asociaciones, cabe destacar que Tocqueville, el hom bre habituado a ver males posibles en b ienes seguros, y al revés, en este caso se so rprende a sí m ism o decan tando las cualidades excelsas del su jeto colectivo, sin que un asom o de som bra pueda em pañar la c lara luz que irrad ia por el corazón de los individuos y el cuerpo todo de la sociedad. P arecería una esta tua de la que el hom bre no fuese el escultor. Nada, o apenas, de los subterfugios que em plean para conseguir sus objetivos, de las rigideces que atosigan el p luralism o en su seno, de la verticalidad organizativa en la que suelen encallar, de cuerpo del jefe, en suma, que obedece sum isa su voz de m ando, etc. Para acabar; los am ericanos d isponen ya, en activo, del conjunto de m edios necesarios para evitar que los potenciales peligros se h a gan reales; m as como, de hecho, el p rim ero de ellos sólo ejerce una am enaza teórica, el program a contra el potencial del segundo es de fácil ejecución: b asta ría la partic ipación activa en las in stituciones que articulan social y políticam ente la dem ocracia para que el espectro del individualism o, la tela de a rañ a que enm ascara el despotismo, por parafrasear librem ente a Diderot, acabara siendo m era leyenda. En ú ltim a instancia , por tan to , se tra ta —generalizando aquí por n uestra cuenta el p rincip io subyacente a alguna de las m edidas parciales arb itradas por Tocqueville— de con ju rar los peligros am enazadores de la libertad ex trem ando el uso de la libertad'*®. Una solución, por lo dem ás, habida cuenta de las p rem isas, que an tes aún de co n s titu ir u na opción llena de coraje personal, es en el p resen te contexto un requ isito de la lógica®“.
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49. Más libertad contra los peligros de la libertad, más dem ocracia contra sus propias consecuencias antidem ocráticas es tam bién la solución general propuesta por Mili, como reconoce Berlin (quien, por cierto, no se declara dem asiado convencido de que Tocqueville lo esté al respecto; cf. J. S. Mili y los fines de la vida [en Cuatro ensayos sobre la libertad, M adrid, 1988], pp. 266-267).50. Cf. Touraine, op. cit., p. 98.
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Pasemos a continuación a un tratam iento m enos elaborado: el destinado a evitar los agravios individuales y sociales de la industria. Cuando nuestro au tor escribe su obra, el lem a revolucionario francés no se ha hecho viejo —bebió al nacer el elixir de la eterna juventud— pero el paso del tiempo lo ha vuelto conflictivo. La igualdad y la libertad no se reclam an entre sí de m anera espontánea, su conexión no es sustancial. Hemos visto cómo Tocqueville hilvana pensam ientos con la m anifiesta intención de tejer la urdim bre donde el acuerdo entre ambas sea permanente, artificio éste que hubiera sido ininteligible unas generaciones atrás, cuando el mismo tenía los visos distintivos de los productos de la naturaleza®'.
Ahora bien, el conflicto que aquél pretende zanjar es de n a tu raleza política, y de hecho el tercer ídolo del parnaso revolucionario, la fraternidad, aparece en su obra como convidado de piedra. Lo que hace la industria es ahondar la tensión entre los otros dos al trasladar a un m arco social la an terior relación política; cuando la explotación y la m iseria —es decir: indefensión, desarraigo, ham bre, abandono, enferm edades, delincuencia, etc.— de una clase cada vez más num erosa constituye el saldo social de un contrato que declaró juríd icam ente iguales a las partes contratantes, la a tribución de libertad a am bas resulta tan sarcástica al menos como la anterior declaración de igualdad®^. El convidado de p iedra de antes se vuelve problem ático y em pieza a reclam ar sus derechos para salir del anonim ato en el que la teoría lo había confinado —sobre todo cuando el socialismo y el anarquism o, cada vez m ás en auge por entonces, lo catapultaban al estrellato; es en tonces cuando se percibe en todo su dram atism o que si la igualdad no realizaba antes sus deberes sociales creando la solidaridad nunca podría com partir soberanía política con la libertad. El cortejo de
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51. A decir verdad, ni en los m om entos de máximo optim ism o la unanim idad en la consideración natural de tal unión se había producido, como m uestra el caso de Rousseau, para el cual, tras afirm ar que no puede haber libertad sin igualdad, se aplica de inm ediato a extraer las pertinentes conclusiones políticas (cf. al respecto nuestro trabajo Rousseau y la igualdad material, en Discurso y realidad. Vol. VIII, n.° 2, oct. 1993, Tucumán [Argentina], pp. 57-66).52. Todavía hoy el razonam iento se sigue reproduciendo, como se constata en Pe- rels. Der Gleichtssatz zwischen Hierarchie und Demokratie (en Grundtechten als Fundament der Demokratie, Frankfurt, 1959), p. 69
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derechos económicos, sociales y culturales, que desde ese momento no ha dejado ni de crecer ni de desfilar” , la costilla sacada de la igualdad para, m ezclada con el barro de la sociedad, crear la solidaridad, se puso así en m archa a fin de preservar la dignidad h u m ana en cada persona, condición para declararla libre. A este nuevo desafío teórico-práctico, la obra de Tocqueville no responde con la m ism a contundencia y finalidad que los dos m ovim ientos cita- dos®“*, pero sí lo acoge en su seno y am aga un in tento de respuesta en algunas observaciones de política sociaP®.
Aparte las m em orias sobre el pauperismo®*, Tocqueville se in teresó cada vez más por la situación del «pueblo» —la nación francesa ya estaba a sus ojos dividida entre ricos, clases m edias y pobres o pueblo” —, golpeado con crudeza por la crisis económ ica de la década de 1840, com o atestiguan algunas de sus reiteradas colaboraciones en Le Commerce y o tros escritos dispersos, don de se le indican al gobierno algunos de los cam inos a seguir por la legislación social. E n tre ellos cabe señalar la exoneración del im puesto a los más pobres, la desgravación de los bienes básicos, o bien la institución de cajas de ahorro , de asilos p ara pobres, de escuelas gratu itas, etc.®* Tampoco en esta ocasión hem os de entra r más en profundidad en este tem a, pero no lo abandonarem os sin hacer paten te al lector el giro experim entado por un hom bre que apostó siem pre por la descentralización del poder com o ga-
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53. Cf. Fitoussi y Rosanvallon, Le nouvel âge des inégalités, Paris, 1996, cap. V.54. Creemos que tiene razón Coenen-Huther cuando, tras señlar la plena conciencia por parte de Tocqueville del «nuevo infierno» provocado por la pobreza traída por las relaciones industriales, añade sin em bargo que aquél —a diferencia de Marx, con quien com parte en buena medida el análisis— insta, sí, al legislador a dedicarle «una atención urgente», pero nunca llega a considerarlo como «la tendencia dom inante de la evolución social» (op. cit., p. 81).55. Para una profundización en la problem ática, cf. Drescher, Dilemmas o f Democracy: Tocqueville and Modernization, Pittsburgh, 1968.56. Acerca del pauperismo, cf. Bussolette, Tocqueville et le paupérisme. L'influence de Rousseau, Annales de la Fac. des Lettres de Toulouse, 16 (5), 1969 (cit. en Nolla); cf, también nuestro estudio de la edición de las memorias sobre el pauperismo de Tocqueville antes citada.57. Semejante estratigrafía social repercutirá de inmediato sobre el proceso de participación (al respecto, Sorgi, op. cit., pp. 166 s [véase el texto de Cipolla allí citado]).58. Cf. O.C., m -2 , pp. 742-744.
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ra n tía m áxim a de la libertad y, por ende, veía con pavor las n u e vas ru tas por las que éste se iba paula tinam ente centralizando (D.A., II-II, 5)® : y que, sin em bargo, no dudó en hacer ahora la apuesta contraria, la de una m ayor presencia del Estado en la vida social, el sujeto al que la nueva política liberal encargaba contr ib u ir a rep a ra r los estragos sociales de la in justic ia“ .
E ntre los m edios con los que la libertad cuenta para contestar con hechos la pretensiones de ciertos h ijastros de la igualdad de acabar con la dem ocracia aún queda por citar a uno de los más im portantes: la religión**. Podríamos haberla m encionado cuando hablamos del individualismo, contra el que actúa en su función de tratam iento doblem ente preventivo, a saber: instando de un lado al cum plim iento de los deberes hacia los otros y hacia Dios, y coadyuvando de o tro a que la conciencia del futuro, una de las m oradas de la responsabilidad, no desaparezca del horizonte del indiv idualista al que el dem onio del b ienestar com prara el alm a (cf. II-I, 5 y II-II, 17 respectivam ente). Pero eso hubiera entraña-
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59. Lo que no significa que Tocqueville termine por aceptar la correlación entre dem ocracia y centralización señalada por Lam berti (op. cit., p. 184), entre otras razones porque Francia y dem ocracia no son sinónimos.60. Form a parte de un m ito interesado afirm ar que el liberalism o, siem pre y por doquier, haya predicado el carácter sagrado de la propiedad y haya enclaustrado la acción estatal entre las rejas de la seguridad (concepto por demás harto maleable). Bentham, es decir, en plena juventud liberal, elaboró un catálogo de casos en los cuales era necesaria la intervención estatal, aun a costo del sacrificio «de alguna porción de la seguridad y de la propiedad» (véanse al respecto los indicados en tercer, quinto y sexto lugar). Cf. Bentham, Tratados de legislación civil y penal, M adrid, Editora Nacional, 1981, p. 129).61. Bien m irado, no sería difícil encontrar más, tanto de naturaleza m oral como de naturaleza jurídico-política, cuyo uso bien podría ser eficaz contra una h ipotética tiranía política de la mayoría. Entre los primeros se cuentan «la humanidad, la justicia y la razón» (I-IL 10), que crean desde el iusnaturalism o un amo al soberano del derecho positivo; entre los segundos es posible citar el reconocimiento jurídico de los derechos individuales, el respeto por las form as —en el que tanto insistieron Paine o Constant (cf. Lamberti, op. cit., p. 93)—, tan útiles éstas a la hora de erigir barreras entre el fuerte y el débil (AR, I-l 1; DA, II-II, 7), etc. Por lo demás, la función social de la religión, con independencia de la idea que cada au tor se hiciera de Dios, no sólo fue resaltada por Tocqueville, sino por la inm ensa mayoría de la pléyade liberal, desde el Panóptico de Bentham hasta Los límites... de Humboldt, pasando por los textos clásicos de Jefferson y Constant, quien le dedica todo un capítulo en sus Principes..., entre otros.
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do un cierto m enoscabo a su consideración como m edio general para preservar la república*^. La filiación entre religión y política se rem onta a los albores de la fiindación de las colonias; los p ro testantes que llegaron a las costas de esta o tra parte del Atlántico eran religiosos, pero llegaban em ancipados de la au to ridad de su representante en la tierra, con sede en Roma, lo que entre ellos favoreció extraordinariam ente el reconocim iento de la igualdad y la tolerancia, así como la im plantación de la dem ocracia; los católicos que luego vinieron, más los que su proselitism o convirtió, tam bién la adoptaron para ellos, pues estaban im buidos de la idea de igualdad, por no hablar de que siendo pobres necesitan que todos gobiernen para gobernar tam bién ellos, y siendo pocos necesitan el reconocim iento de las m inorías en aras de su integración.
Por otra parte, la religión contribuye tam bién indirectam ente a la conservación de la libertad; por ejemplo, las num erosas sectas*^ que pululan en el medio social no com piten entre ellas por ser depositarias únicas de la verdad, ni siquiera de la religiosa; no buscan por tanto la aniquilación, y ni tan siquiera la crítica, de la rival, por lo cual, además, se m antienen lejos de la arena política, identificando sus intereses con los de la libertad en general, pero no con alguna de las opiniones a las que ésta da albergue en su seno. Sin conta r con que m ientras predicaban artículos de fe diferentes nunca rebasaron la esfera de la m oral cristiana, y que cuando han term inado sus prédicas convergen «en la gran unidad cristiana».
El cristianismo, asimismo, por un lado nutre la raíz de las costum bres am ericanas y las filtra a la sociedad trám ite la mujer, donde consum an ese mundo ordenado y previsible que antes iniciaron en el hogar; y por el otro, am plía su jurisdicción hasta las inteligencias; la mayoría es religiosa, bien porque cree, bien porque no se atreve a no creer, pero en la medida en que dicha creencia les fuerza a ser consecuentes, el respeto al otro y un sentido a las cosas actúan como límite ideológico y práctico en su conducta, ese límite más allá del
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62. Es algo que Chevallier, perdido en sus vaporosas declamaciones, se olvidó de destacar (op. cit., pp. 240-257).63. Jefferson veía con buenos ojos esa proliferación: su apostasia de la uniform idad de opiniones había llegado a tal punto que ni siquiera en el campo religioso la m iraba con benevolencia cit., p. 283).
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cual se extiende la anarquía y que los americanos, en una de sus más flagrantes ausencias, no conocen en la ley. Como dice Tocqueville, «así, al mismo tiempo que la ley perm ite al pueblo americano hacer todo, la religión le impide imaginarlo todo y le prohíbe osarlo todo». La esencia metafísica del soberano roussoniano*'* ha abandonado el cuerpo político del soberano para adoptar aquí la forma de credo religioso. O, por decirlo de otra manera, la religión se ha convertido en otra institución política más. Con lo cual, sentenciemos, se comprende que la eternidad no sea su único objeto, y que no deseando el soberano renunciar a dicha condición, ni dejar de ser religioso, la libertad en este m undo constituya la otra cabeza del águila, que hubiera podido decir Rousseau, su otro y m undano objeto, m ediante el cual realiza su aspiración de ser útil a la sociedad.
Expliquém onos al respecto un poco mejor. Que la religión se haya convertido en una institución política no significa que, en la p ráctica, se haya politizado. Es política porque el soberano es, com o decíam os, religioso; e, incluso, es política porque, como tam bién hemos dicho, al cuartearse su dogma en infinidad de sectas éstas se com prom eten activam ente en pro del orden político que las protege a todas. Por ello consideran la república «un objeto necesario» y luchan por su supervivencia. Pero no se h apo - litizado porque lo que hace posible sem ejante com portam iento es, precisam ente, su despolitización práctica, vale decir: la separación en tre la Iglesia y el Estado. Es ese hecho radicalm ente nuevo la causa de que la religión haya perdido potencia en la sociedad y haya ganado fuerza sobre ella; su alejam iento del poder le perm ite a c tu a r de religión, com o perm ite a la política ser política. C uando los sacerdotes no profesan ningún credo público concreto pueden c riticar siem pre a posterio ri la conducta de sus adm in istra dores, pero sin condenar nunca por anticipado sus opiniones; mas, sobre todo, pueden esperar distribuir el bálsam o de sus esperanzas por todos los corazones, sirviendo de lenitivo a las m iserias h u m anas. La salvación del alm a, en surtía, seguirá siendo su tarea prim ord ial, y su separación del gobierno una condición necesaria al respecto.
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64. e s , II-4 (en Rousseau, O.C., III, París, Gallimard, 1964).
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Esa separación, insiste Tocqueville, resu lta aún m ás im prescindible si el gobierno es dem ocrático, porque en el vórtice de un sistem a que ha hecho de la innovación su ley únicam ente la un iversalidad del m andam iento religioso in troduce serenidad en los ánim os del conjunto de los individuos y estabilidad por la entera sociedad. Con todo, la supervivencia de la religión en un régimen dem ocrático no depende tan sólo de apoyar su doctrina en «sentimientos, instintos y pasiones» intemporales, donde ha residido su legitimidad por los siglos de los siglos. El hom bre dem ocrático necesita, al igual que los dem ás, creencias dogm áticas —preferentem ente religiosas— incluso en su vida cotidiana, pero esta m ism a vida le deja menos tiem po que a ningún otro para adquirirlas; por si ello no bastara, el hom bre dem ocrático, al igual que los demás, se halla bajo el im perio del interés personal, pero cultiva esa obediencia más que ningún otro.
La religión, en principio, aporta soluciones cabales a am bos problemas, mostrando así su valor en aras de la salvaguardia de una tal sociedad. En efecto, puesto que el universo de las creencias dogmáticas abraza los intereses inmateriales más im portantes del hom bre —Dios, el alm a y las relaciones con los sem ejantes—, la necesidad de ideas claras y d istintas en tales puntos resulta harto evidente; como lo es tam bién que sólo una élite in telectual se re vela capacitada de llegar a su núcleo. La religión, aportando una doctrina neta, definida y sencilla, esto es, accesible a la masa, aporta una respuesta segura y fiable, esto es, duradera, al prim er p roblema. La razón de cada sujeto ya tiene el santuario requerido para su actividad, y liberada de andar tras el fundam ento moral de cuanto hace, queda en lo sucesivo habilitada para proporcionar a su titu lar los servicios exigidos por su interés.
Por otro lado, la satisfacción de éste deja de convertirse en un deber absoluto para ella, pues los objetos que cada sujeto guarda en el santuario de su pecho —Dios, el género hum ano—, las creencias se los hacen perm anentem ente presentes al interés; éste, viendo así revolotear en derredor suyo valores que están más allá y por encima de él, adquiere la noción de límite que le em puja a contener sus dem andas. El segundo problem a aparece por tan to encam inado a quedar igualmente zanjado. Y con la solución de ambos problemas, añadam os, la previsión de sus consecuencias: del despotism o, que
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aguarda pacientem ente, y por partida doble, al final del trayecto en el que la duda em pieza a subvertir las creencias*®, o bien de aquel otro en el que el individuo, replegado sobre su egoísmo, se desentiende de su deber.
La religión, pues, ofi-ece garantías de conservación a la república, ¿pero cómo convencerá a la duda y al interés de avenirse a sus m áximas? La cuestión es vital para ella, pues se juega su vida si no logra preservan: la de la sociedad. Resumiendo el discurso tocquevilliano, puede decirse que el prim er m andam iento a seguir por la religión en aras de m antener su dom inio sobre el ciudadano de una democracia, que es tam bién la prim era ley de su conservación, consiste en saber delim itar bien su propio territorio , que es el de la salvación del alma**, al objeto de evitar sufrir o com eter ingerencias en el m undo de los intereses materiales*’, el recinto donde la sociedad es soberana. Los tres m andam ientos restantes son, por este orden, que no es el de im portancia, el de profesar creencias acordes a las de la época, vale decir: las de la mayoría, pues la m ayoría es la igualdad hecha época; el de aligerar los cerem oniales del culto, pues el dem ócrata no soporta dem asiado las formas, y, en fin, el de a justar sus obligaciones a los instintos de la sociedad. Estos m andam ientos, al ser menos que los de verdad, se resum en en solo uno: am arás a la m asa —casi— cuanto a ti mismo, pues la religión debe eludir cualquier choque «innecesario con las
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65. La tiranía, nótese, supone la inversión en el estado natural del hom bre social, en especial del dem ocrático, por cuanto supone desorden e inestabilidad en el m undo inm aterial de las creencias y de las ideas, y estabilidad en el m undo m aterial, en tanto el orden sería estabilidad en las creencias y movilidad en el m undo de los bienes materiales.66. Cabe recordar aquí, como algo m ás que una m era curiosidad histórica, que cuanto Tocqueville establece en este punto por dogma, en plena Edad Media —es decir, cuando m ayor era el poder del Papado, y no sólo ideológico, sino tam bién tem poral— le tenía que ser recordado con frecuencia al presidente de dicha institución, a fin de que dejara al César hacer de César y él se dedicara a salvar otras almas adem ás de la suya; o mejor, que se dedicara a la salvación espiritual de las demás almas en lugar de preocuparse tanto por la salvación m aterial del alm a papal (cf. Marsilio, El Defensor de la Paz, Madrid, Tecnos, 1989, Libro II; y Ockham, Sobre el gobierno tiránico del Papa, M adrid, Tecnos, 1992, libro I).67. El clero am ericano, con todo, aquí sirve de excepción, pues si la salvación es su tarea prim era no es la única, como se ve en su propensión —tan respetuosa, aclara Tocqueville— a inm iscuirse en los asuntos de la vida cotidiana de su sociedad.
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ideas generalm ente adm itidas y los intereses perm anentes que r igen a la masa».
Así pues, en definitiva se tra ta de adecuar la religión a los in tereses y necesidades de la sociedad democrática: de democratizarla. Tocqueville sabe que no pisa terreno firme, al punto que él mismo se encarga de aducir y rebatir por adelantado algunas de las p revisibles objeciones a que se hace acreedora su crítica. No las m encionarem os siquiera, pero, a nuestro entender, este gran pensador no deja claro cómo este baño de circunstancias en el que ha sum ergido a la religión, este dogm a sociológico sobrevenido y yuxtapuesto a los eternos dogm as teológicos no acabe con el tiem po por imponerse a ellos, aunque sea —épicam ente— en virtud del sucedáneo moral de la doctrina del interés bien entendido. Raro será que en el cruce de un im perativo religioso con una exigencia m undana, el producto m ás socorrido del parto no sea el feliz h ipócrita de siempre**, sem piterno representante de la raza hum ana, tan to más cam pante cuanto más laica se profesa la sociedad; en fin de cuentas, lo que queda es que la religión h ará presa sobre el dem ócrata si no contraviene al dem ócrata, si se aviene en su liturgia y sus preceptos a la sensibilidad y los gustos de aquél. Un castizo diría que así se las ponían a Felipe II... (cf. sobre todo ello, DA, I- II, 9, II-I, 5 y II-II, 9).
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68. No estamos haciendo referencia a la despiadada indiferencia del sujeto de alma blanca que tras pronunciar su sentencia sobre la suerte del indio, al que augura un futuro en m anos de la —m ala— suerte, se va todo contento al tem plo a buscar la «compañía del Ser Eterno» (Quince jours..., cit., p. 13); y no nos referimos a él sencillamente porque esa alma blanca no considera que los indios la tuviesen de ningún color, por lo que al faltarle la conciencia de la igualdad su desafección no puede asp irar a la calificación de hipocresía.
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V. EPÍLOGO: EL REDESCUBRIMIENTO DE LA DEMOCRACIA
El viajero que volvía de América traía en la retina la imagen de una sociedad nunca antes vista. En una gran república pervivía la libertad de las antiguas, todas pequeñas, y convivía con la seguridad y con el impulso civilizador propios de las m onarquías, todas grandes; la h istoria concillaba al fin esos dos m om entos necesarios de la vida hum ana que hasta América vivieron por separado y en contraposición. La nueva ciencia política en la que se acabaría p lasm ando el espectáculo de la síntesis, no dejaría de resa ltar los elem en tos nuevos o renovados del ed ific io , com o el c a rá c te r representativo que en parte adquiría la participación en la vida pública; ni de celebrar con la conciencia —conform ada, como en el caso francés, a partir de su revolución— que los habitantes del nuevo mundo histórico tenían de dicha novedad la experiencia que ella m ism a les deparaba de su «capacidad»' para la innovación.
Poco im porta si al proceder en su ingente tarea, que resitúa en pleno centro de la vida política a la sociedad^, a la cual concede aún más im portancia que los viejos modelos clásicos, que acentúa el valor participativo, que aspira a confundir libertad e igualdad, etc.; poco im porta, decimos, si su au to r ha introducido considerandos
1. Lo nuevo que aportaron las revoluciones, hasta donde Arendt rem onta el origen del sentim iento al que estam os aludiendo —y recordem os que si bien ella re tro tra ía hasta los orígenes de la hum anidad los orígenes de la guerra, sólo retro tra ía h asta la m odernidad los orígenes de las revoluciones—, fue «la experiencia de la capacidad del hom bre para com enzar algo nuevo» (op. cit., p. 35).2. Esa importancia está en la base de la general y complaciente acogida dispensada a su obra entre los sociólogos contem poráneos, aunque a veces se le reproche su falta de neutralidad axiológica (cf. un resum en del variopinto enjam bre de juicios acerca de aquélla en Sorgi, op. cit., pp. 136-138).
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normativos en el centro del análisis sociológico, si es filósofo o teórico, político o historiador^, si es el prim er teórico de la dem ocracia m oderna o su p rim er enemigo, si pone en solfa a la dem ocracia «burguesa» o es su más sofisticado defensor, etc. Im porta m ucho más que cuando esa ciencia explica la sociedad introduce un nuevo paradigm a. Cuando se detiene frente al orden social en un mom ento de estabilidad no es un mundo en reposo lo que constata, sino el equiliBrio producido por el concierto de fuerzas desiguales que tiran hacia direcciones opuestas; cuando se mueve entre situaciones de transición , de cam bio social, recurre a la com binación de «causas que se im ponen a los actores» y de «razones que dan un sentido a sus acciones». Y todo ello, en definitiva, porque cuando profundiza en la epiderm is de la sociedad en búsqueda de su naturaleza, lo que encuentra es la interpenetración de lo individual y lo social, cierta autonom ía personal parcialmente delim itada —por las estructuras, el contexto de la acción, etc.—, vale decir; un actor intencional, heredero de su pasado, enfren tado a ciertas constricciones estructurales''.
De m ayor relevancia todavía es la creencia, con la que solidifica sus ideas acerca de la dem ocracia, en que la versión am ericana de la m isma es, por un lado, un modelo real, imitable por las actuales dem ocracias en curso; y, por otro, un modelo imperfecto, un modelo que no debe ser plenam ente im itado. Un modelo mejora- ble en otra realidad. Las críticas de Tocqueville al objeto de su análisis no nacen de los peligros que éste se crea, como tam poco la adm iración del m ism o se basa en su capacidad de conjurarlos. Desde su insolvencia a la hora de encontrar soluciones particulares a los m ales endém icos, hasta el catálogo de males propios —y entre ellos, desde el m antenim iento de la inhum ana legislación esclavista en el Sur hasta la dificultades para el funcionam iento de
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3. Puestos a calificar, nos quedam os con las jîàlabras de Prélot, que ve en Tocqueville al prim er «politòlogo contemporáneo»; y añade: «Aquél constituye ya el tipo contemporáneo del political scientist, que no es ni un filósofo, ni un jurista, ni un historiador, sino todo eso junto y algo más» (Histoire des idées politiques, Génève, 1970, cap. XXXI, secc. 2).4. Hemos resum ido, porque acordam os plenam ente con él, a Coenen-Huther (op. cit., cap. V; las palabras entrecom illadas pertenecen a la secc. 3.“ del cap. IV, p. 100).
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determinadas instancias adm inistrativas, pasando por la reelección presidencial, la dependencia extrem a de las asam bleas legislativas de la potencia popular o la ausencia del ordenam iento jurídico de contrapesos juríd icos a la m ism a, etc.—, las críticas a la dem ocracia am ericana, disim uladas a veces en tre o tras de índole general, son num erosas, y se hallan esparcidas a lo largo y ancho de su prim era obra. De ahí que, cuando al final de la Advertencia de 1848 inste a los franceses a m irar a los am ericanos, pero no «para copiar servilmente» sus instituciones, sino p ara m ejor «comprender las que nos convienen», a particularizar su legislación desde el núcleo de «principios com unes a todos», el terreno llevase ya décadas abonado. Todo régimen democrático «puede y debe», pues, asp irar a dotarse de leyes propias, aunque el equilibrio de poderes, el am or al orden y a la libertad^ la suprem acía del derecho, entre otros principios, deberá ser asim ism o patrim onio de todo régimen si es dem ocrático.
Universalidad y particularidad son por tanto los rasgos que singularizan a cada uno de los Estados democráticos*’. No sólo no puede haber un modelo ideal, sino que no debe haberlo. Lo cual significa que cada uno de aquéllos sólo posee una llave m aestra a la hora de configurar sus propias instituciones dem ocráticas: su h istoria. Ahora bien, si ello es así, si América no puede transplantar- se sin más en Francia, ni ésta, pongamos, en Bélgica o España, y es el pasado peculiar de cada país el pedestal de toda institucionali- zación democrática futura, en tal caso el problema se traslada al momento inaugural de la misma, tan determinante de su curso ulterior.
EL REDESCUBRIMIENTO DE LA DEMOCRACIA
5. Y a la libertad sobre el orden si hay conflicto entre estos dos valores, porque no es raro que el exceso de am or al segundo no sea sino una m etáfora que indica la defunción de la prim era (recuérdense al respecto aquellas mem orables palabras que la libertad hubiera escrito por sí m ism a para significarse: «Acepto sin dificultades que la paz pública sea un gran bien; empero, no quisiera olvidar que por medio del buen orden es como han llegado todos los pueblos a la tiranía. No se sigue de ahí que los pueblos deban despreciar la paz pública, pero no tienen que conform arse con ella. Una nación que sólo pide a su gobierno que mantenga el orden es ya esclava en el fondo de su corazón; es esclava de su bienestar, y el hom bre que puede encadenarla puede aparecer» [II-II, 14]).6. Lo singular, lógicamente, es la síntesis, que no puede ser sólo la sum a de am bos, sino una unión en la que el ordenam iento jurídico-político de cada Estado llegue a encarnar en las instituciones propias los principios comunes.
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Respecto de los países con un «punto de partida» claram ente establecido —una suerte de pacto social, una revolución— se tra ta rá , como hem os visto, de saber com binar libertad e igualdad. Pero, ¿qué ocurre con los países que carezcan de sem ejante demiurgo, con aquéllos en los que «el hecho básico» de su «estado social» sea la desigualdad de condiciones? Vale decir: ¿cómo se evolucionará desde una condición aristocrática y desde una situación au tocrática hasta*otras dem ocráticas? ¿Será, adem ás, la prim era tam bién aquí requisito de la segunda?
Desde la teoría de La Democracia Tocqueville no puede dar una respuesta a tales cuestiones, o mejor, puede darla, pero no será satisfactoria para los dem ócratas en ciernes, que se ven condenados por el determ inism o del punto de partida a seguir en la situación en que están. Ni siquiera podrían trasladarse a la América real o a o tra potencial, pues sus costum bres, leyes, ideas, etc. no son dem ocráticas: están abocados a g irar en círculo sobre sí m ismos, a la espera de que el tiem po iguale sus condiciones valiéndose de su voluntad o del azar: o de una revolución, que es un modo de com binar las dos causas, con él cual se pondría fin a esa especie de negro punto final de la historia en que consiste la exacta im bricación de cultura, sociedad y política’, dándose paso a la fundación de una nueva. Así pues, en esta tesitura, la p regunta por cómo instaurar la dem ocracia coincidiría con la pregunta por cómo hacer una revolución, paradoja de paradojas en un hom bre que siem pre la vio como enem iga de la dem ocracia —puede ayudarla a surgir, pero a la larga, centralizando el poder, acabaría con ella—, no la considera necesaria por sí m ism a —en el m ejor de los casos sólo acelera la venida del m undo nuevo, que las reform as ya tra ían con su paso m ás lento—, e in troduce una rup tu ra en la tem poralidad h istó rica que no sólo in terrum pe su continuidad, sino que tiende a des-
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7. Tocqueville en algún m om ento había llegado a considerar esa cualidad de las cu ltu ras p re industria les com o constitu tiva de la dem ocracia ideal, quizá porque d icha dem ocracia sólo podía servir de referen te a las reales; m as, en cualquier caso, su idea es m ás b ien la co n traria p a ra estas ú ltim as, al pun to que W arner la destaca en tre sus m éritos sociológicos (A. de Tocqueville: analista aristocrático de una época democrática [en W agner y Sm elser, Teoría sociológica, M adrid, 1989], p. 66).
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preciar el pasado considerándolo «prehistoria»*; por últim o, la aceptación de esa supuesta necesidad de la revolución significaría el fracaso de su concepción de la historia —del hom bre—, en la que pesaría más el pasado que la voluntad, y que tendría su m ás dolorosa expresión intelectual en el reconocimiento de que existen países de segunda mano: aquéllos que no gozando ya de libertad, ni siquiera dispusieran de una revolución que redim iera de la servidum bre su historia.
De este modo, la alternativa de que dispondrían tales países es la que nos viene ofrecida desde las páginas de L’Ancien Régime, en la que el cam ino de las reform as, sin necesidad del vértigo revolucionario, acabaría conduciendo a la sociedad hasta el dintel de la dem ocracia. En todas partes, el tenaz y secular trabajo desarrollado por la igualdad iría preparando el terreno para que un día quizá no muy lejano la libertad pudiera hacer acto de presencia en la nueva constitución, a la que agregaría los aportes más sobresalientes de su dote técnico-norm ativa: la división de poderes, el reconocimiento de los derechos individuales, la igualdad legal, la responsabilidad del gobierno, etc. En definitiva, los frutos de la revolución en Francia sin los costes de la revolución en Francia: la hipercentralización política, la extinción de la aristocracia. En tal modo la libertad sí habría podido actuar contra las dos caras reu nidas en la m oneda del egoísmo, a saber, el racionalism o abstracto y el dinero. Juntando a los individuos en torno a objetos y valores más altos —la Patria, la solidaridad—, la libertad hubiera estado en grado de anular los efectos socialm ente disolventes de la razón, la cual, al abstraer al sujeto de todos los vínculos que la historia ha vuelto naturales —clases, castas, corporaciones, fam ilia—, le deja como único punto de apoyo el interés particular: el mismo, decíamos, al que le conduce el dinero tras insuflar en su alm a la m oral de la ganancia y el enriquecimiento, así como la de la incertidumbre general en la sociedad a causa de su constante movilidad. La libertad, así, estaría capacitada p ara m antener alto el pabellón del
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8. Furet ha estudiado con m aestría el fenómeno, que ya preocupara a Tocqueville, del establecimiento por parte de los revolucionarios de un nuevo punto de partida en la historia de Francia, de lo que el establecimiento del nuevo calendario no sería sino su m anifestación m ás visible (en Furet/Ozouf, cit., parte II, cap. 1).
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espíritu público en el sujeto, para conservar lo que fuera el espíritu inicial de la revolución sin esa violencia subsiguiente que term inaría por volatilizarlo (ARR, I y 11-10).
Pero cuán largo me lo fiáis, don Alexis, la habría podido decir algún lector con instintos dem ocráticos y que creyese con Montesquieu que las instituciones hacen a los hombres^; en prim er lu gar, porque dicha vía significa negarle a la política tal valor de pedagogía social, c»mo ya enseñara Kant, lo que en nuestro ejemplo significaría despojarlas de su capacidad para dem ocratizar «el estado social»; después, porque significa vaciar a la d em ocracia—a las ya asentadas— de su fuerza ejem plarizante; de la inversión en futuro inherente a su existencia actual —máxime si, además, se las considera irreversibles—, y por ende dejar a los ciudadanos «dem ócratas» de los países au to ritarios —los de los países consum istas de ayuer, los de los árabes de hoy— con la miel en los labios duran te un núm ero indeterm inado de generaciones.
El reproche a Tocqueville hubiera estado justificado, pues una dem ocracia real es, p ara los pueblos som etidos al tirano, la m ejor em bajadora de la dem ocracia ideal. E sta reúne otros ideales —la justicia, la libertad, la igualdad, la seguridad, la paz, la honestidad— que sabe m anipular hasta darles la form a de un sistem a político, en el que no caben ni exclusiones ni, como d irían los sociólogos, roles prescriptivos. E ntre todos constituyen su carism a y explican el m agnetism o sobre quienes esperan su advenim iento. No es que desconozcan sus fallas, pero fingen ignorarlas, en especial quienes nunca la conocieron, pues la dem ocracia es el viaje que sus sueños realizan por la política, y m ientras éstos duran la ignorancia deliberada acerca de los peligros de la propia dem ocracia es como el olvido en un viaje real, que entierra, si nada irreparab le ha sucedido, los malos momentos del mismo, y como los recuerdos que embellecen lo que el propio olvido no pudo sepultar.
La Francia p re y posrevolucionaria, durante décadas, adm iró encantada el ejemplo —por entonces aun podía serlo— americano.
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9. Considérations sur les causes de la grandeur des romains et de leur décadence, Paris, G-F, 1968, cap. I. A decir verdad, lo que ahí dice M ontesquieu es más restrictivo, pues su punto de referencia son «los jefes de las repúblicas»: son ellos los que al principio de las sociedades hacen las instituciones, y a los que después éstas forman.
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como los habitantes de las autocracias com unistas de nuestro siglo experim entaron los más nobles sentimientos y las más puras em ociones, incluida la melancolía, ante la posibilidad de llegar a ser algún día como las democracias de enfrente '“. Tiempo han tenido, sin duda, al com probar que la libertad no es ninguna panacea mágica, de m aldecir algunas de aquellas ilusiones, y aun de ab ju rar total o parcialm ente del régimen que creyeron encantado y que con su establecim iento había añadido nuevos problem as a los viejos todavía por resolver; de hecho, m uchos de esos sujetos, una vez rotos sus sueños, hicieron el sueño al revés, llegando a identificar la dem ocracia en rodaje de su país, con las dem ocracias ya rodadas, y hasta con el propio ideal. A pesar de esto, m ientras la dem ocracia fue un ideal realizable, y fueron las democracias reales el espejo del sueño, es decir, antes de asentarse la nueva ola dem ocratizadora en territo rio antaño com unista y que tan gravem ente habría de condicionar su existencia, la democracia fue la profecía de sí misma, por mucho que en algún caso extremo el nuevo despertar hiciera añicos espejo y sueños y transform ase hasta el propio ideal en ficción.
Con todo, y pese al ritm o cansino del paso reformador, el hecho de que todo pueblo sea capaz de darlo significa que la dem ocracia no es un coto vedado a nadie a causa de su historia, y que su instauración es posible sin el recurso a ningún tipo de providencia- lismo, ya sea geográfico o revolucionario". Por fin la ascensión de
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10. c f . por ejemplo lo que dice Aron al respecto en su Essai sur les libertés (París, 1998, p. 54 s). Estamos simplificando deliberadamente, pues, como se sabe, enalgunos países ex-comunistas, la oposición dem ocrática no se conform aba únicam ente con establecer una dem ocracia a la occidental, sino que quería para el destino de su país algo más: «una reinvención de la sociedad civil» que desligara su futuro de la guerra, se apropiara de poderes estatales e hiciera pensable la paz para las sociedades hum anas en su conjunto (cf. Mary K a l d o r , La sociedad civil global, Barcelona, Tus- quets, 2005, caps. I y III, y págs. 114-115).11. Eso no significa que baste con quererla para tenerla; o que otros la quieran, o lo finjan, para otros para de inm ediato verla surgir tan perfecta como Atenea de la cabeza de Zeus. Hace falta un rodaje, y amplio, en la legislación y en eso tan vago que Tocqueville llama moeurs antes de que la veamos funcionando plenamente. De lo contrario, Turquía podría integrarse sin m ás en la Unión Europea suprim iendo el adulterio de la legislación penal y en Iraq ya tendríam os la prim era dem ocracia completa del m undo árabe en lugar de un país que, hoy por hoy, está m ucho más próxim o de la guerra civil que de la democracia.
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aquélla hasta el a ltar político es, al menos en teoría, y según el signo de los tiempos, irreversible, porque la teoría ha sabido al fin encontrar el cam ino de su generalización: tal ha sido precisam ente el aporte de L’Ancien Regime a la Démocratie, la teoría de la transición a la democracia'^. Ya es posible, pues —elevando el nivel de abstracción de nuestro razonam iento—, a toda sociedad constituirse a p artir de sí m ism a elaborando su propia norm atividad, fin para el que requeriría convertir a la dem ocracia en principio legitim ador y principio organizativo a la vez'^. Ya le es posible repetir en otra geografía histórica la hazaña, el hecho, que Tocqueville vió operante en América: una institucionalidad que garantice el pluralism o de opiniones e intereses sin el sacrificio de la concordia social. Con esa posibilidad de universalización, ahora claramente reconocida, la dem ocracia ha sido, por así decir, redescubierta.
Tan arduo com etido, em pero, no encuentra cum plida respuesta en la doctrina de Tocqueville. Un sistem a de creencias ponía broche religioso“* a la om nipotencia del pueblo, y aunque él exigía otro que hiciera descender el lím ite desde tan alto hasta la Constitución, aquéllas no dejarían de ser la garan tía final del ñin- cionam iento del sistem a. La dem ocracia tocquevilliana seguía in vocando a Dios, aunque se lo tra jera a la tierra; requería de la religión, aunque ésta en ningún caso sería un m ero instrum entum regni. E ra esa sinceridad del sentim iento religioso el secreto de su necesariedad; querem os decir: el maligno que espanta el posible establecim iento de un orden m eram ente laico'^. Por o tra parte, la
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12. Si ello es así, ya no tiene razón Lerner cuando reprocha a Tocqueville que su teoría no plantea el problem a de la «génesis de una cultura política democrática» —la necesidad de América Latina, rem acha—, del mismo modo que reprochaba a Marx que la suya sólo haya tom ado en cuenta el tiem po en su dim ensión de futuro (op. cit., pp. 141-143).13. Id. Cf. por entero el magnífico trabajo titulado ¿Responde la democracia a la búsqueda de certidumbre?, que aparece como cap, VI de la edición citada.14. La im portancia, derivada de su necesidad, de la religión para los «pueblos libres» fue m antenida por Tocqueville durante toda su vida, aunque en pocos lugares estableció con tanta nitidez el vínculo creencias-costumbres-libertad, por este orden a la hora de com prender las respectivas contribuciones de cada una a la preservación del orden social, como en el discurso parlam entario de 18 de junio de 1844 (en O.C., III-2, pp. 485-502).15. Marx, po r el contrario , sí in ten tó el m ilagro, basando la creación autónom a de la sociedad por sí m ism a en la praxis racional del hom bre. Sólo que el funda-
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concordia social se establece, cierto, en un sistem a pluralista, pero se trataba del pluralismo de una sociedad hom*ogénea'*, en el que la variedad de opiniones se m ultiplicaba hasta el infinito, pero dentro de una esfera: hay orden, dice Tocqueville, porque todos poseen un nivel sim ilar de instrucción, y porque tam bién sus gustos, sus ideas, sus costum bres, etc., son sem ejantes. El futuro —la no in tegración— que preveía para los negros, jun to a su sim patía por las m edidas que apostaban por devolverlos a su continente de origen, por m ucho que se aderecen juríd icam ente y aparezcan como derecho a la emigración'^, indican bien a las claras hasta qué punto tal hom*ogeneidad cultural formaba parte constitutiva de su idea del orden dem ocrático.
Ahora bien, si con dicho ideario no cabe hacer frente a los retos lanzados por la mundialización al ruedo del futuro democrático, con su radical escisión entre identidades y m ercados, su aum ento del conflicto entre igualdad y libertad, m ás el añadido de las ten siones a que somete a esta últim a la búsqueda de la seguridad
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m entó de dicha acción tenía truco, pues lo constitu ía una filosofía de la h isto ria made in Hegel, vale decir, dom inada por la escatología (el futuro era para dicha filosofía de la h isto ria «una verdad por hacer», dice Lerner, op. cit., p. 136). No basta, por tanto , con tener confianza en el hom bre para pensar y realizar una po lítica a su medida. Como la igualdad tocquevilliana, el laicism o puede convivir con un sistem a autocrático y en otro democrático; y ocurrirá lo prim ero si cuenta entre sus pilares con una de esas pseudofilosofías que se ofrecen como sucedáneo de la religión; de ésas que program an el futuro con prusiana exactitud y eficiencia (aunque los sarcasm os de Heine ante el registro de los soldados en la frontera, que buscaban las ideas en la m aleta en lugar de hacerlo en la cabeza [Deutschland, ein W intermürchen, Abs. 2], dem uestra que no lo era tanto), porque no en balde poseen un conocim iento m atem ático del pasado, con sus leyes inviolables que se m ofan de la voluntad hum ana, y de cuyo sentido, como es lógico, sólo el filósofo —y a su través, los segundones: m onarca o pueblo— se revela capaz de conocer e in te rp re tar —y, en su caso, actuar.16. Es la m ism a idea que en nuestros días ha vuelto a sostener Dahl, para quien dicha hom ogeneidad favorece la preservación de las instituciones dem ocráticas (La democracia, M adrid, 1999, pp. 170 s).17. Derecho que sólo es tal si en la o tra parte crea una obligación, un deber de acogida, es decir, si el derecho a la emigración, cuando se sale, no pierde su condición jurídica en el trayecto y continúa siendo derecho, esta vez a la inm igración, cuando se llega (cf. al respecto, F. Colom González, Los umbrales del demos', ciudadanos, transeúntes y metecos [en La filosofía política en perspectiva, cit.,], pp. 51 s ).17bis. La relación entre libertad y seguridad es quizá una de las ausencias que hoy más echam os de ver en el pensam iento de Tocqueville. Y no cabe aducir como ex-
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ni perm ite «encontrar un punto fijo» en una sociedad ya no do- m ina-da por el «orden», sino por el «cambio»'®, sí continúa en cam bio dem ostrándose operativa en o tros registros de la vida política contem poránea'^; como tam bién sigue siendo un referente en estos tiem pos de crisis del pacto social. Tocqueville, lo acabam os de decir, fue —con excepción quizá del M aquiavelo de los Dis- c o rs f°— el prim er pensador que planteó el problem a del orden so-
ANTONIO HERMOSA ANDÚJAR
cusa que el hecho de que la seguridad sea para la libertad tan necesaria como la salud para la plena vida m oral, es decir, el hecho de ser una relación en principio fisiológica, la haya vuelto invisible para el pensam iento político. Todo lo contrario-, la seguridad frente al enemigo exterior era ya para Platónuna necesidad de prim er orden en su nueva politeia; y en plena m odernidad, un Jay escribirá lo siguiente: la seguridad es «el prim ero de los objetos al que un pueblo sabio y libre debe d irigir su atención» («El Federalist», cit., n.° 3). Con todo, hoy día, cuando el terrorism o in ternacional ha hecho de ella un problem a autónom o y la ha llevado al centro de la arena política im poniéndola como uno de los tem as centrales de nuestra época (cf. Fernando R e i n a r e s , Terrorismo global, M adrid, Taurus, 2003), vemos cuán torm entosa se ha vuelto su relación con la libertad: cómo ésta cede, ante la progresiva p resión de aquélla, parcelas de su territorio que se creían ganadas para siempre (un vistazo a die Zeit de 11-9-2005 servirá para hacernos algo m ás que una idea del terrem oto que se avecina en la legislación europea; terrem oto que ya tuvo lugar en la legislación y en ciertas prácticas políticas estadounidenses tras la tragedia del 11 de septiem bre).18. Cf. Touraine, ¿Podremos vivir jun tos? , M adrid, 1997, pp. 23 s. Donde Dahl, oteando el horizonte del futuro , adivina focos de crisis para las actuales dem ocracias, Touraine ve el contexto en el que aquella crisis ya se ha producido y con cuyos escom bros es preciso edificar o tra sociedad, esa nueva «democracia» ya no com puesta por ciudadanos (op. cit., p. 71), y que preserve la diversidad cultural. De todos m odos, cuando se pregunta por «las condiciones» de d icha dem ocracia, su razonam ien to incu rre en una parcia l petición de principio, pues el laicism o y el «control social de la actividad económ ica», las dos condiciones señaladas (pp. 352-253), habían sido previam ente destacadas, al m enos la segunda, como uno de los tres objetivos de la nueva dem ocracia (p. 344). (Y si bien se m ira, tam bién la p rim era condición aparecía en tre los objetivos, entre los im posibles cabría decir, pues quién puede im aginar que el islam ista, es decir, el creyente en una religión que se presenta a sí m ism a como tal, como m oral y como civilización pueda acepta r el postu lado laicism o; y cómo podría ser laico un tal sujeto sin dejar de ser islam ista).19. Véanse al respecto las sugerentes aplicaciones que lleva a cabo Coenen-Hut- her de ciertas ideas tocquevillianas al actual contexto de desgarro social en la Europa del Este y, en general, de los diversos procesos de transición actualmente en curso por toda ella (op. cit., pp. 109 s).20. Nosotros no hemos querido hacer aquí una com paración entre estos dos grandes prohom bres del pensam iento político, pero si el lector desea profundizar en el
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cial como un equilibrio entre fuerzas heterogéneas e inconciliables (D.A., II-I, 5), aunque lo hiciera en un m undo infin itam ente m enos diferenciado que el nuestro. Pero sus problem as son tam bién nuestros problem as, porque «los fundam entos de la cohesión social, las condiciones de un m ínim o de estabilidad en el cam bio, la dialéctica de la libertad y la igualdad», es decir, los objetos centrales de su reflexión socio-política, ayer como hoy siguen en can- delero y pendientes de resolución^'.
A una época que cam ina con decisión, en m edio de sus conflictos, hacia una crisis cada vez m ás global, pero que avanza a tientas en la producción de herram ien tas conceptuales que la saquen de la oscuridad en que se halla; a una época que ha visto multiplicarse espectacularm ente en las últim as décadas el núm ero de dem ocracias, pero a las que las desigualdades sociales, en tre o tros peligros, m an tienen en jaque de m anera perm anen te , toca decid ir si puede perm itirse el lujo, no tan to de ap licar in teg ra lm ente a sus heridas el bálsam o elaborado en la d octrina tocquevilliana, com o de rechazarlo por entero. En el bagaje in te lectual del politòlogo francés está, entre m uchas otras, la idea de que sobre un estra to de condiciones supuestam ente igualitarias en lo m aterial y en lo m oral, la libertad se hallaba en grado de extender sus dom inios desde la hum ilde celda de la conciencia in dividual h asta el vasto te rrito rio de las relaciones sociales y políticas, valiéndose del trám ite de la partic ipación colectiva en los ám bitos de decisión: ¿No sabrá nuestra época, por diferente que sea de la suya, servirse de la m ism a al objeto de aliv iar algunas de sus m uchas penalidades?^"”“.
Añadamos que el desenvolvim iento de dicha idea ha dado lugar, haciendo abstracción de la base religiosa, a una doctrina política básicam ente laica que, sin presuponer una antropología decid idam ente optim ista, al m enos ha depositado en el hom bre el grado suficiente de confianza para hacerlo dueño, tan to de su pa-
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tem a podría satisfacer su deseo leyendo el texto de A. Velasco Gómez, Maquiavelo y Tocqueville: dos perspectivas en la ciencia política (en Ensayos filosóficos, México, 1991, pp. 87-108).21. Coenen-Huther, id., p. 125.21bis. Kaldor, op. cit., págs. 36-38.
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sado como de su destino, y por lo tan to de ser capaz de darse una p rop ia in stitucionalidad ; una d octrina que reconoce el p lu ra lismo de in tereses y valores, que cree en el consenso com o su necesario com plem ento político en torno a las reglas del juego; que revaloriza la sociedad civil com o sujeto capaz de valerse por sí m ism o y dotado de una legalidad diferente de la estatal, aunque se in tegre con ella; que revaloriza igualm ente a la p rop ia p o lítica com o agente*del o rden social y a la que, por ende, no considera ni una función de la economía, ni un autom atism o de la p rop ia sociedad ni un valle de lágrim as p a ra la redención u tópica; y que, en ú ltim a instancia, cen tra todo ese m ovim iento en un suje to que, a d iferencia del landlord de Pontiac, que sólo entiende la realización de determ inadas acciones si hay un «interés» de- trás^^, es —com o quería el bufón de Goethe^^— un ser racional, em otivo y sensible a la p a r que egoísta, en grado de aventurarse por el desierto de una selva virgen no sólo guiado por el brillo del oro, sino igualm ente para satisfacer el ansia y la curiosidad de conocer.
En conclusión. La dem ocracia ocupa todo el espacio que el futu ro dedica a la política. Inevitable e irresistib le com o es, obra providencial, nada que el hom bre oponga a su paso resis tirá su embate. Pero la tragedia puede sobrevenirle al héroe aunque acepte su destino, siempre y cuando no se cuide en velar porque las a rm as de la libertad no deserten los ejércitos de la igualdad. Una in finidad de peligros conjura contra esa necesaria alianza, porfiando por evitar que se produzca, o por provocar su rup tu ra allí donde se haya producido. No obstante, la dem ocracia, que exige para su funcionam iento un gran sentido de responsabilidad y un enorm e uso de la razón a sus ciudadanos, preserva in tacto su seguro de vida en tan to les siga garan tizando la partic ipación en sus in stituciones, puesto que de la voluntad de todos saldrán las decisiones que a todos afecten, y porque ése es el rodaje que necesita su corazón para evitar que el interés por sí m ism o expulse de su mo-
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22. Quince jours, cit., p. 3623. Cf. el Vorspiel a u f dem Theater del Faust, donde se les designa como coros de la Fantasía. De ahí que el bufón se cuide en señalar que se les acom pañe de locura.
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ral el in terés por los dem ás. La religión, por su parte , les ayudará en tales m enesteres, com o tam bién ciertos reso rtes de la vida social y m oral. En todo Estado dem ocrático deberá tener lugar la m encionada unión, pero cada uno estará en grado de producirla a su m anera. La dem ocracia, así, podrá establecerse p erdu rab lem ente en ellos.
Ante los conflictos de la época, por tanto , Tocqueville dio una respuesta estrictam ente política, la com binación de igualdad y libertad , a un problem a que él consideraba por n a tu ra leza p o lítico, contrariam ente al enfoque socialista, que desde Saint-Sim on, pero sobre todo con Marx^“, había ido im prim iendo una im pronta
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24. Marx es posib lem ente el com plem ento, desde la o tra orilla, de la visión de la sociedad p roporcionada po r Tocqueville. En cuan to com plem entos el uno del otro, am bos se asem ejan y se d iferencian en tre sí. Coinciden, p o r ejem plo, en su rechazo de la cu ltu ra po lítica trad ic ional, que cen traba en el E stado su análisis para desplazarlo a la sociedad civil; en el vaticinio del advenim iento al p rim er p lano social de la clase m edia, con la consiguiente form ación de la sociedad de m asas (que, además, hicieron para ambos su entrada en la h istoria por la puerta grande de la Revolución F rancesa y la reh icieron po r la de la Revolución de Febrero de 1848); como coinciden en tach ar de socialista el ca rác te r de esta revolución, y en algunas de las enseñanzas desprendidas de ella (Tocqueville, en efecto, p a rece Marx cuando profetiza el futuro ca rác te r social, en lugar de político , de las revoluciones venideras: «No cabe duda de que la lucha po lítica quedará estab lecida un día en tre poseedores y desposeídos; de que el gran cam po de bata lla será la propiedad, y de que las grandes cuestiones políticas h arán referencia a las más o m enos profundas m odificaciones aportadas al derecho de los propie tarios» , De la classe moyenne et du peuple, O.C., III-2, p. 741), etc. D ifieren en m uchas más cosas de las que coinciden, desde los valores con los que se juzgan tales aco n tecim ientos hasta la determ inación del papel que los actores protagonizan en el d ram a revolucionario, pasando por la acentuación de unas u otras causas; como tam bién difieren en la valoración del lugar ocupado por el Estado en la sociedad, m era com parsa en Marx (aunque a veces, en sus textos políticos —Las guerras civiles en Francia, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte—, se contradice y destaca la au tonom ía de la esfera política respecto de la económ ica), prim a donna en Tocqueville, o de su destino fu turo , de la función de la cen tra lización política, en la n atu raleza del p artido político represen ta tivo de esta sociedad (Tocqueville p ro fetiza algo que Marx ni se plantea: la burocratización y centralización del mismo, cosa que no o curría con los am ericanos), etc. Em pero, donde m ás difieren estos dos inm ensos ta len tos es, quizá, en la m etodología de las respectivas obras, que tan to se resienten de sus co rrespondien tes valores. En Marx, para desgracia del futuro , todav ía está p lenam ente activo el v irus hegeliano que llenaba la filosofía de la h isto ria del pedante filósofo alem án de leyes inm anentes, de totalización, de
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económ ica a los m ism os. De ah í las tensiones en tre am bas in terp re tac iones de una m ism a realidad, de ah í las v iru len tas c ríticas de Tocqueville al socialismo^^, y de ahí, finalm ente, el sentido de su apuesta: la dem ocracia social y política. Tal fue la opción de un «aristócrata por instinto» y dem ócrata sólo de «mente», que odiaba la m u ltitud , a la que por ello tem ía, que am aba «la legalidad, el respeto de los derechos, pero no la dem ocracia»; de un hom bre p a ra el que «la libertad es la p rim era de m is pasiones»^*, al pun to de desafiar los peligros arrostrados p or la libertad exigiendo m ás libertad; de un hom bre, en sum a, al que ésta rinde hom enaje por no haber dejado a su instinto im ponerse a su razón, por no haber inm olado en su persona la h u m anidad a su casta, el derecho al privilegio, ni en su doctrina la igualdad a la servidum bre, los m edios a los fines. Un conjunto de razones —mezcla de actitudes y, muy especialm ente, teoría— por
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necesidad h istó rica —recuérdese que el providencialism o dem ocrático destacado por Tocqueville situ ab a al hom bre en el abism o de decid irse po r cuál de las dos dem ocracias, la socialista o la liberal, elegir—, a trib u to s de ese Absoluto om nipresen te en la Historia, y cuya consecuencia individual era convertir la libertad en p u ra conciencia de la necesidad. En Tocqueville, po r el con trario , nada hay de toda esa escatologia, la llam a de la libertad perm anece por siem pre encendida en el san tuario de la subjetividad, desde donde debe ilum inar el escenario todo de la acción social hum ana (para las relaciones entre am bos pensadores, véanse los textos citados de Aron, Lerner y M atteucci en tre otros).El conflicto central de la m odernidad —al que cabe resum ir como el divorcio entre los dos polos que el «politòlogo» francés quiso unir—, es decir, la dialéctica libertad/igualdad, cabe también ser, pues, representado como la dialéctica Tocqueville/Marx (el trabajo de Aron sobre las «libertades» citado en la n.° 11, aunque tra ta dicho problem a en sus cuatro capítulos originales —la prim era edición es de 1963—, lo desarrolla sobre todo en el primero, que lleva por título, precisamente, Tocqueville et Marx, pp. 21-70).25. Cf. L’Ancien Regime..., III, 3 en el que lo equipara a una dem ocracia despótica (p. 260), y en el que censura todo lo que son sus principios fundamentales, al tiempo que critica a sus precursores (Morelli, Fisiócratas, Luis XIV, Federico II [para éste, cf. p. 349]). La abolición de la propiedad privada, la centralización política, la planificación estatal de la vida social y personal, el despotismo ilustrado (la igualdad sin libertad), el Estado como dueño único de la propiedad, que la distribuye a los particulares bajo ciertas condiciones, etc., son, todos, rasgos del socialismo presentes en el decir o el hacer de uno u otro de tales personajes, y que tienen en común el ser, to dos, detestados por Tocqueville.26. Mon instinct, mes opinions, en O.C., III-2, p. 87.
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las que aún hoy, y todavía por m ucho tiem po^’, es seguro que cada vez que se dialogue, se d iscu ta o polem ice acerca de la dem ocracia, antes o después se h ab rá hablado de ese «liberal de nuevo cuño»^*, com o gustaba au todefin irse , llam ado Alexis de Tocqueville.
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27. Y por m éritos propios, además, por m uchas que sean las fallas que la crítica encuentre a su trabajo; fallas, por lo demás, que a veces lo son del crítico, especialm ente cuando no se atreve a especificar cuánto aquéllas restan valor a la teoría del «joven francés de 26 años, con su imperfecto inglés {...)» (Cf. G, Wills, quien, como el lector podrá imaginar, responde negativam ente a la pregunta p lanteada como título de su trabajo: Did Tocqueville «get» America?, The New York Review, Vol. LVI, n.°7, 2004, pp. 52-56).28. Un liberal que, m enester es reconocerlo, en política exterior era m ás francés que liberal, es decir: que era nacionalista, una de cuyas seguras traducciones es la siguiente: «En América, Alexis de Tocqueville... pensaba la democracia. En Francia, el mismo, inventaba la colonización»: de ahí una de las consecuencias que el honor nacional, ese imperial plato, tan exquisito para la degustación nacionalista cuando prevalece sobre los honores de otros países, puede deparar la dem ocracia, la libertad y la paz (cf. Edwy Plenel, en Le Monde del 22-4-2005).
CLIII
DISCURSOS Y ESCRITOS POLITICOSpor
A l e x i s d e T o c q u e v il l e
I. MI INSTINTO, MIS OPINIONES'
La experiencia me ha probado que en casi todos los hom bres, y desde luego en mí, se acaba volviendo en m ayor o m enor m edida a los propios instintos fundam entales y que sólo se hace bien cuanto es conforme a los propios instintos. Busquemos pues de m anera sincera dónde están m is instintos fundamentales y m is principios serios.
Tengo por las instituciones dem ocráticas un gusto racional, pero soy aristócrata por instinto, es decir, que desprecio y tem o la m ultitud.
Amo con pasión la libertad, la legalidad, el respeto de los derechos, pero no la dem ocracia. He ahí el fondo del alma.
Odio la demagogia, la acción desordenada de las m asas, su intervención violenta y falta de luces en los asuntos públicos, las pasiones envidiosas de las clases bajas, las tendencias irreligiosas. He ahí el fondo del alma.
No pertenezco ni al partido revolucionario ni al partido conservador. Mas, no obstante y pese a todo, soy más proclive al segundo que al prim ero. Y es que difiero del segundo más en los m edios que en el fin, en tanto del primero difiero a la vez en los medios y en el fin.
La libertad es la prim era de mis pasiones. Ésa es la verdad.
1. Texto escrito probablem ente en 1840 y encontrado por Redier al dorso de una nota preparatoria al discurso de noviembre de 1841.
II. ESTADO SOCIAL Y POLÍTICO DE FRANCIA ANTES Y DESPUÉS DE 1789
PRIMERA PARTE
¿Ha sido beneficiosa o funesta la influencia ejercida por Francia sobre el destino de los hombres de nuestros días? Sólo el porvenir nos lo hará saber, m as lo que nadie puede es poner en duda que dicha influencia se haya producido y que todavía hoy es grande.
Si se investigan las causas de esos im portantes cam bios realizados por los franceses por medio de sus arm as, sus escritos o sus ejemplos, se descubre entre muchas otras una que es m enester considerar como la principal: desde hace varios siglos todas las viejas naciones de Europa trabajan sordam ente por destru ir la desigualdad en su seno. Francia precipitó dentro de sí m ism a la Revolución que esforzadam ente avanzaba en todo el resto de Europa. Fue la prim era en ver con claridad lo que quería hacer, m ientras las demás tan sólo lo sentían en medio de los tanteos de la duda. Apresando al vuelo las ideas principales que deam bulaban por el m undo desde hacía cinco siglos, form uló de repente, y por vez prim era en el continente europeo, la nueva ciencia de la que sus vecinos am asaban los elem entos entre mil penalidades. F rancia osó decir lo que por entonces los dem ás sólo se atrevían a pensar; y cuanto éstos soñaban p ara un tiem po lejano y confuso, ella no tem ió afron tarlo hoy.
La Europa feudal había sido fraccionada en mil soberanías diversas. Cada nación, y por así decir cada ciudad, aislándose entonces del género hum ano, había adoptado m edidas y opiniones únicas, a las que los hom bres se adherían no tan to por parecerles razonables o justas, sino por ser las suyas.
Hacia finales de la Edad Media se opera una confiisión: las n aciones se ven, se penetran , se com prenden y se im itan. Cada pueblo pierde confianza en la regla particu lar que se había dado, aun sin encontrar nada de más perfecto entre sus vecinos. De m anera natural se presenta entonces la idea de una regla com ún que, al no ser directam ente nacional ni extranjera, pudiera aplicarse en todo tiem po a todos los hom bres.
E n tan to el espíritu hum ano aún vacila y, retenido en antiguas sendas, pugna ya por salir de ellas, el pueblo francés, rom piendo de un golpe el vínculo de los recuerdos, atropellando sus viejos usos, repudiando sus antiguas costum bres, huyendo con violencia de las tradiciones de familia, de las opiniones de las clases, del espíritu de provincia, de los prejuicios de nación, del im perio de las creencias, proclam a que la verdad es una, que ni los tiempos ni los lu gares la alteran, que no es relativa sino absoluta, que es m enester buscarla en el fondo de las cosas con descuido de la form a, que cada uno puede descubrirla y debe conform arse a ella.
Se habla de la influencia ejercida por las ideas de Francia, pero es un error. En tan to que francesas, tales ideas sólo han obtenido un poder lim itado. Ha sido su vertiente general, y me atrevo a decir que hum ana, la causa de su aceptación. Los franceses obtuvieron m ucho m ás poder gracias al m étodo filosófico, que osaron adoptar vigorosamente antes que nadie, que por su filosofía; por el modo como dirigieron sus esfuerzos, que por el resultado. Su filosofía les era apropiada sólo a ellos, pero su método se reveló como un instrum ento adecuado para todas las m anos con deseos de destrucción.
Francia, por tanto, m ás que hacerlas nacer, se puso a la cabeza de dos grandes revoluciones, la revolución política y la filosófica, la nacional y la intelectual. De ahí su poder de propagación. No es que hallase en sí m ism a lo que suponía su principal fuerza, sino lo que hallaba justo en aquéllos a quienes hacía moverse. Actuaba como Roma, que conquistó a las naciones extranjeras con extranjeros. Francia no depositó en torno suyo los gérmenes de la Revolución: desarrolló sólo los que ya existían; en lugar del dios creador, fue el rayo de sol que perm ite la eclosión.
Desde hace cincuenta años, casi todas las naciones de Europa han sufrido en m ayor o m enor grado esa influencia revolucionaria
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
de los franceses, sólo que la m ayor parte de ellas la han sufrido sin explicársela. Han obedecido un im pulso com ún sin conocer el m otor. El observador que recorre los países vecinos a Francia descubre sin esfuerzo el gran m onto de acontecim ientos, usos e ideas directa o indirectam ente producidos por la Revolución Francesa, al tiem po que percibe la profunda ignorancia reinante en esos m ismos lugares respecto de las causas que han producido d icha re volución en la propia Francia, así como de sus consecuencias. Nunca país alguno ejerció más influencia sobre sus vecinos siéndoles a la vez más desconocido.
Ello nos pareció particularm ente visible en Inglaterra.En los veinte años de paz profunda que im pera entre las dos
grandes naciones occidentales, im portantes intercam bios han te nido lugar entre ellas. Diversos usos se han vuelto com unes a los dos pueblos, m uchas opiniones se han extendido del uno al otro. Los franceses han extraído de las leyes inglesas los principios de la libertad constitucional y la idea de orden legal. Algunos de los gustos democráticos presentes en Inglaterra y la m ayoría de las teorías sobre la igualdad que allí se predican parecen de origen francés. Empero, son tan grandes las diferencias en el genio natural de am bos pueblos que, dejando de ser enemigos, no han podido conocerse; se han im itado sin comprenderse. Los ingleses, que se hallan por doquier en Francia, recorriéndola a diario aquí y allá, en general no saben lo que ocurre en ella. Se publican en Londres in formes excelentes de cuanto acaece en la India, y se conoce en modo aproximativo el estado social y político de pueblos que viven en nuestras antípodas, pero los ingleses no poseen sino una noción superficial de las instituciones francesas, conocen de m anera im perfecta las ideas que tienen curso en su seno, los prejuicios aún dom inantes en ella, los cam bios operados en su interior, los usos que siguen en pie. Ignoran cuál es la división de los partidos en sus vecinos, la clasificación de los habitantes, la separación de los in tereses; y si han llegado a conocer alguna de estas cosas, es de oídas. Cada uno se atiene a una medio ciencia, m ás peligrosa que la ignorancia plena, y apenas si piensa en ilustrarse.
De ahí el que estos dos grandes pueblos se busquen por así decir en la som bra, no se perciban sino bajo una luz borrosa y se encuentren como al azar.
ESTADO SOCIAL Y POLÍTICO DE FRANCIA ANTES Y DESPUÉS DE 1789
El objeto de estas cartas' no es exponer en detalle el estado actual de Francia, fin para el que apenas si bastaría una vida entera. El único objetivo que el au to r se propone es el de esclarecer algunos puntos importantes, cuyo examen habrá de conducir fácilmente a los espíritus reflexivos al conocim iento de todos los demás.
Vínculos invisibles, pero casi todopoderosos, enlazan las ideas de un siglo con las del siglo precedente, los gustos de los hijos con las inclinaciones de los padres. Una generación gusta declarar la guerra a las generaciones que la antecedieron: bien, más fácil es com batirlas que dejar de parecérseles. No puede, por tanto, h ablarse de una nación en una época dada sin decir lo que fue medio siglo antes. Cosa ésa especialm ente necesaria si el pueblo en cuestión ha sido, en los cincuenta últim os años, presa de revoluciones casi continuas. Los extranjeros que oyen hablar de ese pueblo, pero no han seguido con ojo atento las sucesivas transform aciones experim entadas, saben tan sólo de los grandes cam bios operados en su seno, mas ignoran qué partes del antiguo estado han sido abandonadas y qué otras se conservaron en medio de tan largas vicisitudes.
Mi propósito para esta prim era parte es el de dar algunas explicaciones acerca del estado de Francia antes de la gran Revolución de 1789, sin las cuales resultaría difícilm ente com prensible el estado actual.
Al final de la antigua m onarquía, la Iglesia de Francia ofrecía un espectáculo análogo en diversos puntos al que actualmente ofrece la Iglesia establecida en Inglaterra.
Luis XIV, que había destruido a todas las grandes individualidades, disuelto o anulado todos los cuerpos, tan sólo al clero dejó la apariencia de una vida independiente. El clero conservó asam bleas anuales en las cuales se im ponía sus propios impuestos; poseía una porción considerable de los bienes raíces del reino y penetraba de mil maneras en la adm inistración pública. Aunque enteram ente sum iso a los principales dogmas de la Iglesia católica.
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
1. Las cartas que Tocqueville pensó escribir sobre este tem a nunca se redactaron; sólo apareció el presente artículo, escrito para una revista inglesa y publicado en 1836 en la London and Westminster Review.
el clero francés, con todo, había adoptado frente a la Santa Sede una actitud firme y casi hostil.
Al aislar a los sacerdotes franceses de su guía espiritual, al dejarles riqueza y poder, Luis XIV no había hecho sino seguir la m ism a tendencia despótica presente en todos los actos de su reinado. Sintiéndose am o sem piterno del clero, a cuyos jefes él m ism o elegía, se creía interesado en que el clero fuese fuerte a fin de, con su ayuda, re inar sobre el espíritu de los pueblos y resistir las em presas de los papas.
Bajo Luis XIV, la Iglesia de Francia era a la vez una institución religiosa y una institución política. En el intervalo que separa la muerte de dicho príncipe y la Revolución francesa, el debilitamiento gradual de las creencias alejó paulatinam ente al sacerdote del pueblo. Tal cam bio se debió a causas que sería dem asiado largo enumerar. A finales del siglo xviii el clero francés aún estaba en posesión de sus bienes, aún intervenía en los asuntos del Estado, mas el espíritu de la población se le escapaba por todos lados y la Iglesia se había convertido en una institución m ucho más política que religiosa.
No sin cierta dificultad cabría hacer com prender a los ingleses de hoy lo que era la nobleza francesa. Los ingleses carecen de una voz en su lengua que vierta con exactitud la antigua idea francesa de nobleza (noblesse). Nobility dice m ás y gentry menos. Aristocra- tie no es tam poco un térm ino del que quepa servirse sin com entario. Lo que en general se entiende por aristocratie, en la acepción norm al de la palabra, es el conjunto de las clases superiores. La nobleza francesa era un cuerpo aristocrático, pero cometería un error quien afirm ase que constitu ía por sí sola la aristocracia del país: jun to a ella, en efecto, se situaban otras clases tan ilustradas, tan ricas y casi tan influyentes como ella misma. La nobleza francesa, por tanto, era a la actual aristocracia inglesa lo que la especie es al género; conformaba una casta, no una aristocracia, pareciéndose en eso a todas las noblezas del continente. No es que en Francia no se pudiese llegar a ser noble m ediante la com pra de ciertos cargos o por efecto de la voluntad del príncipe; pero el ennoblecim iento que hacía salir a un hombre de las filas del tercer estado no lo introducía sin más en las de la nobleza. El gentilhom bre de nuevo cuño se detenía por así decir en la frontera entre am bos órdenes: por encim a
ESTADO SOCIAL Y POLÍTICO DE FRANCIA ANTES Y DESPUÉS DE 1789
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de uno, por debajo del otro. Percibía de lejos la tie rra prom etida, a la que sólo sus hijos tendrían acceso. El nacim iento, pues, era en realidad la única fuente de la que se podía extraer la nobleza: se nacía noble, no se hacía.
Unas veinte mil familias^ repartidas por la superficie del reino com ponían este gran cuerpo. Tales fam ilias reclam aban entre ellas una suerte de igualdad teórica fundada en el privilegio común del nacim iento. «Yo no soy m ás que el prim er gentilhom bre de mi reino», había dicho Enrique IV. Esa frase refleja el espíritu que reinaba todavía en la nobleza francesa a finales del siglo xviii. No obstante, entre los nobles fácilm ente se descubrían diferencias in mensas; unos aún poseían grandes propiedades territoriales, a otros la casa paterna apenas si les daba para vivir. Éstos pasaban la m ayor parte de su vida en la corte; aquéllos conservaban con orgullo en el in terio r de sus provincias una oscuridad hereditaria. A unos la costum bre abría el cam ino a las altas dignidades del Estado, en tan to los otros, luego de haber alcanzado en el ejército un grado poco elevado, postrer térm ino de sus esperanzas, re tornaban apaciblem ente a sus hogares para nunca m ás salir.
Quien hubiera deseado p in ta r con fidelidad el orden de la nobleza, se habría visto pues obligado a recurrir a num erosas clasificaciones; habría tenido que distinguir al noble de espada del noble de toga, al noble de corte del noble de provincia, a la nobleza antigua de la nobleza reciente; y habría tropezado en esta pequeña sociedad con casi tantos m atices y clases como en la sociedad general de la que no era más que una parte. Em pero, en el seno de este gran cuerpo se veía reinar un cierto espíritu hom*ogéneo: todo él obedecía a ciertas reglas fijas, se gobernaba de acuerdo con ciertos invariables usos y m antenía ciertas ideas comunes en todos sus m iem bros.
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2. De los trabajos de Moheau y de la Michodiére, así como de los del célebre Lavoisier, se deduce que el núm ero de nobles y de ennoblecidos ascendía sólo a 83.000 individuos, de los que únicam ente 18.323 podían usar arm as. La nobleza no representaría entonces más de un tres por ciento de la población del reino. Pese a la autoridad que el nom bre de Lavoisier confiere a tales cálculos, a mí me resulta difícil creerlos ciertos. Me parece que el núm ero de nobles debió ser mayor. Véase De la richesse territoriale du royaume de France, por Lavoisier, p. 10, 1791.
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N acida de la conquista, al igual que las restan tes noblezas de la Edad Media, la nobleza francesa hab ía gozado an taño como aquéllas, y quizá m ás que ninguna, de privilegios inm ensos. H abía albergado en su in terio r la casi to ta lidad de las luces y de las riquezas de la sociedad; había poseído la tierra y gobernado a sus habitantes.
Mas a finales del siglo xviii, la nobleza francesa era poco más que la som bra de sí misma, habiendo perdido a un tiem po su acción sobre el príncipe y sobre el pueblo. El rey aún extraía de ella a los principales agentes del poder, pero con ello no hacía sino seguir de m anera instintiva una costum bre antigua en lugar de reconocer un derecho adquirido. Hacía ya tiem po que no existía noble alguno en grado de hacerse tem er del m onarca y reclamarle una parte del gobierno.
La influencia de la nobleza sobre el pueblo todavía era menor. Entre un rey y un cuerpo de nobles m edia una afinidad natural que hace que, sin buscarse, y en cierto modo sin saberlo, se aproxim en entre sí. Pero la unión entre aristocracia y pueblo no form a parte del orden habitual de las cosas, y sólo una habilidad extrema y continuados esfuerzos podrían activarla y m antenerla.
A decir verdad, para una aristocracia sólo hay dos m edios de conservar su influencia sobre el pueblo: gobernarlo o unirse a él a fin de m oderar a quienes lo gobiernan. En otras palabras: es m enester que los nobles sigan siendo sus am os o se conviertan en sus jefes.
Lejos de situarse a la cabeza de las demás clases al objeto de resistir con ellas los abusos del poder regio, fue éste el que, al contrario, se unió antaño al pueblo para luchar contra la tiranía de los nobles, y más tarde a los nobles para m antener al pueblo en la obediencia.
De otro lado, hacía ya m ucho tiem po que la nobleza había dejado de tom ar p arte en las particu laridades del gobierno. N orm alm ente, eran los nobles quienes conducían los asuntos generales del Estado: estaban al m ando de los ejércitos, copaban los m inisterios, llenaban la corte; pero no partic ipaban en absoluto de la adm inistración propiam ente dicha, es decir, de los asuntos que ponen en contacto inm ediato con el pueblo. Encerrado en su castillo, desconocido del príncipe, extraño a la población c ircundante, el noble de F rancia perm anecía inm óvil en m edio del
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movimiento diario de la sociedad. Eran los oficiales del rey quienes, en derredor suyo, adm inistraban justicia, establecían los impuestos, mantenían el orden, laboraban en pro del bienestar de los habitantes y los dirigían. Fatigados de sus ocios oscuros, los gentilhombres que habían conservado grandes bienes llegaban a París y vivían en la corte, los tínicos lugares que aún podían servir de m arco a su grandeza. La pequeña nobleza, fijada por necesidad a las provincias, conducía allí una existencia ociosa, inútil y ajetreada. De este modo, los nobles que, a falta de poder, hubieran podido m erced a su riqueza adquirir alguna influencia sobre el pueblo, se alejaban voluntariam ente de él; y los que se veían forzados a tenerlo por vecino desplegaban ante sus ojos la inutilidad y el fastidio de una institución de la que le parecían los únicos representantes.
Así, al abandonar a otros las particularidades de la adm inistración pública para centrarse tan sólo en los grandes cargos del Estado, la nobleza francesa había mostrado su predilección por la apariencia del poder más que por el poder mismo. La acción del gobierno central únicam ente se hace notar de cuándo en cuándo y con gran esfuerzo sobre los particulares. La política exterior, las leyes generales, no ejercen sino una influencia indirecta y con frecuencia invisible sobre la condición y el b ienestar de cada ciudadano. La adm inistración local se topa con ellos a diario, incide de continuo en sus puntos más sensibles, influye en todos los pequeños intereses que conform an el gran interés que se pone en la vida, es el principal objeto de sus tem ores, atrae hacia sí sus esperanzas prim eras, les une a ella con mil lazos invisibles que les a rrastran sin notarlo. Es al gobernar los pueblos cuando una aristocracia establece los fundam entos del poder que le servirán luego para dirigir la to talidad del Estado.
Afortunadam ente para las aristocracias que todavía existen, el conocim iento de ese secreto de su poder no es m ejor por parte del poder que aspira a destruirlas que el suyo propio. Por mi parte, de pretender yo destru ir en mi país una aristocracia poderosa, no me m olestaría en alejar del trono a sus representantes, no me apresuraría en atacar sus más brillantes prerrogativas, ni iría lo primero a contestarle sus grandes poderes legislativos; pero sí la alejaría de la m orada del pobre, le proh ib iría influir sobre los intereses cotidianos de los ciudadanos, le perm itiría antes partic ipar en la
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confección de las leyes generales del Estado que regular las costum bres de una ciudad, le cedería con m enos reparos la dirección de los asuntos im portantes de la sociedad que la disposición de los pequeños; y con todos los signos más m agníficos de su grandeza con ella, a rrancaría de sus m anos el corazón del pueblo, el lugar donde reside la verdadera fuente del poder.
Em pero, los nobles franceses habían m antenido un cierto n ú mero de derechos exclusivos que los distinguían y elevaban por encim a de los demás ciudadanos, si bien era fácil descubrir que, entre los privilegios de sus padres, la nobleza francesa tan sólo había conservado los que hacen odiar a las aristocracias, pero no los que llevan a am arla o tem erla.
Los nobles gozaban del derecho exclusivo de proveer de oficiales al ejército. Ése hubiera sido, sin duda, un privilegio im portante de haber conservado los nobles una cierta im portancia in dividual o un poderoso espíritu de cuerpo.
Mas al haber perdido ya tan to la una como el otro, en el ejército eran lo que en los demás sitios: meros instrum entos pasivos en m anos del rey. Sólo de él esperaban la prom oción o el favor, siendo su único pensam iento com placerle sea en el cam po de batalla o en la corte. El derecho del que hablo, ventajoso para las familias nobles, no era en cam bio útil a la nobleza en tan to cuerpo político. En una nación esencialm ente guerrera, en la que la gloria m ilitar siem pre ha sido considerada el prim ero de los bienes, dicho privilegio provocaba contra quienes lo gozaban odios violentos y celos implacables. En lugar de entregar los soldados a los nobles, hacía del soldado el enemigo natu ra l de los nobles.
Los gentilhom bres se hallaban exentos de una parte de los im puestos. Percibían además de los habitantes de sus dominios, y por num erosos capítulos, un alto núm ero de cánones anuales. Esos derechos no aum entaban demasiado la riqueza de los nobles, pero hacían de la nobleza un objeto com ún de odio y envidia.
Los privilegios más peligrosos para quienes los d isfru tan son los privilegios en dinero, cuya extensión cada quién puede apreciar a simple vista, y sentirse así injuriado; las sumas que producen son como otras tan tas m edidas exactas m ediante las que evaluar con precisión el odio que suscitan. Sólo un reducido núm ero de hom bres desean los honores y tienen en sus m iras la dirección del
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Estado, pero aún son m enos quienes no quieren ser ricos. Es poca la preocupación de m uchos por saber quién les gobierna, pero no hay nadie indiferente a cuanto suceda con su fortuna privada.
Los privilegios que dan dinero, por lo tanto, son a la vez menos importantes y más peligrosos que los que dan poder. Los nobles franceses, al conservar aquéllos con preferencia a los demás, habían preservado de la desigualdad la herida, no la utilidad. M olestaban y em pobrecían al pueblo, pero no lo gobernaban. Aparecían en m edio de él como extraños favorecidos por el príncipe, no como guías o jefes; al no tener nada que dar, no se atraían los corazones por la esperanza; y al no poder tom ar sino en una m edida fijada invariablem ente de antem ano, suscitaban odio sin insp irar temor.
Con independencia de tales derechos productivos, la nobleza francesa había conservado un altísimo núm ero de distinciones meram ente honoríficas: algunos títulos, ciertas plazas m arcadas en los lugares públicos, llevar determ inadas vestiduras, portar ciertas a rmas. Una parte de esos privilegios fue antaño el apéndice natural de su poder; los demás nacieron luego del debilitam iento de dicho poder y como para com pensar su pérdida. Unos y otros eran ya inútiles, m as podían perjudicar.
Cuando se ha abandonado la realidad del poder, es juego peligroso querer retener su apariencia; el aspecto exterior del vigor puede en ocasiones sostener un cuerpo débil, pero más frecuentemente term ina por agobiarlo. Se parece todavía dem asiado grande para ser odiado, y ya no se es fuerte lo bastante p ara defenderse de los ataques del odio. Las potencias que acaban de nacer y las que declinan, deben m ás bien sustraerse a los derechos honoríficos que buscarlos. Únicam ente un poder firm em ente establecido y llegado a su virilidad se halla en grado de perm itirse su uso.
Cuanto he dicho acerca de las leyes y de los usos cabe extenderlo tam bién a las opiniones.
Los nobles m odernos habían abandonado la mayor parte de las ideas de sus ancestros, pero entre eUas había varias, particu larm ente perjudiciales, a las que se habían aferrado con obcecación; a la cabeza de estas ú ltim as es m enester situar el prejuicio que p rohibía a los gentilhom bres el com ercio y la industria.
Tal prejuicio tuvo su origen en la Edad Media, cuando la posesión de la tierra y el gobierno de los hombres constituían una sola
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cosa. En aquellos siglos, la idea de riqueza inm obiliaria se había unido íntim am ente con la de grandeza y la de poder, m ientras, por el contrario , la idea de riqueza m obiliaria recordaba las de inferioridad y debilidad. Bien que, pasada esa época, la posesión de la tierra dejara de im plicar la del gobierno, y la propiedad m obiliaria conociera un crecim iento prodigioso y adquiriese una im portancia desconocida, la opinión había perm anecido idéntica y el prejuicio sobrevivido a las causas que le h icieran nacer.
De ahí provino el que las fam ilias nobles, expuestas com o las demás a la posibilidad de ruina, se viesen privadas de los medios ordinarios para enriquecerse. Tomada como cuerpo, la nobleza, pues, se em pobrecía sin cesar; y luego de abandonar el cam ino directo que conducía al poder, se apartó tam bién de las vías indirectas susceptibles de llevar hasta él.
No sólo los nobles no podían enriquecerse por sí m ism os con ayuda del com ercio o de la industria, sino que sus costum bres les p roh ib ían aprop iarse m ediante a lianzas de la riqueza así adqu irida. Un gentilhom bre habría creído rebajarse desposando a la hija de un plebeyo rico. No obstan te , no era ra ro verles co n tra er uniones de esta naturaleza, pues su fortuna m enguaba m ás rá p idam ente que sus deseos. Esas a lianzas vulgares, que en riqu ecían a algunos m iem bros de la nobleza, acabaron por p rivar al cuerpo m ism o del poder de la opinión, el único con el que aún contaban.
Antes de alabar a los hom bres por ser capaces de superar un prejuicio debe prestarse atención a los motivos. Para juzgarlos es m enester situarse en el punto de vista particu lar del que actúa, y no en el punto de vista general y absoluto de la verdad. Ir a contracorriente de una opinión común tenida por falsa es sin duda cosa bella y virtuosa. Pero es casi tan peligroso para la m oralidad h u m ana despreciar un prejuicio por las m olestias que origina, como abandonar una idea verdadera porque sea peligrosa. Los nobles com etieron al principio el erro r de creerse degradados al desposar a las hijas de los plebeyos, y acto seguido uno m ayor al desposarlas m anteniendo tal creencia.
En el siglo xviii, las leyes feudales relativas a la sustitución de bienes estaban aún en vigor, pero no ofrecían a la fortuna de los nobles m ás que un débil abrigo.
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Me siento llevado a creer que se exagera a m enudo la influencia ejercida por tales leyes. Pienso que para producir grandes efectos necesitan de circunstancias particulares en cuyo origen no in tervienen y que no dependen de ellas.
Cuando los nobles no se sienten aguijoneados por el deseo de enriquecerse y, de su parte, las dem ás clases de la nación se m uestran más o menos satisfechas con el lote que la Providencia ha repartido entre ellas, la ley de las sustituciones se mueve en el sentido de las ideas y de las costum bres, y acaba creando un letargo y una inmovilidad generales. Casi privados los plebeyos de las oportunidades de los gentilhom bres para adquirir riquezas, y sin posibilidad para los gentilhom bres de perder las suyas, todas las ventajas son p ara éstos, y cada generación se m antiene sin más en el puesto ocupado por la precedente.
Mas en una nación en la que todos, salvo los gentilhom bres, buscaran los medios de enriquecerse, los bienes de la nobleza pronto constitu irían una presa com ún de la que las dem ás clases harían por adueñarse. Favorecido por la ignorancia de los nobles, por sus pasiones y flaquezas, cada cuál lucharía a porfía por a rrastra r toda la m asa de bienes im productivos en posesión de aquéllos hacia el m ovim iento general de los negocios.
Los plebeyos, al carecer de más privilegio común que la riqueza p ara oponerse a los privilegios de toda especie de que gozan sus rivales, no dejarían de desplegar ante sus ojos todos los fastos de la opulencia. Pasarían a ser objeto de em ulación para los nobles, quienes querrían im itar su esplendor sin conocer sus fuentes. No ta rd aría en nacer la tu rbación en la fortuna de éstos, por cuanto sus ren tas term inarían siendo inferiores a sus necesidades. Ellos m ism os llegarían a tener por enem iga la ley que les protege, y se d ispondrían con todas sus fuerzas a eludirla. No quiero decir con esto que las sustituciones no retardasen la ruina de los nobles, pero sí p ienso que no conseguirían im pedirla. Hay algo aún m ás activo que la acción constante de las leyes en una determ inada d irección: la constan te acción de las pasiones hum anas en la d irección contraria .
Cuando la Revolución estalló, la ley francesa destinaba todavía al prim ogénito de un noble la casi totalidad de los bienes de la familia, y le obligaba a transm itirlos intactos a sus descendientes. No
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obstante, una m ultitud de dominios de origen feudal no estaban ya en poder de la nobleza, y otros m uchos habían sido repartidos^. No sólo se veía en su seno a hom bres muy ricos jun to a otros muy pobres, cosa que no contraría la existencia de una nobleza, sino una m ultitud de individuos que, sin ser pobres ni ricos, poseían una fortuna mediana: estado de cosas que tenía ya más de dem ocracia que de aristocracia. Y, de haberse examinado con detalle la constitución de la nobleza, se habría percibido que conform aba en realidad un cuerpo dem ocrático revestido, frente a las dem ás clases, de los derechos de una aristocracia.
Mas el peligro que en Francia am enazaba la existencia de los nobles derivaba m ucho m ás de cuanto acontecía alrededor y fuera de ellos que de lo que advenía en su seno.
Conforme la nobleza francesa iba dism inuyendo en opulencia y perdiendo poder, otra clase de la nación rápidam ente se adueñaba de la riqueza m obiliaria y se aproxim aba al gobierno. La nobleza perdía así de dos maneras, y se volvía absoluta y relativamente más débil. La clase nueva e invasora, que parecía querer alzarse sobre sus escombros, tom ó el nom bre de tercer estado.
Por lo m ismo que no es fácil hacer com prender a los ingleses lo que era la nobleza francesa, resulta engorroso explicarles qué se entendía por tercer estado.
A prim era vista podría creerse que en Francia las clases medias form aban el orden del tercer estado, el cual se encontraría situado entre la aristocracia y el pueblo, pero no era así. Aquél, es cierto, com prendía a las clases m edias, pero tam bién se com ponía de elem entos que le eran naturalm ente extraños. El com erciante más rico, el banquero más opulento, el industrial más hábil, el hom bre de letras, el sabio, podían form ar parte del tercer estado tan to como el pequeño propietario agrícola, el tendero de las ciudades o el cam pesino que cultivaba la tierra. De hecho, todo hom bre que no fuera sacerdote o noble form aba parte del mismo: había en él ricos y pobres, ignorantes y cultos. Considerado en sí mismo, el
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3. En el texto inglés se halla la siguiente anotación: «En los Cuadernos de la Nobleza de 1789 se lee que "el país está cubierto de castillos y casas solariegas hab itados antaño por la nobleza francesa, y abandonados hoy día”. Resumen de los Cuadernos, tom o II, p. 10».
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tercer estado tenía su aristocracia, com prendía ya a todos los elem entos de un pueblo, o mejor, form aba de suyo un pueblo com pleto, que existía jun to con los órdenes privilegiados, pero que podía existir sin ellos y por sí mismo; tenía sus opiniones, sus prejuicios, sus creencias, su espíritu nacional particulares. Ello se aprecia con sum a claridad en los cuadernos redactados en 1789 por el orden del tercer estado para dar instrucciones a sus diputados, en los que se m u6stra tan preocupado por el tem or de mezclarse con la nobleza como podría sentirse ésta de confundirse con él; protesta contra los ennoblecim ientos com prados con dinero, que perm itían a algunos de sus m iem bros penetrar en las filas de la nobleza. En las elecciones que precedieron a la reunión de los estados generales, el célebre quím ico Lavoisier fue expulsado del colegio electoral al querer votar en el orden del tercer estado; el motivo era que, al haber comprado un cargo que le confería la nobleza, había perdido el derecho a votar con los plebeyos.
Así pues, tercer estado y nobleza se hallaban entremezclados en el mismo suelo; mas form aban como dos naciones distintas que, viviendo bajo la m ism as leyes, perm anecían em pero extrañas entre sí. De esos dos pueblos, uno renovaba sin cesar sus fuerzas y adquiría otras nuevas; el otro perd ía a diario sin recuperar nada.
La creación de ese pueblo nuevo en medio de la nación francesa am enazaba la existencia de la nobleza; el aislam iento en el que vivían los nobles suponía para ellos una fuente de peligros todavía mayores.
Esa com pleta división existente entre el tercer estado y los nobles no sólo aceleraba la caída de la nobleza: am enazaba con destru ir en Francia a toda la aristocracia.
No es por casualidad que las aristocracias surgen y se m antienen, sino que se hallan sujetas a leyes fijas que quizá no sea im posible descubrir.
Hay entre los hombres, vivan en la sociedad que vivan y con in dependencia de las leyes que se hayan -dado, cierta cantidad de bienes reales o convencionales que, por su naturaleza, sólo pueden ser propiedad de una m inoría. En cabeza pondría la cuna, la riqueza y el saber; no cabe concebir estado social alguno en el que, en su totalidad, los ciudadanos fuesen nobles, ilustrados y ricos. Los bienes de los que hablo son muy diferentes entre sí, pero poseen un
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rasgo com ún, el de no ser com partidos m ás que por la m inoría, e infundir en consecuencia a todos cuantos los poseen gustos peculiares e ideas exclusivas. Así pues, tales bienes form an, al igual que tantos elementos aristocráticos que, separados o depositados en las m ism as m anos, se los halla en todos los pueblos y en cada época de la historia. Cuando todos los poseedores de esas ventajas excepcionales trabajan de concierto en el gobierno, se da una a ristocracia fuerte y duradera.
En el siglo xviii la nobleza francesa ya no poseía en su seno más que algunos de esos elementos naturales de la aristocracia; muchos, habían quedado fuera de su alcance.
Al aislarse de los plebeyos ricos e ilustrados, los nobles creían perm anecer fieles al ejemplo de sus padres. No percibían que, actuando como ellos, se alejaban del objetivo sí alcanzado por éstos. En la Edad Media, es cierto que la cuna constituía la fuente prim era de todas las ventajas sociales; pero en la Edad Media el noble era el rico, y el sacerdote al que in terpelaba era el letrado; toda la sociedad estaba en manos de esos dos hombres, y es comprensible que lo estuviera.
Pero en el siglo xviii muchos ricos no eran nobles, y muchos nobles no eran ya ricos; lo mismo cabría decir en relación al saber. El tercer estado conform aba, por tanto , como una suerte de porción natural de la aristocracia, separada del tronco principal, al que no podía dejar debilitar al no prestarle apoyo, ni de destruir al hacerle la guerra.
El espíritu exclusivista de los nobles no sólo tendía a alejar de la causa general de la aristocracia a los jefes del tercer estado, sino igualm ente a todos cuantos esperaban serlo algún día.
Si la m ayor parte de las aristocracias han perecido, no se debe a que fueran el fundam ento de la desigualdad sobre la tierra, sino a que pretendían m antenerla eternam ente en favor de ciertos in dividuos y en detrim ento de otros. Es una especie de desigualdad, m ayor que la desigualdad en general, lo que odian los hom bres.
Tampoco hay que creer que sean sus excesivos privilegios lo que con m ayor frecuencia haga perecer a las aristocracias; al contrario, puede suceder que sea la grandeza m ism a de esos privilegios lo que la sostenga. Si cada uno cree poder acceder algún día a un cuerpo elitista, la extensión de los derechos de dicho cuerpo será
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lo que lo haga atractivo a quienes aún no form an parte del mismo. E n ta l m odo, los vicios m ism os de la institución constitu irán su fuerza. Y que no se diga que las posibilidades son escasas: im porta poco si el fin es elevado. Lo que con más fuerza tira del corazón hum ano es m enos la certidum bre de un éxito pequeño que la posibilidad de una fortuna notable. Auméntese la grandeza del objeto a alcanzar: se podrán sin tem or dism inuir las posibilidades de obtenerlo. *
En un país en el que no es im posible que el pobre llegue a gobernar el Estado, es más fácil ap artar siem pre a los pobres del gobierno que en aquéllos en los que la esperanza del poder no está a su alcance; la idea de esa grandeza im aginaria, a la que puede ser llam ado un día, se sitúa sin cesar entre él y el espectáculo de sus m iserias reales. Se tra ta de un juego de azar en el que la enorm idad de la ganancia posible a trae a su alm a a pesar de las probabilidades de pérdida. Ama la aristocracia como la lotería.
La división existente en Francia entre los diferentes elementos aristocráticos establecía en el seno de la aristocracia una suerte de guerra civil que sólo podía beneficiar a la democracia. Rechazados por la nobleza, los principales m iem bros del tercer estado estaban obligados, para combatirla, a apoyarse en principios útiles en el m omento de usarlos, bien que peligrosos por su propia eficacia. El tercer estado era una parte de la aristocracia rebelada contra la otra, y constreñida a profesar la idea general de la igualdad para com ba tir la idea particu lar de desigualdad que se le oponía.
En el seno m ism o de la nobleza la desigualdad era a tacada a diario, si no en su principio, sí al m enos en algunas de sus diversas aplicaciones. El noble de espada acusaba de altanero al noble de toga, m ientras éste se quejaba de la preponderancia acordada al prim ero. El noble de corte se regalaba m ofándose de los pequeños derechos señoriales de los nobles de provincia, quienes, por su parte, se irritaban por el favor del que gozaba el cortesano. El gentilhom bre de rancio abolengo despreciaba al recién ennoblecido, y éste envidiaba los honores del otro. Todas esas recrim inaciones entre las diversas clases de privilegiados perjudicaban la causa general de los privilegios. Espectador desinteresado del debate de sus jefes, el pueblo no tom aba de sus discursos sino lo que podía serle de utilidad. De este modo, poco a poco se divulgaba por
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la nación que sólo la igualdad era conforme al orden natural de las cosas; que en ella se contenía la idea simple y general que debía presidir la organización de una sociedad bien regulada. Teorías ésas que penetraron hasta en el espíritu de los nobles, los cuales, gozando aún de sus privilegios, em pezaban a considerar su posesión más como un hecho afortunado que como un derecho respetable.
Por lo general, los usos siguen más de cerca las ideas de cuanto lo hacen las leyes. El principio de la aristocracia triunfaba aún en la sociedad política, cuando ya las costum bres se volvían dem ocráticas, estableciéndose mil vínculos diversos entre hom bres a los que la legislación separaba.
Lo que más favorecía tal mezcla en la sociedad civil era la posición de la que los escritores iban adueñándose día a día.
En las naciones donde la riqueza constituye el fundam ento único o principal de la aristocracia, el dinero, que en todas las sociedades procura el placer, da además el poder. Provisto de ambas ventajas, logra a rras tra r hacia sí la entera im aginación del hom bre, y term ina por así decir convirtiéndose en la única distinción deseada y obtenida. En esos países las letras son norm alm ente poco cultivadas, y en consecuencia el m érito literario no a trae las m iradas del público.
En los pueblos donde dom ina la aristocracia de nacimiento, ese im pulso universal hacia la adquisición de riquezas no tiene lugar. El corazón hum ano no se ve em pujado en una sola dirección por una única pasión, por lo que se entrega a la diversidad natu ra l de sus inclinaciones. Si esas naciones son civiles, se encuentra siem pre en su seno un alto número de individuos proclives a los placeres del espíritu y que honran a quienes los producen. Muchos hom bres am biciosos que desprecian el dinero, y a quienes su origen plebeyo repele de los asuntos públicos, se refugian entonces en el estudio de las letras, que es com o su últim o asilo, y aspiran a la gloria literaria, la única que les está perm itida. En tal modo se crean, fuera del m undo político, una situación de lustre que ra ra vez se les contesta.
En los países donde el dinero confiere el poder, al depender la importancia de los hombres del grado mayor o m enor de riqueza poseída, y como la riqueza puede en todo instante perderse o ganarse, resulta que los m iem bros de la aristocracia se ven de continuo
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acuciados por el tem or a perder el rango que ocupan o a com partir los privilegios con otros ciudadanos. La usual movilidad reinante en el m undo político pone en su alm a una especie de perm anente agitación; no es sino confusamente como gozan de su fortuna, y aterran como a la carrera los bienes que ésta les envía. La inquietud les hace m irarse de continuo p ara ver si han perdido algo. Lanzan sobre todos los demás m iradas llenas de tem or y de envidia a fín de descubrir si algo»ha cam biado en derredor suyo. Y todo lo que destaca, no im porta dónde, term ina infundiéndoles desazón.
Las aristocracias fundadas únicam ente en el nacim iento sienten m enor inquietud ante la vista de lo que brilla fuera de ellas, pues poseen una ventaja que, por su naturaleza, no podrían ni com partir ni perder. Se llega a ser rico, pero hay que nacer noble.
Desde siem pre la nobleza francesa había tendido la m ano a los escritores, y se había com placido en atraerlos a ella. Pero eso aún se dio m ás en el siglo xvxir. época ociosa en la que los gentilhom bres estaban casi tan liberados de las preocupaciones del gobierno com o los propios plebeyos, y en la que las luces, al difundirse, habían dado a todos el gusto delicado por los placeres literarios.
Bajo Luis XTV los nobles honraban y protegían a los escritores, si bien realm ente no se m ezclaban con ellos. Unos y otros form aban dos clases separadas que se tocaban a m enudo sin jam ás confundirse. A fínales del siglo xviii ya no era así. No es que se perm itiera a los escritores com partir los privilegios de la aristocracia, ni que hubiesen adquirido una posición reconocida en el mundo político; la nobleza no los había llam ado a sus filas, pero m uchos nobles se habían colocado en las de aquéllos. La literatura, por tan to, se había convertido en una suerte de terreno neutral en el que se había refugiado la igualdad. El hom bre de letras y el gran señor se topaban ahí sin buscarse ni tem erse, reinando pues fuera del m undo real una especie de dem ocracia im aginaria en la que cada uno quedaba reducido a sus cualidades naturales.
Ése estado de cosas, tan favorable para el rápido desarrollo de las ciencias y de las letras, distaba de satisfacer a quienes las cultivaban. Ocupaban, cierto, una posición preem inente, pero mal definida y siem pre cuestionada. Com partían los placeres de los grandes y permanecían ajenos a sus derechos. El noble se les aproximaba lo bastante como para hacerles notar con detalle las ventajas re
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servadas al nacim iento, pero se m antenía suficientem ente d istante como para impedirles com partir dichas ventajas o gustarlas. Caía así bajo sus ojos una especie de fantasma de igualdad que huía a medida que se acercaban para aferrarlo. De este modo, los escritores, tan favorecidos por la nobleza, conform aban el elem ento más in quieto del tercer estado, y se les oía m aldecir los privilegios hasta en los palacios de los privilegiados.
Dicha tendencia dem ocrática no sólo se hacía visible entre las gentes de letras que frecuentaban a los nobles, sino entre los nobles que se habían hecho gentes de letras. Estos últimos, en su m ayoría, profesaban m anifiestam ente las doctrinas políticas generalm ente adoptadas por los escritores y, lejos de in troducir el espíritu nobiliario en la literatura, extrapolaban lo que cabría llam ar espíritu literario a la nobleza
M ientras las clases altas se rebajaban de m anera gradual, se elevaban paso a paso las clases m edias y un m ovim iento im perceptible las aproxim aba m ás cada día, en la distribución de la p ropiedad territo ria l ten ían lugar ciertos cam bios que, por su n a tu raleza, facilitaban singularm ente el establecim iento y reinado de la dem ocracia.
Casi todos los extranjeros se im aginan que la propiedad te rritorial no empezó a dividirse en Francia sino a partir de la época en la que se cam biaron las leyes relativas a las sucesiones, duran te el periodo en el que se confiscaron la gran m ayoría de los dom inios pertenecientes a los nobles; mas se trata de un error. En el momento de estallar la revolución, la tierra se hallaba ya am pliam ente repartida en un buen núm ero de provincias. La Revolución francesa no hizo sino extender a la to talidad del territo rio lo que había ya de especial en algunas de sus partes.
Son m uchas las causas tendentes a aglom erar la propiedad te rritorial en pocas manos. La prim era de todas es la fuerza material. Un conquistador se adueña de las tierras de los vencidos y las re parte entre unos cuantos de sus partidarios. En este caso, se p riva a los antiguos propietarios de su derecho. Pero hay otros en los que ellos m ismos lo ceden voluntariam ente.
Imaginemos un pueblo en el que las empresas industriales y com erciales sean muy num erosas y muy productivas, y cuya cultura sea lo bastante sólida como para que cada cuál descubra fácilmente
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todas las oportunidades que com ercio e industria ofrecen para enriquecerse. Supongamos que por una combinación de leyes, de costum bres y de ideas antiguas, la propiedad constituya aún, para ese m ismo pueblo, la principal fuente de la consideración y del poder. La vía m ás corta y m ás rápida p ara enriquecerse será la de vender la tierra para em plear el producto en el comercio. Y al contrario, el mejor modo de gozar de la fortuna adquirida será el de retirar el dinero del com ercib y com prar tierra; la tierra se convierte entonces en un objeto de lujo, de am bición y no de codicia. Al adquirirla son honores y poder lo que se pretende obtener, no cosechas. Así las cosas, aún seguirán vendiéndose pequeños dominios, mas se com prarán sólo los muy grandes. Y es que el fin, tanto como la posición, del vendedor y del com prador son muy diferentes. En relación al segundo, el prim ero es un pobre en pos del bienestar; aquél, un rico que quiere contar con m ucho de supérfluo entre sus placeres.
Y si a esas causas generales se añade la acción particular de una legislación que, al tiem po que facilita el traspaso de la propiedad m obiliaria, vuelve onerosa y difícil la adquisición de la tierra, al punto que los únicos en tener el gusto de la posesión, los ricos, son tam bién los únicos en disponer del medio de adquirirla, se en tenderá sin más por qué en pueblo sem ejante las pequeñas fortunas territo riales tenderán de continuo a desaparecer para fundirse en un pequeño núm ero de muy grandes.
A m edida que los procedim ientos industriales se perfeccionan y multiplican, y que la expansión de las luces revela al pobre la existencia de tales nuevos instrum entos, el movimiento recién descrito se volverá m ás rápido. La prosperidad del com ercio y de la in dustria inducirá m ás enérgicam ente al pequeño propietario a vender, y esa m ism a causa creará incesantem ente inm ensas riquezas m obiliarias, que más tarde perm itirán a quienes las poseen adquirir inm ensos dom inios. De este modo, puede suceder que la aglom eración extrem a de la propiedad territo rial llegue a darse en los dos polos de la civilización: cuando los hom bres, sem ibárbaros todavía, no aprecian ni, por así decir, conocen más que la propiedad territorial; y cuando, ya altam ente civilizados, descubren o tros mil modos de enriquecerse.
Nada de cuanto acabo de decir cupo nunca aplicárselo a Francia. R esulta harto dudoso que en Francia, en la época de la
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conquista de los bárbaros, se dividiera la tierra de m anera general y sistem ática entre los vencedores, tal y como, por ejemplo, sucedió en Inglaterra tras la invasión de los norm andos. Los francos eran m ucho menos civilizados que estos últim os, y no ten ían tan perfeccionado como ellos el arte de regularizar la violencia. Por otra parte, la conquista de los francos se rem onta a una época m ucho más antigua y sus efectos se debilitaron m ucho antes. Así pues, parece que en Francia num erosos dom inios nunca estuvieron sujetos a las leyes feudales, y los que sí lo estuvieron eran, al parecer, de m enor extensión que en m uchos otros Estados de Europa. Jam ás hubo, en suma, una fuerte aglom eración de la tierra, o por lo m enos había dejado de estarlo desde hacía largo tiem po.
Hemos visto que, m ucho antes de la Revolución, la propiedad territorial no era ya la principal fuente de la consideración y del poder. D urante el m ismo periodo, los progresos de la industria y del comercio habían tenido lugar con lentitud, m ientras el pueblo, ilustrado ya lo bastante como para concebir y desear una condición mejor que la suya, no había aún adquirido las luces en grado de revelarle los m edios m ás perentorios de conseguirlo. Al m ismo tiem po que la tierra dejaba de ser un objeto de lujo para el rico, se convertía en cam bio en objeto, o mejor, el único objeto, de laboriosidad para el pobre. El uno la vendió con el fín de facilitar y acrecentar sus placeres; el otro la com pró para aum entar su bienestar. De tal modo, la propiedad territorial abandonó silenciosamente las m anos de los nobles, y empezó a dividirse en las del pueblo.
Conforme los antiguos propietarios territoriales iban perdiendo sus bienes, una m ultitud de cam pesinos los adquiría gradualmente, pero tras incontables esfuerzos y m ediante procedim ientos muy im perfectos. Por tanto , las grandes fortunas territoriales disminuían de día en día sin que se am asaran grandes riquezas mobiliarias; y en lugar de vastos dom inios se creaban m uchos pequeños, lento y esforzado fruto de la econom ía y del trabajo.
Estos cam bios en la división de la tierra facilitaban singularm ente la gran revolución política que pronto habría de operarse.
Quienes creen poder establecer de m anera perm anente la igualdad com pleta en el m undo político sin in troducir al m ismo tiem po una suerte de igualdad en la sociedad civil, cometen, pienso, un peligroso error. Considero que no se puede dar impunemente
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a los hombres una gran alternativa de hierza y de debilidad, hacerles tocar la igualdad extrem a en un punto y dejarles sufrir la desigualdad extrem a en los demás, sin que pronto aspiren a ser fuertes o se vuelvan débiles en todos. Pero la más peligrosa de todas las desigualdades es la que deriva de no dividir la propiedad territorial.
La posesión de la tierra da al hom bre cierto núm ero de ideas y de hábitos especiales que es de gran im portancia reconocer, en tanto la posesiór» de bienes mobiliarios no los produce o lo hace en m enor grado.
Los grandes propietarios territoriales localizan en cierto modo la influencia de la riqueza y, al obligarla a ejercerse especialm ente en ciertos lugares y sobre ciertos hom bres, le infunden un carác ter más im portante y duradero. La desigualdad m obiliaria forja individuos ricos; la desigualdad inmobiliaria, familias opulentas; vincula a los ricos unos con otros, une a las generaciones entre sí y crea en el Estado un pequeño pueblo aparte que siempre logra obtener un cierto poder sobre la gran nación en medio de la cual aparece situado. Es todo eso, precisamente, lo que más perjudica al gobierno dem ocrático.
Por el contrario, nada hay de más favorable al reinado de la dem ocracia que la división de la tierra en pequeñas propiedades.
Quien posee una pequeña fortuna mobiliaria depende casi siempre, en m ayor o m enor grado, de las pasiones de otro. Es m enester que se som eta o a las reglas de una asociación o a los deseos de un hom bre. Se halla sujeto a las m enores vicisitudes de la fortuna com ercial e industrial de su país; su existencia oscila de continuo entre el b ienestar y la m iseria, y es raro que la agitación que re ina en su destino no produzca desorden en sus ideas e inestabilidad en sus gustos. El pequeño propietario territorial, por el contrario, no recibe más im pulso que el propio; su esfera es reducida, pero se mueve en libertad. Su fortuna aum enta con lentitud, pero no se halla sujeta al capricho del azar. Su espíritu es tranquilo, como su destino; regulares y apacibles sus gustos, xom o sus trabajos; y al no necesitar de nadie, p lan ta el espíritu de independencia en pleno corazón de la pobreza.
A no dudar, esa tranqu ilidad de esp íritu en un altísim o n ú m ero de ciudadanos, esa calm a y esa sim plicidad de los deseos, ese hábito y ese anhelo de independencia favorecen singularm ente
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el establecimiento y m antenim iento de instituciones dem ocráticas. De mi parte, siem pre que vea establecerse instituciones dem ocráticas en un pueblo en el que reine una gran desigualdad de condiciones, consideraré dichas instituciones como un accidente pasajero. Creeré que propietarios y proletarios están en peligro: de perder violentam ente sus bienes, los prim eros; de perder su independencia, los segundos.
A los pueblos que desean llegar al gobierno de la dem ocracia, por tanto, no sólo les in teresa evitar una gran desigualdad de fortunas en su seno, sino aún m ás que tal fortuna lo sea de propiedades inm obiliarias.
En Francia, a finales del siglo xviii, el principio de la desigualdad de derechos y de condiciones todavía regulaba despóticamente la sociedad política. Los franceses no sólo tenían una aristocracia, sino una nobleza; vale decir: de todos los sistem as de gobierno basados en la desigualdad habían conservado el más absoluto y, por qué no decirlo> el más insoportable. Había que ser noble para servir al Estado; sin nobleza, difícilmente era posible acercarse al príncipe, a quien las puerilidades de la etiqueta prohibían el contacto con los plebeyos.
El detalle de las instituciones concordaba con su principio. Las sustituciones, el derecho de prim ogenitura, los tributos, el m aestrazgo, todos los restos de la vieja sociedad feudal todavía existían. Francia tenía una religión de Estado, cuyos m inistros no sólo eran privilegiados como aún hoy lo son en determinados países aristocráticos, sino dom inadores exclusivos. La Iglesia, p ropietaria como en la Edad Media de una porción del territorio, penetraba en el gobierno.
Em pero, hacía tiem po que en Francia todo se encam inaba hacia la dem ocracia. Quien, sin ceder a las apariencias externas, hubiese querido representarse el estado de impotencia moral en el que había caído el clero, el em pobrecim iento y abatim iento de la nobleza, la riqueza y las luces del tercer estado, la singular división ya existente de la propiedad territorial, el alto núm ero de fortunas m edianas y el bajo de grandes fortunas; quien hubiese tenido en m ente las teorías profesadas en aquel entonces, los principios tá cita pero casi universalm ente adm itidos; quien, digo, hubiese reunido en un único punto de vista todos esos diversos objetos, no
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hubiera podido m enos de concluir que la Francia de entoces, con su nobleza, su religión de Estado, sus leyes y usos aristocráticos, era ya, bien mirado, la nación más propiamente democrática de Europa; y que los franceses de finales del siglo xviii, por m or de su estado social, su constitución civil, sus ideas y sus costum bres, h ab ían sobrepasado con m ucho incluso a esos pueblos de nuestros días que m ás palpablem ente se encam inan hacia la dem ocracia.
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SEGUNDA PARTE
No es la igualdad lo único que asem eja a la Francia del siglo xviii con la de nuestros días. Otros m uchos rasgos de la fisonom ía nacional hoy tenidos por nuevos eran ya perceptibles entonces.
A modo de regla cabe decir que nada hay m ás propicio al establecim iento y a la duración de un sistem a de adm inistración local que una aristocracia.
Esparcidos por cada uno de los diferentes puntos del territorio ocupado por un pueblo aristocrático, siem pre hay uno o más individuos que, naturalm ente superiores a los dem ás por su cuna y su riqueza, se hacen con el gobierno o se les concede. En una sociedad en la que reina la igualdad de condiciones, al ser los ciudadanos casi iguales entre sí, les parece natural asignar todos los detalles de la adm inistración al gobierno mismo, el solo individuo que, por estar por encim a de la m asa, atrae las m iradas. E incluso aunque no estuvieran dispuestos a asignarle dicha tarea, su propia debilidad personal, m ás la dificultad que tienen de en tenderse entre todos, les obliga a m enudo a soportar que la ejerza.
Es verdad que una vez adm itido por una nación el principio de la soberanía del pueblo, que se ha difundido la ilustración, perfeccionado la ciencia del gobierno y conocido las m iserias de una adm inistración centralizada en exceso, con frecuencia se ve en las provincias y ciudades esforzarse a sus- ciudadanos por forjar en medio de ellos un poder colectivo que d irija sus propios asuntos. En ocasiones, sucum biendo el poder suprem o bajo el peso de sus prerrogativas, tra ta de localizar la adm inistración pública e intenta, m ediante com binaciones m ás o m enos sabias, constitu ir artificialm ente en los diversos puntos del territo rio una aristocracia
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electa. Un pueblo dem ocrático se deja a rra s tra r hacia la cen tralización por instinto; y llega a las instituciones provinciales sólo por reflexión. Pero la libertad provincial así fundada se halla siem pre sum am ente expuesta al azar. En los pueblos aristocráticos el gobierno local existe a m enudo, a pesar del poder central, y sin que éste tenga nunca necesidad de inm iscuirse para m antenerlo en vigor. En los pueblos democráticos el gobierno local es con frecuencia una creación del poder central, el cual soporta verse privado de algunos de sus privilegios, o renuncia a ellos voluntariam ente.
Tal tendencia natural, que lleva a los pueblos dem ocráticos a centralizar el poder, se descubre principalm ente y se increm enta de una m anera harto m anifiesta en los periodos de lucha y de tran sición, cuando am bos principios se disputan la dirección de los asuntos públicos.
El pueblo, en cuanto comienza a convertirse en potencia, al percibir que los nobles dirigen todos los asuntos locales, ataca el gobierno provincial, no sólo por provincial, sino más todavía por aristocrático. Una vez arrancado dicho poder local de las m anos de la aristocracia, lo siguiente es saber a quién concedérselo.
En Francia no fue sólo el gobierno central, sino el rey en exclusiva, el encargado de ejercerlo. Ello se debe a dos causas que es útil explicitar.
Considero que la fracción dem ocrática de las sociedades experim enta un natural deseo de centralizar la adm inistración; em pero, disto de afirm ar que sea su propensión la de centralizarla únicam ente en las m anos del rey. Ello depende de las circunstancias. De elegir librem ente, un pueblo optará siem pre por confiar el poder adm inistrativo a una asam blea o a un m agistrado elegido por él antes que a un príncipe a quien no pueda controlar. Mas de esa libertad carece a menudo.
La fracción dem ocrática de la sociedad, apenas empieza a sentirse fuerte y a querer elevarse, aún no está com puesta sino de una m ultitud de individuos igualm ente débiles e igualm ente incapaces de luchar aisladam ente contra los grandes personajes de la nobleza. Desea de m anera instintiva gobernar, aun sin poseer ninguno de los instrum entos del gobierno. Dichos individuos, estando además dispersos y siendo poco duchos para asociarse, experim entan instintivam ente el deseo de encon trar en alguna parte, fuera de
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ellos m ismos y de la aristocracia, una fuerza ya constituida en to rno a la cual, sin necesidad de concertarse, puedan sum ar sus esfuerzos y obtener así, con la combinación de todos, el poder del que carece cada uno de ellos.
Ahora bien, como la dem ocracia no está todavía legalmente organizada, el único poder fuera de la aristocracia ya constituido que el pueblo pueda tom ar por m andatario es el príncipe. E ntre éste y los nobles hay sin duda una analogía natural, mas no una identidad perfecta. Aunque parecidos en sus gustos, sus intereses son a m enudo contrarios. Por tanto , las naciones que optan por la democracia empiezan por lo general acrecentando las atribuciones del poder regio. El príncipe inspira menos envidia y tem or que los nobles. Y, por otra parte, en épocas de revolución, es ya demasiado hacer que el poder cam bie de m anos, aunque se tra te sólo de quitárselo a un enem igo para otorgárselo a otro.
La obra m aestra de la aristocracia inglesa consiste en haber hecho creer por tanto tiempo a las clases democráticas que el enemigo com ún era el príncipe, y en haberse convertido por ello en su representante en lugar de perm anecer como su adversario principal.
Por lo general, no es sino tras haber destruido por com pleto a la aristocracia con ayuda de los reyes, cuando un pueblo dem ocrático piensa en pedirles cuentas del poder que les ha perm itido adquirir, esforzándose entonces por ponerlos bajo su dependencia o por transferir la au toridad con la que los había investido a poderes dependientes.
Em pero, cuando las clases dem ocráticas de la sociedad, luego de haber situado el poder adm inistrativo ya en m anos de sus verdaderos representantes, asp iran a dividir su ejercicio, tienen frecuentem ente problem as para hacerlo, sea por la eterna dificultad de privar de su au toridad a quienes la poseen, sea por el em barazo de determ inar a quién confiar su uso.
Las clases dem ocráticas hallan siem pre en su seno un núm ero bastante elevado de individuos cuhos y preparados en grado de in tegrar una asam blea política o una adm inistración central. Sin embargo, puede ocurrir que no hayan los suficientes como para organizar cuerpos provinciales; puede suceder que el pueblo de las provincias no se deje gobernar por la aristocracia y que aún no esté en situación de gobernarse por sí m ismo. En tan to ese m om ento
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llega, tan sólo a la au toridad central se confía el ejercicio del poder adm inistrativo.
Por otra parte, transcurre bastante tiempo antes de que un pueblo huido de las manos de la aristocracia experim ente la necesidad y contraiga el gusto de centralizar el poder.
En las naciones som etidas por largo tiem po a una aristocracia, todo individuo perteneciente a las clases inferiores contrae casi al nacer el hábito de buscar en torno a sí al hom bre que principalmente debe suscitar su tem or o su envidia. Simultáneamente, se habitúa a considerar al poder central como el árbitro, situado de m anera natural entre él y ese opresor doméstico, y es llevado a atribuir al prim ero una gran superioridad en cu ltu ra y sabiduría.
Ambas impresiones sobreviven a las causas que las produjeron.Todavía m ucho después de haber sido destruida la aristocracia
los ciudadanos siguen m irando con una suerte de instintivo recelo a todo cuanto destaca en derredor suyo; difícilmente adm iten que la ciencia, la im parcialidad de la justicia o el respeto a la ley puedan encontrarse jun to a ellos; se m uestran celosos de sus vecinos convertidos en sus iguales luego de haber sido sus superiores. Term inan de alguna m anera sintiendo tem or por ellos mismos, y al no considerar ya al gobierno central como un refugio frente a la tiranía de la nobleza, lo contem plan aún como una salvaguardia frente a su propio descarrío.
Así pues, los pueblos cuyo estado social deviene dem ocrático em piezan casi siem pre centralizando el poder exclusivam ente en el príncipe; cuando más tarde encuentran la energía y la fuerza necesarias, rom pen el instrum ento y transfieren sus prerrogativas a m anos de una au toridad que dependa de ellos; ya m ás poderosos, m ejor organizados y m ás ilustrados, em prenden un nuevo esfuerzo y reapropiándose de ciertas atribuciones del poder adm inistrativo desem peñadas por sus representantes generales, las confían a m andatarios secundarios. Tal parece ser la m archa natural instintiva y, por así decir, forzosa que siguen las sociedades a las que su estado social, sus ideas y sus costum bres a rrastran hacia la dem ocracia.
En Francia, la extensión del poder real a todos los asuntos de la adm inistración pública fue correlativa al nacim iento y al desarrollo progresivo de las clases dem ocráticas. Conforme iban igualándose
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las condiciones, con mayor amplitud y asiduidad penetraba el rey en el gobierno local; ciudades y provincias perdían sus privilegios, o bien olvidaban paulatinam ente servirse de ellos.
El pueblo y el tercer estado favorecían tales cambios con todas sus fuerzas, llegando a ceder sus propios derechos cuando por azar los poseían con tal de arrastrar los de los nobles a una ruina común. El gobierno provincial y el poder de la nobleza se debilitaban, pues, de la m ism a m anera y al m ism o tiempo.
Los reyes de Francia se vieron singularm ente ayudados en esa tendencia por el apoyo que durante siglos les habían prestado los legistas. En un lugar donde existe una nobleza y un clero, órdenes privilegiados que encierran en su seno una parte de las luces y la casi to talidad de las riquezas del país, los jefes naturales de la dem ocracia son los legistas. H asta el m om ento en el que los legistas franceses aspiraron a re inar ellos m ismos en nom bre del pueblo, trabajaron activam ente por a rru in ar a la nobleza en beneficio del trono; se les vio plegarse a los caprichos despóticos de los reyes con arte infinito y singular facilidad. Cosa ésa, por lo demás, en absoluto privativa de Francia, y es lícito creer que al servir al poder real los legistas franceses siguieron sus instintos naturales, hasta que consultaron los intereses de la clase de la que accidentalmente eran los jefes.
Existe, dice Cuvier, una relación necesaria entre todas las p a rtes de los cuerpos organizados, de suerte que quien encuentra una parte separada de uno de ellos está en situación de reconstru ir el conjunto. Un m ismo trabajo analítico podría servir para conocer la m ayoría de las leyes generales que todo lo regulan.
Si se estudiase con atención lo ocurrido en el mundo desde que los hom bres guardan m em oria de los acontecim ientos, fácilm ente se descubriría que en la to talidad de los países civilizados, ju n to al déspota que m anda, casi siem pre se halla un legista que regulariza y coordina los deseos a rb itrario s e incoherentes del prim ero. Al am or general e indefinido de los reyes por el poder, añaden los legistas el gusto por el m étodo y la ciencia de los detalles del gobierno que naturalm ente poseen. Los prim eros saben constreñir m om entáneam ente a los hom bres a obedecer; los segundos poseen el arte de plegarlos casi voluntariam ente a una obediencia perdurable. Los unos proporcionan la fuerza; los otros, el
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derecho. Aquéllos m archan hacia el poder soberano mediante la arbitrariedad; éstos, m ediante la legalidad. En la intersección en que se encuentran se establece un despotism o que deja casi sin respiro a la hum anidad. Quien sólo tenga la idea del príncipe sin la del legista no conoce, pues, más que una porción de la tiranía. Es m enester pensar al m ismo tiem po en los dos para concebir el todo.
Con independencia de las causas generales de las que acabo de hablar, había m uchas otras accidentales y secundarias que aceleraban la concentración de todos los poderes en m anos del rey.
Desde muy pronto París había adquirido una preponderancia singular en el reino. Francia tenía ciudades respetables, pero no se veía más que una gran ciudad, y era París. Ya en la Edad Media París empezó a convertirse en el centro de la cultura, la riqueza y el poder del reino. La centralización del poder político en París aum entaba sin cesar la im portancia de la ciudad, y su grandeza en aumento facilitaba a su vez la concentración del poder. El rey atraía los asuntos a París, y París a tra ía los asuntos al rey.
En el pasado, Francia se había form ado con provincias adquiridas m ediante tra tados o conquistadas por las arm as, que por largo tiempo se com portaron entre sí como pueblos extraños. A medida que un poder central iba som etiendo al m ism o sistem a adm inistrativo esas diversas partes del territorio , las diferencias observables en ellas se borraban, y a m edida que dichas diferencias se borraban, el poder central se veía más favorecido para extender su esfera de acción a todas las partes del país. Así, la unidad nacional facilitaba la unidad del gobierno, y la unidad del gobierno servía a la unidad nacional.
A finales del siglo xviii Francia estaba aún dividida en tre in ta y dos provincias. Trece parlam entos interpretaban las leyes de una m anera diferente y soberana. La constitución política de tales p ro vincias variaba considerablemente; algunas habían conservado una especie de representación nacional; otras nunca la tuvieron; en unas regía el derecho feudal, en otras se obedecía la legislación rom ana. Todas esas diferencias eran superficiales y, por así decir, externas. Francia entera no tenía, a decir verdad, m ás que una sola alma. Las mismas ideas circulaban de un cabo al otro del reino. Los mismos usos estaban en vigor, se profesaban idénticas opiniones; el espíritu hum ano, afectado por doquier de igual modo, corría así
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en una única y misma dirección. En una palabra, los franceses, con sus provincias, sus parlam entos, la diversidad de sus leyes civiles, la abigarrada variedad de sus costum bres, form aban no obstante, sin ninguna duda, el pueblo de Europa m ejor trabado en todas sus partes, y el m ás idóneo para moverse, de ser necesario, como un solo hom bre.
En el centro de esa gran nación compuesta de elementos tan homogéneos en tré sí se situaba un poder regio que, tras haberse apoderado de la dirección de los asuntos más im portantes, aspiraba ya a reglam entar los pequeños.
Todos los poderes fuertes tra tan de centralizar la adm inistración, pero lo logran en m ayor o m enor m edida de acuerdo con su naturaleza.
Cuando el poder preponderante se halla en una asam blea, la centralización es m ás aparente que real, pues no puede ejercerse m ás que a través de leyes. Ahora bien, las leyes no pueden preverlo todo y, aunque lo hicieran, sólo pueden ejecutarse por medio de agentes y con la ayuda de una continua vigilancia, para la que el poder legislativo se revela incapaz. Las asambleas centralizan el gobierno, m as no la adm inistración.
En Inglaterra, donde el Parlam ento tiene derecho a in tervenir en la casi to talidad de los asuntos, grandes o pequeños, de la sociedad, la centralización adm inistrativa es poco conocida, y el poder nacional perm ite a fin de cuentas una gran independencia a la voluntad de los individuos. Ello, según pienso, no se debe a una moderación natu ra l por parte de ese gran cuerpo; no vela por la libertad local porque la respete, sino porque al ser él m ismo un poder legislativo no encuentra a su disposición m edios más eficaces p a ra som eterla.
Por el contrario , cuando el poder preponderante se halla en el poder ejecutivo, el hom bre que m anda tiene al mismo tiempo la facultad de hacer ejecutar sin esfuerzo sus deseos hasta en los m ínimos detalles, y así ese poder central puede extender gradualmente su acción a todas las cosas, o por lo m enos nada encuentra en su propia constitución que lo limite. Cuando está situado en medio de un pueblo en el que todo tiende naturalm ente hacia el centro; donde ningún ciudadano está en condición de resistir individualmente; donde varios no podrían legalm ente jun tarse y com binar sus
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resistencias; donde, en fin, teniendo todos los mismos hábitos y las m ism as costum bres se som eten sin m ás a una regla com ún, no es posible descubrir en dónde cabría colocar los lím ites de la tiran ía administrativa, o por qué, luego de regular los grandes intereses del Estado, no llegaría a regentar los asuntos fam iliares.
Tal era, ya antes de 1789, el cuadro que Francia presentaba. El poder real ya se había adueñado, directa o indirectam ente, de la dirección de todos los asuntos, y a decir verdad no encontraba otro lím ite que el de su propia voluntad. A la m ayoría de las ciudades y de las provincias había quitado hasta la apariencia de un gobierno local; a las demás había dejado sólo eso; y los franceses, al tiem po que conformaban el pueblo donde más fuerte en Europa era la unidad nacional, tam bién era, de todos, aquél en el que m ejor se habían perfeccionado los procedim ientos adm inistrativos, y en el que había llegado a un punto más alto eso que luego se llam aría centralización adm inistrativa.
Acabo de m ostrar que en Francia la constitución tendía sin cesar a hacerse más despótica y, sin em bargo, en singular contraste, los hábitos y las ideas se volvían m ás libres cada día. La libertad desaparecía de las instituciones y, m ás que nunca, se m antenía en las costum bres. Parecía m ás cara a los individuos conform e m enguaban sus garantías, y hasta se hubiera dicho que cada uno de ellos había heredado prerrogativas a rrebatadas a los grandes cuerpos del Estado.
Tras haberse desem barazado de sus principales adversarios, el poder real se detuvo como por sí mismo; su prop ia victoria lo h abía ablandado, pareciendo haber com batido para ganar privilegios más que para servirse de ellos.
Constituye un gran error, frecuentem ente com etido, creer que el espíritu de libertad naciera en Francia con la revolución de 1789. Fue en todo tiem po uno de los caracteres distintivos de la nación, sólo que ese espíritu se había manifestado a intervalos y, por decirlo así, con intermitencia. Había sido instintivo más que reflexivo; irregular, a un tiem po violento y débil.
Jam ás hubo nobleza m ás orgullosa y m ás independ ien te en sus opiniones y sus actos que la nobleza francesa en los tiem pos feudales. Jam ás el esp íritu dem ocrático se reveló con carác ter m ás enérgico, y casi pod ría decir salvaje, que en los m unicipios
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franceses de la Edad M edia y en los estados generales que se reu nieron en distintos periodos, hasta comienzos del siglo xvii (1614).
Incluso cuando el poder real hubo heredado todos los demás poderes, los espíritus se som etieron a él sin rebajarse.
Hay que saber distinguir el hecho de la obediencia de sus causas. Hay naciones que se som eten a los deseos arbitrarios del p rín cipe, creídas com o están de su derecho absoluto al m ando. Otras ven únicamente* en él al representante de la patria o la im agen de Dios en la tierra. Las hay que adoran un poder real que sucede a la oligarquía tiránica de una nobleza, y encuentran una especie de reposo entreverado de placer y reconocim iento en obedecerle. En todos esos tipos de obediencia se adivinan prejuicios, sin duda; delatan insuficiencia de ilustración, errores de espíritu, mas no bajeza de corazón.
Los franceses del siglo xvii se som etían a la realeza m ás que al rey, al que obedecían no sólo por juzgarlo fuerte, sino por considerarlo benefactor y legítimo. Tenían, si se me permite la expresión, un gusto libre por la obediencia. Así, en la sum isión política m ezclaban algo de independiente, de firme, de delicado, de caprichoso y de irritable que m ostraba suficientem ente que aun aceptando un amo preservaban el espíritu de libertad. Ese rey, en grado de disponer sin control de la fortuna del Estado, se reveló a m enudo im potente para obstaculizar m ínim am ente las acciones de los hom bres o reprim ir las más insignificantes de sus opiniones; y, en caso de resistencia, el súbdito habría estado mejor defendido por las costum bres de cuanto lo están los ciudadanos de los países libres con todas sus garantías legales.
Las naciones que fueron siempre independientes, o incluso las que se han vuelto tales, no llegan a comprender sentimientos e ideas como ésos. Las prim eras nunca los conocieron; las segundas los olvidaron hace tiempo; unas y otras tan sólo ven en la obediencia a un poder arb itrario una hum illante bajeza. En los pueblos que han perdido la libertad luego de haberla saboreado, la obediencia presenta siempre, en efecto, dicho rasgo. Mas hay a m enudo en la sum isión de los pueblos que nunca fueron libres una m oralidad que es m enester reconocer.
A finales del siglo xviii, ese espíritu de independencia que desde siempre caracterizó a los franceses había experimentado un singular
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desarrollo y cam biado enteram ente de carácter. En el siglo xviii se operó una especie de transform ación en la noción que los franceses tenían de la libertad.
La libertad, en efecto, puede presentarse al espíritu hum ano bajo dos diferentes form as. Se puede ver en ella el uso de un derecho com ún o el goce de un privilegio. Querer ser libre en sus acciones o en algunas de ellas, no porque los hom bres tengan un derecho general a la independencia sino por poseer uno m ism o un derecho particular a perm anecer independiente, era el modo en que se entendía la libertad en la Edad Media, y así se la ha entendido siempre en las sociedades aristocráticas, en las que las condiciones son harto desiguales y en las que el espíritu hum ano, una vez contraído el hábito de los privilegios, term ina por alinear entre los p rivilegios el uso de todos los bienes de este m undo.
Dicha noción de libertad, al no estar relacionada m ás que con el hom bre que la concibe, o a lo sum o con la clase a la que pertenece, puede subsistir en una nación donde la libertad general no existe. Incluso sucede a veces que el am or a la libertad es tanto más vivo en algunos cuanto m enores son p ara todos las garantías necesarias a la libertad. En esos casos, la excepción, cuanto más rara, más preciosa es.
Dicha noción aristocrática de la libertad produce en quienes la poseen un exaltado sentido de su valor individual, un apasionado anhelo de independencia. Confiere al egoísmo una energía y un poder singulares. Concebida por individuos, con frecuencia ha llevado a los hom bres a realizar las más extraordinarias acciones; hecha suya por una entera nación, ha dado origen a los más grandes pueblos jam ás existidos.
Los R om anos pensaban que de todo el género hum ano sólo ellos debían gozar de independencia; y ese derecho a ser libres creían debérselo m ás a Rom a que a la natu raleza.
Según la noción m oderna, la noción dem ocrática, y me a tre vo a decir que la justa noción de libertad , cada hom bre, al p resu ponerse que ha recibido de la naturaleza las luces necesarias para guiar su conducta, aporta al nacer un derecho igual e im prescriptible a vivir independiente de sus sem ejantes en todo cuanto sólo tiene que ver con él m ismo, y a determ inar como le parezca su propio destino.
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Desde el m om ento en que sem ejante noción de libertad ha penetrado profundam ente en un pueblo y establecido poderosam ente en él, el poder absoluto y arb itrario no es m ás que un hecho m aterial, un accidente pasajero. Pues cada uno dispone de un derecho absoluto sobre sí mismo, por lo que la voluntad soberana tan sólo puede em anar de la unión de las voluntades de todos. A p artir de ah í la obediencia pierde asim ism o su m oralidad, y ya no hay té rm ino m edio eníre las viriles y orgullosas virtudes del ciudadano y las bajas com placencias del esclavo.
Conforme los rangos se van nivelando en un pueblo, esa noción de libertad tiende a prevalecer de m anera natural.
Hacía ya tiem po, em pero, que Francia había salido de la Edad Media y m odificado en sentido dem ocrático sus ideas y costum bres; mas la noción feudal y aristocrática de libertad todavía perm anecía vigente por doquier. Cada uno, al proteger su independencia individual frente a las exigencias del poder, tenía sus miras puestas no tan to en el reconocim iento de un derecho general cuanto en la defensa de un privilegio particular, y su lucha se basaba m ás en un hecho que en un principio. En el siglo xv, algunos espíritus aventureros habían entrevisto la idea dem ocrática de libertad, pero se perdió casi de inm ediato. Fue a lo largo del siglo xviii cuando puede decirse que la transform ación tuvo lugar.
La idea de que cada individuo, y por extensión cada pueblo, tiene derecho a dirigir sus propios actos, esa idea oscura, im perfectam ente definida y mal form ulada, se introdujo paulatinam ente en todos los espíritus. Se fijó en form a de teoría en las clases ilustradas y como una suerte de instinto accedió hasta el pueblo, p roduciendo así un im pulso nuevo y m ás poderoso hacia la libertad; la inclinación que los franceses habían tenido siem pre por la independencia se convirtió entonces en una opinión razonada y sistem ática que, al extenderse cada vez más, term inó arrastrando hacia ella h asta el p ropio poder regio; éste, en teoría absoluto siem pre, em pezó a reconocer tácitam ente en su conducta que el sentim iento público era el prim ero de los poderes. «Soy yo quien nom bro a mis m inistros —había dicho Luis XV—, pero es la nación la que los destituye». Y Luis XVL m ientras enhebraba en el calabozo sus últim os y m ás secretos pensam ientos, aún decía m is conciudadanos al hab lar de sus súbditos.
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Fue en tal siglo cuando por vez prim era se oyó hablar de los derechos generales de la hum anidad, cuyo igual goce en cuanto herencia legítima e inalterable todo hom bre puede reclamar, y de los derechos generales de la naturaleza, de los que todo ciudadano puede prevalerse.
Hablando en nom bre de uno de los prim eros tribunales de justicia del reino, Malesherbes decía al rey en 1770, veinte años antes de la Revolución: «Sólo de Dios recibisteis la corona, Sire; pero no rechazaréis la satisfacción de creer que sois asim ism o deudor de vuestro poder a la voluntaria sum isión de vuestros súbditos. Existen en Francia ciertos derechos inviolables que pertenecen a la n ación; vuestros m inistros no tendrán la osadía de negároslo; y si fuera preciso probarlo, invocaríamos el testimonio de Vuestra Majestad misma. No, Sire, a pesar de todos los esfuerzos, aún no se os ha persuadido de que no había ninguna diferencia entre la nación francesa y un pueblo esclavo».
Y más adelante añadía: «Puesto que todos los cuerpos in te rm ediarios son im potentes o están destruidos, interrogad pues a la nación misma, pues sólo queda ella que pueda ser oída por vos».
Por lo demás, ese anhelo de libertad se m anifestaba más en los escritos que en los actos, en esfuerzos individuales m ás que en empresas colectivas, en una oposición pueril y a m enudo irracional más que en una resistencia seria y sistem ática.
Ese poder de la opinión, reconocido incluso por quienes frecuentem ente se situaban por encima de él, se hallaba sujeto a grandes alternativas de fuerza y de debilidad: todopoderoso un día, inasible el siguiente; siempre irregular, caprichoso, indefinible: cuerpo sin órganos. Som bra de la soberanía del pueblo en lugar de soberan ía del pueblo mismo.
Así será, pienso, en todos los pueblos con anhelo y deseo de libertad si antes no supieron establecer instituciones libres.
No es que crea que los hombres no puedan gozar de una especie de independencia en los países sin instituciones de esa clase. Para ello, hábitos y opiniones pueden bastar. Mas nunca están seguros de perm anecer libres, pues nunca están seguros de quererla siem pre. Hay épocas en las que los pueblos que m ás am an su independencia llegan a considerarla como un objeto secundario de sus esfuerzos. La gran utilidad de las instituciones libres consiste en
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sostener la libertad durante esos intervalos en los que el espíritu hum ano la m ira de lejos, y de darle una especie de vida vegetativa apropiada a la m ism a que deje el tiem po de volver a ella. Las formas perm iten a los hombres hartarse de la libertad sin perderla. En mi opinión, ahí reside su principal m érito. Si un pueblo desea con determinación ser esclavo no es posible impedirle serlo; pero sí creo que hay m edios de m antenerlo por algún tiem po en la independencia sin que él m ism o contribuya a ello.
Una nación en la que, com parativam ente, hay menos pobres y menos ricos, menos poderosos y menos débiles que en ninguna otra existente en el m undo; un pueblo en el que, a despecho del estado político, la teoría de la igualdad se ha adueñado de los espíritus y el anhelo de igualdad de los corazones; un país ya ligado en todas sus partes m ejor que ningún otro, som etido a un poder más central, más hábil y m ás fuerte; en donde, no obstante, el siem pre vivaz espíritu de libertad ha adquirido en época reciente un carácter más general, más sistemático, más dem ocrático y más inquieto. Esos son los rasgos principales que caracterizan la fisonom ía de F rancia a finales del siglo xviii.
Si cerráram os ahora el libro de la h istoria y, tras haber dejado tran scu rrir cincuenta años, pasáram os a considerar lo que el tiem po ha producido, observaríamos cuántos cambios inmensos se han operado. Pero en medio de tantas cosas nuevas y desconocidas, cóm odam ente reconoceríam os los mismos característicos rasgos que medio siglo antes nos llam aran la atención. Es decir, que se exageran com únm ente los efectos producidos por la Revolución francesa.
Ciertamente, jam ás hubo revolución más poderosa, más rápida, m ás destructiva y más creativa que la Revolución francesa. Con todo, sería un estram bótico erro r creer que de la m ism a haya salido un pueblo francés enteram ente nuevo, y que haya construido un edificio cuyos fundam entos no existieran antes de ella. La Revolución francesa ha creado un sinfín de cosas accesorias y secundarias, pero no ha hecho m ás que desarrollar el germ en de las cosas p rin cipales, que existían antes de ella. Ha reglado, coordinado y legalizado los efectos de una gran causa, pero sin ser ella dicha causa.
En Francia, las condiciones estaban más niveladas que en cualquier otro lugar; la Revolución aum entó la igualdad de condiciones
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e introdujo en las leyes la doctrina de la igualdad. La nación francesa habían abandonado, antes y m ás com pletam ente que n inguna otra, el sistem a de fraccionam iento y de individualidad feudal de la Edad Media; la Revolución logró unir todas las partes del país y form ar con ellas un único cuerpo.
Entre los franceses, el poder central se había adueñado más que en ningún otro país del m undo de la adm inistración local. La Revolución hizo ese poder m ás hábil, más fuerte, m ás em prendedor.
Los franceses concibieron antes y con m ayor claridad que nadie la idea dem ocrática de libertad; la Revolución dio a la nación misma, si no toda su realidad, al m enos toda la apariencia de un poder soberano.
Si tales cosas son nuevas, lo son por la form a, por el desarrollo, no por el principio ni por el fondo.
No me cabe duda alguna de que todo cuanto hizo la Revolución se hubiese hecho tam bién sin ella; aquélla no fue más que un p rocedim iento violento y rápido en virtud del cual el estado político quedó adaptado al estado social, los hechos a las ideas y las leyes a las costumbres''.
¿Qué parte de su antiguo Estado han conservado los franceses? ¿En qué se han convertido los elem entos de los que se com ponía el clero, el tercer estado, la nobleza? ¿Qué nuevas divisiones han ocupado el lugar de esas divisiones de la antigua m onarquía? ¿De qué nuevas formas se han revestido los intereses aristocráticos y dem ocráticos? ¿Qué cam bios han tenido lugar en la propiedad te rrito ria l y cuáles de sus efectos fueron la causa? ¿Qué transfo rm ación se ha operado en las ideas, en los hábitos, en los usos, en el espíritu todo de la nación?
Tales son los tem as principales objeto de las cartas siguientes.
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4. Las palabras que siguen fueron escritas a lápiz por Tocqueville en la últim a página del texto que el lector acaba de leer En ellas se esboza una posible continuación del texto, prom etida por el autor a la mencionada Revista, pero que nunca llegó a ser escrita.
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III. LA CUESTIÓN DE ORIENTE
L ORDEN DE LAS IDEAS. POLÍTICA GENERAL (1840)Lo que siem pre nos ha faltado en Oriente es un objetivo fijo, una m ira clara, una política.
Tratar de decir en pocas palabras cuál debe ser ese objetivo fijo a percibir en medio de la com plejidad de los accidentes:
1.° M antener la inm ovilidad en Oriente sería sin duda lo m ejo r para Francia caso de que pudiese, habida cuenta de que F rancia no puede tom ar nada en esta parte del m undo y que el movim iento debe naturalmente beneficiar sólo a sus adversarios. No es sino de m anera artificial, y tras grandes esfuerzos, como podría obtener indirectam ente algún beneficio, y lo m ejor que podría suce- derle es no quedar por debajo de lo que ya estaba frente a las demás potencias.
2.° Es fácil ver que la inmovilidad, el statu quo, no es un estado fácil de m antener en Oriente:
Desorganización de toda Asia desde la India hasta el Mar Negro. Despoblación. Anarquía. Rotura de los vínculos religiosos y políticos.
Movimiento de la raza europea hacia Asia. Es el movimiento del siglo.
Posición de las dos potencias que están a la cabeza de dicho movimiento: Rusia, que ocupa por sí m isma una gran parte de Asia; Inglaterra, a la que sus colonias y el dom inio de los m ares hacen que, por así decir, sea contigua a todas sus orillas.
¿Qué debe hacer Francia?1.° No ocuparse en absoluto de lo que ocurre en Oriente. Oigo
decir: «¿Qué im porta Oriente? Construyam os ferrocarriles». Absurdo cuanto vil.
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Una nación que deja hacer sin ella la cosa más im portante del siglo, cae al segundo rango; una nación que se contenta con no perder, pero que deja a sus vecinos acrecentar prodigiosamente su fuerza, acaba siendo dependiente de ellos.
2.° Im pedir sim ultáneam ente a las dos grandes potencias, destinadas por su posición natural o adquirida a repartirse Asia, que prosigan sus conquistas. Acabo de m ostrar que era imposible, tan to más im posible cuanto que ellas pueden unirse m om entáneam ente. Les es posible en un m om ento, no de m anera duradera y perm anente.
3.° Unirse estrecham ente a una de las dos, ayudarla a abatir o contener a la otra, repartirse entre sí primero las zonas de influencia, más tarde los territorios; tal debe ser la política de Francia.
En suma;1.° La cuestión de Oriente es la cuestión del siglo. Domina a to
das las demás. Todas las dem ás deben estar subordinadas a ella.2 ° Francia no puede quedarse sola en la cuestión de Oriente;
necesita una alianza estrecha con «una de las dos naciones conquistadoras» (¿cuál? Es una cuestión que no se puede tra tar en este m om ento en la tribuna), alianza que requiere un gran sacrificio y que debe convertirse en el eje de su política, alianza cuyo objetivo ha de ser no sólo m oderar al aliado, sino ayudarlo realm ente y con provecho a extenderse y alcanzar el objetivo concreto de su política.
Ésa es la idea nueva; el resto es banal.
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2. SEGUNDO DISCURSO SOBRE LA CUESTIÓN DE ORIENTE*
T o c q u e v il l e ; El honorable orador que desciende de esta tribuna me deja, lo confieso, en un estado mental embarazoso; ha votado a favor de la política gubernam ental (adresse), y no obstante ha dicho unas cuántas cosas que yo esperaba decir contra ella. (Risas). No me queda, pues, m ás que seguir su ejemplo. (Movimientos).
Una voz en la izquierda: ¡Cómo, votar a favor del adresse]
1. Discurso pronunciado en la Cámara de Diputados en la sesión del 30 de no viembre de 1840.
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T o c q u e v il l e : El ejemplo de sus palabras, no el de su voto. E ntre los ejemplos que me ha dado hay uno en particu lar al que me siento muy propenso a seguir; el señor Carné ha hablado poco de los hechos pasados, hablado poco de las personas; no ha entrado en el debate que creo deber llam ar triste, en respuesta a la im presión que habéis, todos, experim entado, señores; triste porque en él hem os visto grandes talentos, talentos inm ensos, m ucho espíritu, m ucha elocuencia, industriosam ente ocupados las m ás de las veces... ¿en qué? En probar que diversas adm inistraciones habían in currido en errores y debilidades; que nuestro gobierno había com etido injusticias, y que esas injusticias tuvo justam ente que expiarlas. Es ése. Señores, un espectáculo triste, espectáculo que, en lo que a m í respecta, no estoy dispuesto a que se dé de nuevo al país. (¡Muy bien!). No hablem os, pues, de lo que ha sucedido; no nos ocupemos de personas; ocupém onos de algo más grande y respetable que las personas: ocupém onos de la propia Francia.
Permitidme, Señores, antes de abordar el fondo del asunto, que proteste, con toda la fuerza de mi conciencia, contra una táctica que no atribuyo a nadie, pero que creo poder llam ar poco leal, y que consiste en hacer que se consideren como agentes de la discordia, como facciosos, a quienes en esta cuestión expresan sentim ientos que pueden no estar del todo conform es con los de la m ayoría de esta cám ara. (Reclamaciones en el centro).
M in is t r o d e A s u n t o s E x t e r io r e s : ¡Jamás hem os dicho eso, ja más!
T o c q u e v il l e : Se ha dicho, y ha sido recientem ente repetida en los periódicos. (Protestas en el centro).
V i g ie r : ¿Qué os im porta? Los periódicos no son la Cámara.T o c q u e v il l e : Me he sentido profundam ente ofendido, y he sen
tido la necesidad y el deber de hacer una enérgica pro testa desde esta tribuna.
Señores, en absoluto am o la guerra; sobre todo, no am aría la guerra de propaganda; no temo decirlo, pues quiero ser claro y firme respecto de todos los partidos: la guerra de propaganda me parecería un mal recuerdo de m alos tiem pos. (¡Muy bien!).
Creo que la guerra de propaganda sería peligrosa, más de cuanto lo haya sido nunca; nos dejaría sin aliados en el m undo, eternizaría la guerra, pondría contra nosotros, sin posibilidad de paz.
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a toda Europa. Francia, convenzámonos, sólo tiene una m anera de hacer propaganda m ediante la guerra; la de m ostrar a Europa que un pueblo que vive en tan com pleta igualdad y con tan ta libertad como la que gozamos, que ese pueblo, cuando em puña las arm as, puede hacer la guerra con energía pero sin violencia, sin p ropaganda. He ahí el único m odo en que Francia puede hacer p ropaganda m ediante la guerra. No hablo de propaganda m ediante la paz, siendo evidente... {Exclamaciones en la izquierda).
No am o la guerra, acabo de decirlo. Pero hay situaciones extrem as frente a las que la guerra me parecería una buena acción, y esas situaciones extremas considero un deber venir a declararlas con firmeza ante mi país. Hay una situación extrema de la que quisiera escapar incluso m ediante la guerra; la de abandonar, desde ahora y para siempre, la esperanza de jugar un papel cualquiera en la cuestión de Oriente. (Interrupciones, interpelaciones diversas).
Me responderéis. Se han dicho cosas grandes sobre la cuestión que se agita en este m om ento en las orillas del Bosforo, mas no se ha dicho todo; lo que sucede en Egipto y Siria no es más que un lado de un inm enso cuadro, el com ienzo de una inm ensa escena. ¿Sabéis qué está ocurriendo en Oriente? Es un entero mundo el que se transform a. Desde las orillas del Indo a las del M ar Negro, en ese espacio inm enso, todas las sociedades en tran en agitación, todas las religiones se debilitan, todas las nacionalidades desaparecen, to das las luces se extinguen, el antiguo m undo asiático desaparece; y en su lugar se ve elevarse poco a poco el m undo europeo. La Europa de nuestros días no aborda Asia sólo por un extremo, como hacía la Europa del tiempo de las cruzadas; la ataca al norte, al sur, al este, al oeste, por todas partes, la delinea, la rodea, la doma.
Así, ¿creéis que una nación que quiera perm anecer grande pueda asistir a un semejante espectáculo sin tom ar parte en él? ¿Creéis que debiéram os dejar que dos pueblos de Europa se apoderen im punem ente de heredad tan inmensa? Y antes que soportarlo, le diría a mi país con energía, con convicción: antes la guerra. (¡Muy bien!).
Hay, Señores, una cosa que me parece más grave, ya ha sido dicha, pero quiero repetirla desde la desinteresada posición, oso decirlo, en la que me hallo: habría aún algo más grave que perm itir que sucedan en Oriente grandes acontecim ientos sin nosotros, y es dar lugar a que los pueblos de E uropa crean que existe no sé qué
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causa in terio r en nuestro país que hace que, cuando cuatro potencias se unen, no quede más destino para Francia que el de la resignación. Eso sería de lo más funesto.
No nos ocultemos, en efecto, ni lo que son los otros, ni lo que nosotros somos; la verdadera fuerza consiste, no se olvide, en conocerse.
H an sucedido en Europa acontecim ientos que han alterado el equilibrio de las fuerzas m ateriales. Desde hace cincuenta años, grandes revoluciones han tenido lugar en los im perios. En torno a nosotros se han visto potencias aglom erarse, fortificarse, ag randarse, m ientras nosotros perm anecíam os inmóviles; y, en consecuencia, sin disminuir, perdíam os. ¿Cuál ha sido el resultado? Que Francia ya no posee en estos momentos, en Europa, las fuerzas m ateriales que antaño tenía. Y, no obstante, Francia desea seguir en prim era fila, lo quiere y tiene razón al quererlo; ¿pero qué es lo que la m antiene ahí? ¿Su fuerza m aterial? No lo creo, ha dism inuido. ¿Qué la m antiene entonces? Una sola cosa: la opinión que se tiene de ella. (Sensación).
E uropa sabe que si Francia ha dism inuido su fuerza m aterial, sigue siendo esa potencia extraordinaria que encuentra en los m omentos extraordinarios una energía sin par, cuyos movimientos im petuosos, apasionados, orgullosos burlan todas las com binaciones de los antiguos poderes y hacen que de golpe la victoria caiga de su lado.
Y bien, es m enester preservar cuidadosam ente esa opinión de Europa, pues no tenem os con qué sustituirla. El mal, Señores, que nos haríam os a nosotros m ism os al hacer d ism inuir entre los extranjeros tal creencia, no sólo sería inmenso: sería perm anente.
Se dice que la revolución de 1830 nos ha puesto en un estado de tácita hostilidad con una parte de los antiguos poderes de E uropa; que es ésa la causa a la que todo se ha de reconducir.
Señores, lo que nos ha puesto en estado de tácita hostilidad, que reconozco, que es necesario que Francia conozca, es el conjunto de leyes, costum bres, ideas, sentim ientos creados por nuestros cincuenta años de revoluciones, y que nosotros, todos, deseam os sostener sea quien sea el príncipe que ocupe el trono. Ese conjunto de cosas constituye, sí, una protesta contra los antiguos poderes de Europa, y m ientras esas cosas nuevas existan en medio de todas las cosas viejas, las cosas viejas tra tarán de reaccionar contra ellas. Tal
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es nuestra posición, la posición real del país. En situación sem ejante, ceder ante cuatro potencias, por el solo hecho de ser cuatro, significa abdicar; pues ese concierto que nos asusta casi siem pre se dará. Eso no sería un mal pasajero, sería un mal permanente, sería por así decir un nuevo artículo de derecho público que in tro duciríam os en desfavor nuestro en Europa; contra una consecuencia así debemos protestar; frente a situación tan extrema, mil veces antes la gflerra.
Señores, para los males que acabo de mostrar, no conozco más que un solo remedio: que Francia indique por medio de algún acto fiable, de alguna declaración auténtica hecha por adelantado, cuál sea el punto más allá del cual no retrocederá; que, en una palabra, fije los casos de guerra. No digo que haga la guerra inm ediatamente, sino que inm ediatam ente indique a Europa un punto más allá del cual no se la hará retroceder sin que haya guerra. Su situación en Europa exige de m anera im periosa la aclaración que señalo. Digo adem ás que cuanto acaba de suceder la hace aún más necesaria. No quisiera enconar las heridas del país; pero séame perm itido decir que después de lo que acaba de ocurrir ante nuestros ojos, la firm eza de Francia es todavía más necesaria. Es evidente que acabamos de soportar algo contrario a las intenciones, a los votos del país, m anifestados del modo m ás positivo a través de los grandes poderes del Estado; Francia quizá haya tenido razón en no haber cedido ciegam ente al p rim er im pulso del espíritu nacional, no digo lo contrario . Mas, al final, es cierto que Francia no ha hecho lo que legítimamente deseaba hacer, y que en esta circunstancia es necesario indicar un térm ino más allá del cual no habrá concesión alguna.
A esta argum entación el ministerio responde con una expresión muy en uso en todos los m inisterios entrantes. Dice: «Existen hechos consum ados, y contra los hechos consum ados no hay resistencia posible».
Señores, hay que distinguir: existen, en efecto, hechos consumados, hechos tales como la tom a de Beirut y de San Juan de Acre. Esos hechos dolorosos para Francia son hechos consumados, lo reconozco; pero hay otro hecho cum plido, honorable para ella: aquél por el que Francia, en la nota del 8 de octubre, que en ello apruebo, dijo que protegería al pachá. Señores, es ése un hecho
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cum plido, tan cum plido como la tom a de Beirut y de San Juan de Acre. ¿Por qué no reivindicarlo? (Adhesión en la izquierda). ¿Por qué, cuando se adm iten los hechos consumados contrarios a los deseos y al interés de Francia, por qué no se dice una palabra sobre ese otro hecho cum plido que la honra, que protege su honor?
Oí prim ero y leí después con la m ayor atención todo lo que el señor m inistro de Asuntos exteriores dijo a la Cám ara de los pares y a la Cámara de diputados. A la Cám ara de los pares, el señor m inistro de Asuntos exteriores dijo que ya no había o tra cosa que hacer más que abandonar al pachá a su suerte, que se las arreglase como pudiese, que Francia no tenía ya que ocuparse de él; en una palabra, al decir de todos los hom bres de buena fe, pasó com pletam ente por alto la nota del 8 de octubre.
En la Cámara de diputados fue menos explícito: de puntillas se pasó sobre el pachá.
Y bien. Señores; sostengo que la garantía acordada a Mohamed- Alí era un hecho cum plido al que a Francia no está perm itido sustraerse, máxime tras haber adm itido, al m enos por medio del ó rgano de sus m inistros, la necesidad de som eterse a los hechos consum ados que le eran perjudiciales. Es verdad que el m inisterio ha dicho: ¿pero por qué asegurar al pachá algo que se le ofrece? ¿Para qué darle algo que no se le quiere quitar? Señores, me parece que esta argum entación apunta sobre un hecho que no es exacto. Lo que im porta a Francia no es que Mohamed-Alí subsista; más aún, el poder organizado que posee, de pasar bajo el directo control de Inglaterra, no sería sino un arm a más contra Francia; lo que im porta a Francia es que a sus propios ojos, a los ojos de Europa y del m undo, sea ella la que salve a Egipto. Es eso lo que im porta a Francia, y lo que Francia no ha dicho trám ite sus órganos oficiales. En lo que a m í respecta, rogaría al señor m inistro de Asuntos exteriores, si las im presiones que acabo de expresar son tam bién las suyas, si quiere, como ha dicho o dejado entender, seguir fielm ente la política oficial de sus predecesores, le rogaría que lo dijera de una vez clara y categóricam ente en esta tribuna. (Aprobación en la izquierda).
Que venga aquí, lo suplico, no en m i nom bre sino en el nom bre de Francia, de su honor herido, y que diga si, a pesar de la suerte de la guerra y los acontecim ientos aún ignorados que suceden
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en Egipto, Francia, una vez declarado que protegería al pachá, lo seguirá protegiendo, si no consentirá, ocurra lo que ocurra, que sea derribado; que el señor ministro efectúe tal declaración, y habrá probado que al mismo tiem po que acepta los hechos consum ados perjudiciales, acepta tam bién cuando menos el único hecho cumplido del que Francia se puede vanaglorian (¡Muy bien, muy bien!).
Señores, no hay sólo hechos consum ados: hay, si no yerro, hechos, grandes hechos por consumar.
Sé que, por el acto privado que ha seguido al tra tado del 15 de julio, las potencias firm antes del m ismo se com prom etieron entre sí a no llevar a cabo conquista alguna en Oriente. Pero, lo confieso, confío poco en esas prom esas de m oderación hechas antes de la victoria. No citaré el ejemplo de Polonia, ejem plo que nos queda lejos: citaré uno m ucho más próximo; recordaré lo sucedido en 1828. ¿Qué hizo Rusia en 1828? Había declarado de la m anera más solemne, ante los ojos del m undo, que cualquiera que fuese la suerte de la guerra no se expandiría, no m odificaría los tratados. En efecto, no los ha m odificado, pero los ha interpretado, y de esa interpretación de los tra tados anteriores a la guerra, resultaron tres aspectos de consideración; 1.° el privilegio casi exclusivo de pasar por las bocas del Danubio; 2.° el paso que, desde el Cáucaso, lleva a Asia Menor; 3.° por último, cien leguas de costas a orillas del Mar Negro, a lo largo de la Circasia. Podéis ver que, con la victoria, la potencia ya no quiere cum plir las prom esas que hizo antes de vencer, y que encuentra, como los particulares, que caben arreglos con el cielo. (Risas).
Me temo algo parecido aquí, no por parte de Rusia, no creo que tenga de qué felicitarse, por el m om ento al menos, ante las consecuencias del tra tado del 15 de julio; pero me tem o algo parecido por parte de Inglaterra. Me tem o que, de aquí a poco, veamos a In g laterra obtener, am igablem ente y sin guerra, la autorización por parte del sultán para establecerse de m anera perm anente a lo la rgo del Éufrates.
Me tem o que, del m ism o m odo y siem pre con idénticos p ro cedim ientos amistosos, obtenga del pachá de Egipto, caído bajo su dependencia, el derecho de atravesar de m anera perm anente, de m anera que cree un monopolio, el istmo de Suez. Me temo una cosa más: que Inglaterra retenga en sus m anos, duran te un largo lapso
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de tiempo, la fortaleza de San Juan de Acre, con el solo fin de conservársela al sultán y restitu irsela in tacta. (¡Muy bien!).
Pues bien, afirmo que tales consecuencias serían funestas, que aquí no se tra ta sólo del tra tado, al que sería difícil oponerse por ahora, sino que se tra ta de las consecuencias del tratado: y que no son hechos consum ados, sino hechos por consum ar. En la actual situación de las cosas, con la dolorosa obligación en la que F rancia, digámoslo, ha tenido que retroceder, en esa dolorosa situación en la que los hechos consum ados son un fardo que pesa sobre ella y del que es difícil descargarse, queda al m enos un recurso, necesario para su seguridad, necesario para su honor: el de fijar los hechos por consum ar que no aceptará. Sé bien que se me dirá que el gobierno debe velar por que tales hechos no se consum en, que es su tarea y su deber, y que lo hará. Respondo que en las circunstancias en las que estam os se requiera algo más; se requiere que Francia y las Cám aras que la representan digan en m anera positiva a Europa: hay ciertas consecuencias del tra tado del 15 de julio que no querem os soportar, que no soportarem os sin hacer la guerra; os lo anunciam os por adelantado, está en vosotros decidir.
Ese lenguaje firme debe ser m antenido, y añado que debe ser m antenido en la dirección (adresse).
Se le han hecho num erosas objeciones al parágrafo de adresse relativo a los asuntos de Oriente. Para mí, tiene un gran defecto, y helo aquí: es vago; habla de los intereses, del honor de Francia, de su territorio... Sobre este punto no es lo bastan te vago... (Risas). Pero en lo demás es vago.
Y bien, eso es lo que es m enester evitar; es menester, al contrario, ser neto, es m enester en trar en el in terior de dicho pensam iento, es m enester decirle a Europa, o bien hacerle comprender, que hay una consecuencia precisa del tra tado del 15 de julio, que no soportarem os, que lo advertimos por adelantado. Al sostener un lenguaje así, no sólo se responde a los sentimientos íntimos de Francia, sino que ni siquiera se arriesga una gran guerra, o por lo m enos no se arriesga la guerra que se habría arriesgado oponiéndose a la ejecución pura y simple del tratado. En efecto, si la cuestión hubiera sido el tratado mismo, Francia habría tenido frente a ella a las cuatro potencias firm antes del tratado, unidas; pero desde el m om ento que se tra ta únicam ente de im pedir las consecuencias del
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tra tado beneficiosas para una sola potencia, Francia tiene la posibilidad de encontrarse a las otras tres potencias de su lado. Por lo tanto, el peligro que se teme, contra el que habría que m archar si fuese necesario, ese peligro no existe.
Em pero, no es bastante, en mi opinión, con inclu ir en el p ro pio adresse estos casos de guerra; tam bién hay que apun talarlos con una m anifestación precisa, que m uestre que no son palabras que F rancia en tiende pronunciar, sino hechos que pre tende consum ar.
Dicha manifestación, el señor Dufaure os lo dijo anteayer, es un increm ento de la flota; entro sin problem as en las razones que el señor Dufaure os dio como prueba de la necesidad de increm entar la flota; pero yo tengo una razón que él no dio, y esa razón, lo diré con franqueza a la Cámara: esa razón es que pienso que Inglaterra lo prohíbe. (Adhesión en la izquierda. Vivas y ruidosas reclamaciones desde el centro. El señor ministro de Asuntos exteriores hace una señal de denegación).
Acabo de ver una señal del señor m inistro de Asuntos exteriores que rechaza... (Nuevas reclamaciones desde el centro).
J o l l iv e t : Todo el m undo rechaza una declaración semejante.T o c q u e v il l e : ... que parece rechazar con una indignación por la
que lo alabo y le agradezco en nom bre de Francia...En el centro: ¡Vamos, pues!V i g ie r : Estam os todos de acuerdo sobre ese punto.A la izquierda:[Hah\ad, hablad!Voz en el centro: ¡Hablad, pues, como un francés!T o c q u e v il l e : Perm itidm e, Señores, no se tra ta más que de un
hecho. (Ruido).Voz a la izquierda: Aguardad que se callen.T o c q u e v il l e : Veréis que de ningún modo tengo...Una voz a la izquierda: No os excuséis, no es necesario.T o c q u e v il l e : ... la intención de atacar a ninguna parte de la Cá
m ara. Se ha dicho, se ha difundido entre el público... (Murmullos en el centro).
M a r m ie r : ¡a cosas así no se responde!T o c q u e v il l e : ... que por vía indirecta el m inisterio inglés había
hecho saber al gobierno francés que si se aum entaba el armamento, sería considerado por Inglaterra...
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M in is t r o d e A s u n t o s E x t e r io r e s : Aum entaría los suyos, ¡eso es todo!
T o c o u e v il l e : . .. sería considerado por Inglaterra como un caso de guerra. (Nuevas protestas desde el centro).
M in is t r o d e A s u n t o s E x t e r io r e s : ¡ E s c o m p l e t a m e n t e f a l s o !T o c q u e v il l e : Estoy contento. Señores, de haber suscitado este
incidente, porque me ha conducido al punto al que quería llegar, ha conducido al señor m inistro de Asuntos exteriores a rechazar... (Idénticas exclamaciones en el centro).
L a n y e r : L a c á m a r a e n t e r a r e c h a z a u n a s í m i l p r e t e n s i ó n . (Ruido).
D u r a n d d e R o m o r a n t in : Señor presidente, dejad la palabra al orador.
T o c q u e v il l e : No seré yo quien se queje de las m anifestaciones que prorrum pen en esta Cámara, puesto que provienen de sen tim iento que com parto. Mi tem or era, lo confieso, que una insinuación de esta clase le hubiera sido hecha al gobierno.
M in is t r o d e A s u n t o s E x t e r io r e s : ¡Jamás!T o c q u e v il l e : Creo sin más en la palabra del señor m inistro de
Asuntos exteriores, y me felicito de haberle dado ocasión de p ro nunciarla. (Ruido).
Habéis visto cuál era en definitiva el sentido de lo que he tenido el honor de deciros; en cuanto a los hechos consum ados, dije que había un hecho consumado honorable para Francia, y del que hube de lam entar el no ver que el señor m inistro de Asuntos exteriores en m anera más form al y clara lo hiciera suyo.
M in is t r o d e A s u n t o s E x t e r io r e s : Sí lo hice mío.T o c o u e v il l e : En cuanto a los hechos por consumar, indiqué que
era necesario que la Cám ara fijase por adelantado la atención del país sobre cuáles podrían conducir a la guerra, y que, desde este m om ento, indicase que si tales casos se presentasen les seguiría la guerra. Añado lo que voy a decir con dolor; tem o, lo confieso, entra r aquí, a mi pesar, en un terreno que quizá excite, contra mis deseos, algunas pasiones en esta Cámara. (Murmullos en el centro). Pero mi deber es decirlo todo, mi deber hacia mi país, mi deber hacia mí mismo, pues me encuentro en oposición con la adm inistración de mi país, en un momento muy crítico para el propio país; es una gran responsabilidad que acepto de antem ano, pero que al
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m enos deseo hacerla lo m ás ligera posible y explicar m is razones al respecto.
Temo que el origen m ism o del m inisterio, o al m enos el modo en que el m inisterio ha llegado a los asuntos, le impida hacer lo que yo he creído, en m i conciencia, deber aconsejar; que, de hacerlo, esas circunstancias le quiten el deseo de seguir sus resoluciones hasta el fondo; y que, por últim o, le sustraigan, a los ojos de E uropa, la fuerza moral que requiere para seguir efectivamente sus resoluciones hasta el fondo. Me explico.
¡Equívocos, no. Señores! El equívoco no es propio ni de un gran pueblo ni de una gran asam blea. (¡Muy bien!). Hay una opinión que respeto infin itam ente porque la creo sincera, aunque no la com parta; una opinión que piensa que el país, en las circunstancias en que está, muy difícilm ente podría hacer una gran guerra sin una revolución in terna. Repito que dicha opinión es perfectam ente honorable, por ser sincera y fundarse en razones con un valor específico; no la juzgo, la constato. Creo que el actual m inisterio sea el producto de ta l opinión. Creo, adem ás, que ta l opinión, a la que representa, suponga un debilitam iento real ante los ojos del extranjero.
Por otro lado, tal opinión, si no me equivoco, está claram ente expresada en u na carta confidencial escrita, quizá, p a ra la pub licidad (risas), y que os ha leído el señor m inistro de Asuntos Exteriores, en la que nos dice que lo que le inquietaba no era lo de fuera, sino lo de dentro. (Nuevas risas). E sta frase la creo la tra ducción oficial de mi pensam iento. En efecto, hay un gran núm ero de hom bres en Francia que, por varios motivos, quizá ju stam ente, a los que les produce m ayor inquietud lo in terno que lo externo. Dicha opinión, oficialm ente trasladada al poder, constituye en mi opinión un debilitam iento real en relación a la política enérgica que el m inisterio debería seguir; pues no hay política enérgica que, en definitiva, no pueda conducir a la guerra: entre individuos, como entre naciones, siem pre o casi .siempre resulta necesario llegar a la guerra para llevar la propia voluntad hasta el límite. El m inisterio , que se apoya en la idea de que no puede hacer la guerra, que no es sólo amigo de la paz, puesto que tam bién yo amo la paz, sino que fue creado y traído al m undo p ara hacer la paz, u n m inisterio así es débil ante los ojos de las naciones que quieren la paz.
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pero que están d ispuestas a ir incluso a la guerra. (Aprobación en la izquierda).
Digo, Señores, que no sólo el ministerio es, si puedo expresarme así, hijo de esa opinión, sino que ha intentado, y es ésa, que me perm ita decírselo sin anim osidad pero con franqueza, es ésa mi m ayor queja contra él; digo que no sólo ha sido producido por dicha opinión, sino que ha in tentado con todo su poder fortificarla. Ha dicho: hay en Francia facciones temibles; hay una anarquía a la que es preciso temer, hay una revolución que está en el horizonte. Todas esas cosas llegarán si tenéis guerra. Ahora bien, yo no quiero la guerra; en consecuencia, vosotros todos que tem éis una revolución, venid a mi lado, y nos opondrem os jun tos a los que quieren a la vez la revolución y la guerra.
Esta m anera de razonar, este modo de extender los tem ores que hasta cierto punto pueden ser razonables, pero que son exagerados, esta m anera de actuar es no sólo contraria a la actitud enérgica que Francia debe adoptar frente al extranjero, sino que es contraria al objeto mismo que se propone, y hace correr al país el riesgo de las revoluciones que se quiere precisam ente evitar. (Desde la izquierda: ¡Muy bien!).
¿Me creéis tan extraño a mi siglo y a mi país como para no ver lo que ocurre? ¿Creéis que tenga en el fondo del corazón esa firme convicción que tenían nuestros padres cuando, m archando hacia el futuro, creían ir hacia una grandeza y una felicidad indefinidas? ¿Creéis que no perciba tam bién las pasiones que se agitan en nuestro seno? ¿Creéis que no sepa que en el fondo de esta gran sociedad civilizada en la que vivimos, hay una sociedad de bárbaros siem pre lista a aferrar la ocasión que le deja el sueño letárgico de la grande para adueñarse de las riendas del gobierno, y am ortajar en una m ism a catástrofe no sólo a vos, no sólo a mí, sino a todo el m undo, sino a la sociedad en su conjunto, sino a la m ism a civilización quizá?
Sí, hay en Francia una facción que no sólo es enem iga del o rden actual, sino que lo es del orden en general. (Aprobación). Conozco esa facción, y porque la conozco no quiero dejarle la m áscara del patriotismo; quiero que sus horripilantes rasgos aparezcan a plena luz, y que la sociedad verdaderam ente patriótica haga acto de presencia y ocupe su lugar. (Nueva aprobación).
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¿Creéis, pues, que se pueda gobernar a los pueblos libres anulando, enervando todas sus pasiones? ¿Creéis eso? Yo, por mi p a rte, estoy convencido de lo contrario. Pienso que en un pueblo constitu ido como el nuestro no hay más que un modo de dom ar sus m alas pasiones, y consiste en oponerle las buenas. (Movimiento).Y para volver. Señores, al espectáculo que tenem os ante los ojos, esta nación está descontenta, está triste, debe estarlo. Se tra ta de una tristeza legitim a, de una san ta tristeza, si oso decirlo. No lu chéis contra ese sentim iento, entrad más bien en ese sentim iento, en cuyo fondo hay tan ta generosidad y grandeza; no digáis a esta nación que ha obtenido recientem ente triunfos que sabe no haber obtenido, no le digáis que ha hecho conquistas que sabe no haber hecho. Ella ha obtenido triunfos y conquistas suficientes como para saber qué se debe entender por palabras tales. (Señales de asentimiento). Pero penetrad en ese sentimiento nacional herido, asimilad lo que hay de generoso, de patriótico, de orgulloso, en el corazón de Francia; y cuando hayáis com ulgado con sentim ientos tan honorables, cuando los hayáis penetrado y vos m ism os estéis penetrados por ellos, volveos entonces contra los enemigos del orden, tendréis entonces tras vos cuanto hay de grande, de generoso, de orgulloso en el país. (¡Muy bien!). Mas querer a un tiem po luchar contra el espíritu patriótico y el espíritu revolucionario es querer dem asiado para las fuerzas de un hom bre. (Nueva aprobación).
M in is t r o d e A s u n t o s E x t e r io r e s : Yo m ismo distinguí ambos espíritus; dije ya lo que vos decís.
T o c q u e v il l e : Decís querer luchar contra las revoluciones, y te néis razón. Y tam bién yo considero que es m enester im pedir que nazcan nuevas revoluciones en este país; así lo creo; ¿pero tom áis los medios más adecuados para impedir su nacimiento? ¿Sabéis qué sea el orgullo de este pueblo, ese orgullo alim entado por tantas victorias, por tantos triunfos, por triunfos de tan diversos tipos y que se han sucedido desde hace doscientos años? ¿No sabéis que entre todos los vínculos rotos que yacen esparcidos sobre la superficie del país, hay uno, uno sólo quizá, que está entero y es fuerte, y es el orgullo del nom bre que llevamos? (Adhesión).
Tal es el sentim iento, el único sentim iento quizás que m antiene a esta sociedad junta. Y bien, no lo ofendáis, no lo ofendáis, es m ás fuerte que vos. (Nueva adhesión).
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Podréis asustarlo, hacerlo callar agitando contra él los in tereses m ateriales; pero levantará la p iedra bajo la que queréis sepultarlo, se levantará a vuestro lado, os aplastará. ¡Dios quiera que sólo os aplaste a vos! (¡Muy bien, m uy bien!).
¿Cómo, dejáis suponer, permitís suponer que el gobierno de este país difícilm ente podría hacer la guerra? (M ovimientos diversos). ¿Qué es un gobierno que no puede hacer la guerra? (Negativas desde el centro). Me está perm itido decíroslo porque no os creo en este punto; si os creyese, no estaría en este recinto, no habría prestado un juram ento que no desearía mantener. (Movimiento). Un gobierno que no puede hacer la guerra es un gobierno detestable. (Muy bien desde la izquierda. Nuevas negativas desde el centro).
G e n e r a l B u g e a u d ; Sois vos el que ha hecho sem ejante h ipótesis. (Ruido).
T o c q u e v il l e : Queréis impedir las revoluciones y, lo repito, tenéis mil veces razón; pero entonces no dejéis que cobren crédito las ideas que pueden llevar ahí.
¿Qué dicen los partidos extremos? ¿Qué os d irán quizá en un momento? Qs dirán que hay en el país dos intereses: un interés gubernam ental, que lleva a la paz; un interés nacional que puede te ner necesidad de la guerra.
Voces en el centro: E stán equivocados.T o c q u e v il l e : No creo en dicho antagonism o; pero si el país o
una fracción del país, por una aberración del espíritu , por la táctica de los partidos, por vuestra culpa, llegara a albergar una símil idea, ¡pues bien, no estaríam os entonces ante una revolución probable, estaríam os ante una revolución segura! (Sensación). No anim éis pues tal idea.
Señores, sólo una palabra que añadir para term inar, y es el resum en de cuanto acabo de decir.
Dos grandes vías me parecen poder conducir hoy a Francia hacia las revoluciones. La prim era de ellas, lo reconozco, sería una guerra violenta, injusta, revolucionaria, anárquica. Dicha vía os conduciría a las revoluciones, es verdad. (¡Sí, sí!).
Pero hay o tra vía, u na vía ya señalada por el señor m in istro de Asuntos Exteriores, cuando luchaba en la coalición con tra el 15 de abril; esa vía es u na paz sin gloria. (Numerosos signos de aprobación).
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3 . ARTÍCULOS SOBRE LA CUESTIÓN DE ORIENTE^
a) Dificultad de entenderseAl o ír a ciertas personas, se d iría en verdad que las potencias, de acuerdo en todos los puntos, no tienen más que aprovechar esa buena inteligencia para u rd ir una em presa com ún contra Francia. Se tra ta de un error garrafal. Hay entre todas las grandes potencias de E uropa causas antiguas y profundas de disensión, intereses d iam etralm ente opuestos.
Me sería fácil m ostrar en pocas palabras que los intereses de Inglaterra difieren profundam ente de los intereses —no diré de Rusia, pues es algo palm ario— de las restantes potencias del continente, al punto que la grandeza de aquélla es la debilidad de éstas, y a la inversa. En el continente, m ostraría sin dificultad que rivalidades profundas, tem ores recíprocos, intereses enem istados dividen a Prusia y a Austria de Rusia, a Prusia de Austria; que entre las tres potencias una guerra sorda se desarrolla sin tregua. Mostra ría fácilm ente todo eso, m as sin concluir que, pese a todas estas causas naturales de disensión, un gran interés com ún no pudiera jun tarlas a todas contra Francia.
Todo lo que deseo constatar es que para poner en sordina tan tas causas de división, para suspender m om entáneam ente la contrariedad de tantos intereses secundarios, se ha de reconocer un interés inm enso, perm anente haciéndose sen tir sobre los dem ás en cada una de las potencias. Ahora bien, sostengo que dicho interés no existe; paso a dem ostrarlo.
b) Amor por la pazSe requeriría de un muy gran interés com ún para llevar a to
das las potencias a form ar una coalición contra nosotros. Hay un
2. E ntre los papeles m anuscritos de Tocqueville se ha hallado esta serie de cuatro artículos, quizá preparatorios de un discurso a pronunciar en la Cámara en 1841 acerca de la asignación de fondos para el rearm e, discurso que finalm ente no tuvo lugar.
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muy gran interés que les lleva a no form ar coalición: toda coalición conduce sin dudar a la guerra. Ahora bien, todas las potencias quieren la paz.
Sé que es un lugar com ún decir que los pueblos y los gobiernos de nuestros días tienen en mucho la paz, mas no es un lugar común m ostrar por qué tienen en tan to a la paz.
Ese am or que todos los pueblos m uestran por la paz depende de una causa general y perm anente: de la decadencia o la desaparición de las clases extremas, del desarrollo, de la generalización, si puedo expresarm e así, de la clase media.
Por doquier, la clase que trabaja sin poseer y la que posee sin trabajar hacen sitio a una clase que, a un tiem po, posee y trabaja, y ésta necesita más de la paz que las otras dos para satisfacerse, la guerra la tu rba infinitam ente más que a las o tras dos.
Dicho m ovim iento social es m anifiesto en todos los pueblos; aum enta y generaliza el gusto y p ron to la pasión por la paz: en todos.
El gusto por la paz nace en los príncipes de o tra causa: los tra tados de 1815 han dividido a las cuatro potencias de E uropa de la siguiente m anera:
Dos, Austria y Prusia, son esencialm ente europeas, poseyendo en Europa más o m enos todos los territo rios que requieren. Pero estos territorios, unidos por la voluntad arb itraria de los vencedores, carecen aún de hom ogeneidad, de esa unidad de ideas, de sentimientos, de intereses y de costum bres que constituyen la fuerza. Los príncipes que conducen a esas dos poderosas m onarquías trabajan activam ente en aproxim ar cada día al m ism o punto a las partes divergentes de su im perio, m ezclan los intereses, acercan a los hom bres, ponen en com unicación los territorios. Para tan gran y obligado trabajo, la paz les es necesaria.
Las otras dos, Rusia e Inglaterra, bien que ya tan grandes, sienten el deseo y la necesidad de agrandarse todavía inm ensam ente más. Pero sucede que tan to la una como la o tra tienen por campo últim o de su am bición países situados todos fuera de los confines de Europa, países a los que cada una de ellas ataca sea m ediante expediciones militares lejanas, sea sobre todo haciendo penetrar en su seno, valiéndose del com ercio y de la industria, la infiltración de su influencia y la dependencia de sus productos.
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Para llegar a lograr en tal modo el com plem ento de grandeza que codician, ambas potencias necesitan que la paz reine en Europa.
Para que las cuatro potencias de las que acabo de hablar hagan callar los divergentes intereses que las dividen, para que superen ese instinto de paz que poseen sus poblaciones, ese gusto razonado por la paz que experim entan sus príncipes, se requeriría de un interés inm enso.
Ahora bien, 'afirm o que dicho interés no existe.
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c) Las potencias no tienen interés suficiente en formar alianza contra nosotrosTan sólo una ingente esperanza o un tem or ingente podrían lle
var a Europa al doloroso esfuerzo del que acabo de hablar.¿Cuál puede ser esa gran esperanza? Supongamos que los p rín
cipes de Europa, en la insolencia de su pensamiento, nos crean vencidos y conquistados; sostengo que ante la contem plación de este resultado, de inm ediato su espíritu se turbe y espante.
No hay ninguno situado en modo de aprovecharse él solo de la ruina de Francia, ninguno que no entrevea en un futuro cercano la necesidad que puede tener de la grandeza de Francia, ninguno que [no tenga] más que perder a ganar en una nueva reordenación de Europa. En efecto, son esas cuatro potencias las que se han beneficiado de todas las ruinas que la revolución francesa ha provocado, y cualquier nuevo movimiento les alarma, habida cuenta de que están bien, han adquirido demasiado y podrían perder demasiado.
¿Cuál podría ser ese gran temor?No es, en estos m om entos, el de nuestras arm as. Sería el de
nuestros principios; es ahí, en efecto, donde Europa más nos teme. El recuerdo de nuestras pasadas victorias y la contem plación de nuestras opiniones presentes, el triunfo de las ideas nuevas sobre nuestro suelo es, lo reconozco, lo que nos crea más enemigos en Europa. Es nuestra gloria, es nuestro peligro, pero no hay que exagerar tales im presiones en Europa.
En prim er lugar, Inglaterra nada tem e del desarrollo de esos principios. Rusia, hoy por hoy, poco teme. Queda Alemania, donde los tem ores han sido siem pre más activos y más vivaces.
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Mas al respecto, es preciso saber decir la verdad a mi país.En el momento en que hablo, los gobiernos de Alemania tem en
m enos que nunca nuestras ideas. Podemos reconocerlo, pues es a nosotros a quienes deben la mayoría de las arm as que usan contra nosotros.
Los príncipes alem anes han descubierto y distinguido, con depurado arte cuya adm iración nunca sería dem asiada, lo que en las ideas que hemos difundido por el m undo, en las necesidades nuevas que hemos hecho nacer, en las pasiones nuevas que hemos suscitado, han descubierto, digo, lo que, en todas esas cosas, era naturalm ente y por fuerza contrario a su poder político y lo que podía no destruirlo o incluso serle útil; y tal parte, la han adoptado, se la han apropiado: por doquier han destruido, o están en ello, los p rivilegios exclusivos; por doquier establecen la igualdad ante la ley, las garantías de la libertad civil, de la propiedad; por doquier ayudan con todo su poder los desarrollos de la clase m edia y favorecen con esfuerzo constante los progresos de la industria y del com ercio que aquélla lleva consigo y la pasión por el b ienestar que difunde. Conceden incluso la libertad adm inistrativa y provincial. Rehúsan sólo la gran libertad política.
Puede afirmarse sin rubor que los príncipes de Alemania jam ás hubieran concedido todas esas cosas a sus súbditos si la Revolución francesa no hubiera estado presente en el m undo. Pero sintieron la necesidad de concederlas, y al concederlas a tiem po han tocado el corazón de sus súbditos, han atraído sólo hacia ellos sus esperanzas, han dado un curso natural a sus nuevas necesidades y a sus nuevas pasiones, y cabe decir hoy que es con una porción de nuestras ideas con lo que com baten la otra.
Im aginan que siem pre será así, y se equivocan: cuando h a yan acabado de aba tir a las clases altas, desarrollado las m edias, enseñado a los ciudadanos a gobernarse en las cosas pequeñas, se les exigirá la gran lib ertad política. De nuevo en tonces n u estra acción su sc ita rá tem or, de nuevo en tonces tendrem os n uestro ascend ien te sobre A lem ania y de nuevo hallarem os ah í nuestro escenario. Mas eso queda todavía lejos de nosotros y por ahora, en este época in te rm edia en la que estam os, se nos tem e m enos que en el pasado o, al m enos, se nos tem e m ucho m enos que a la guerra.
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No os im aginéis por tan to a cada instante que Europa está lista para precipitarse en arm as sobre vuestras fronteras, y que tiene la persistente idea de destruiros.
No le lancéis el guante sin necesidad, pero por otro lado no os sintáis obligado a plegarse en cada m om ento ante ella. No p ro clam éis las dulzuras de la paz si ella parece hacer como si pensara en la guerra. No os perdáis por estar en sus Consejos si ella nada hace por llamarcTs a ellos dignamente. Estad seguros de que Europa tem e la guerra tan to como vos, y que m ientras sólo aspiréis a ejercer naturalm ente vuestros derechos y al respeto que se os debe, podréis atrevidam ente exigirlo de ella.
A ello se debe que, desde el principio, haya condenado la política del gabinete.
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d) Imposibilidad de una estrecha alianzaLo que lleva al gobierno a volver de m anera tan brusca y tan débil a los Consejos de Europa es, por un lado, el miedo que E uropa le produce, y, por el otro, la esperanza de que ese p rim er paso la conduzca hacia una estrecha alianza con alguna de las grandes potencias.
Sem ejante idea es tan errónea como la otra. Las potencias de E uropa no están tan dispuestas como se les supone p ara hacernos la guerra. E stán m ucho m ás lejos de lo que se im agina de querer o de poder contraer una verdadera alianza con nosotros.
Hay sólo tres grandes sistem as de alianza; una alianza alem ana, una alianza rusa, una alianza inglesa. Los tres me parecen quim éricos en este mom ento.
Alianza alemana. Pienso que por medio de tra tados com erciales puede esperarse la gradual vinculación de los intereses de Alem ania, sobre todo de la Alemania del Norte, con los nuestros, en m odo de a traerla paulatinam ente, y en un futuro m ás o m enos lejano, a unirse sincera y activam ente a nosotros.
Es eso lo que se puede esperar, pero no sería razonable creer llegado el m om ento p ara una alianza estrecha con alguna de las potencias alem anas. Alemania es, en efecto, de todas las partes de Europa, aquélla en la que inspiram os más recuerdos de conquista
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y de invasión a los pueblos y a los príncipes, m ás tem ores, rivalidades, desconfianza. N uestras pretensiones, casi oficialm ente declaradas, al G ran Ducado del Rin, n uestras p erp e tu as am enazas respecto de Italia, la involuntaria am enaza que surge sin que la profiram os de nuestra posición y de n uestra condición social, todo ello im pide abso lu tam ente que pueda p o r el m om ento establecerse una estrecha y perm anente alianza entre Francia y Prusia o Austria.
Alianza rusa. M uchas personas han creído en estos últim os tiem pos en la posibilidad de una estrecha alianza con Rusia. Yo siem pre consideré la cosa como una ficción.
He aquí por qué:El zar, sin duda, no tiene los m ismos argum entos para tem er
nos y desconfiar de nosotros que tienen los príncipes de Alemania. Los intereses de Francia y Rusia no son tan naturalm ente encontrados como los de Inglaterra y Francia. Pero el zar no puede aliarse estrecham ente con nosotros sin renunciar a su papel, y ese papel es demasiado grande para renunciar a él sin un interés inmenso que, de m om ento, no existe.
Cuando el viejo m undo católico y la nueva sociedad protestante se enfrentaban entre sí hace 250 años, Felipe II, situado al margen de las ocasiones inm ediatas de la lucha, se había hecho el campeón oficial, el representante tu te lar de la antigua fe, no sólo en los países bajo su dom inio, sino en todo el m undo. Ello le perm itía m eter la m ano en todos los asuntos, tom ar parte en todos los gobiernos, atraer hacia sí las pasiones, las esperanzas de una m ultitud de personas que no estaban situadas bajo su autoridad.
Lo que era Felipe II en la época de la Reform a, lo son hoy los rusos. Como él, tienen en el m undo la posición oficial de re p resen tan te y de sostén de la an tigua sociedad con tra la nueva y, a este títu lo , son el cen tro de un sinfín de esperanzas, d ispo nen de un sinfín de fuerzas n a tu ra lm en te em plazadas m ás allá de su esfera. Se inm iscuyen fácilm ente en todos los asun tos de E uropa occiden tal a los que, sin todo eso, a m enudo perm an ecerían ajenos.
He ahí el prom inente papel que el movimiento del siglo ha asignado al zar. H abría de renunciar a él al aliarse estrecham ente con nosotros. H aría lo que habría hecho Felipe II, si de pronto se
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hubiera unido a la Casa de Grange o con los jefes de los p rotestan tes de Alemania.
Som os nosotros, en efecto, nosotros, los rep resen tan tes oficiales y perm anentes de las ideas, de los sentim ientos, de las necesidades, de las pasiones que configuran la nueva sociedad. El antagonism o en tre R usia y nosotros es com pleto. Y lo que es m enester señalar es que perm anecerá así, o parecido, sea cual sea nuestro gobiernt) y yo d iría incluso que n uestra voluntad. Cam biad el nom bre de nuestros príncipes o m odificad nuestras leyes políticas: afirm o que nuestras revoluciones pasadas, el conjunto de los hábitos, de los usos, de las ideas, del estado social, de las legislaciones civiles a las que han dado nacim iento, afirmo que todo eso jun to seguirá haciendo de F rancia el ejem plo m ás lla m ativo y el rep resen tan te m ás necesario de lo que sucedió y de lo que debe suceder, una vez destru ido, al viejo edificio social de E uropa.
No es pues posible creer que, sea cual fuere el cam bio que hagamos experim entar a nuestras leyes políticas, Rusia pueda, sin renunciar al prominente papel del que he hablado, contraer una alianza perm anente y estrecha con nosotros.
Así pues, sólo un interés inm enso, un gran resultado a obtener violentamente por medio de un violento esfuerzo, puede llevar a Rusia a contraer con nosotros una estrecha alianza. Si, por ejemplo, Rusia quisiera apoderarse de Constantinopla o conquistar Asia, com prendería que, para recabar nuestra ayuda en tan ingente em presa, consintiera en abandonar momentáneamente su papel y unirse a nosotros. Pero nada parecido se presenta: satisfecha con su posición actual, Rusia no quiere, por el m om ento, nada más que el statu quo, con cuya ayuda espera conquistar m ediante sus arm as la Circasia y m ediante su influencia todo lo demás.
Alianza inglesa. Queda la alianza inglesa. Es evidentemente hacia ella adonde se precipita el gabinete. Es por la esperanza de conform arla por lo que apresura el reingreso en modo tan insignificante en el seno de los Consejos de Europa.
Diré en prim er lugar que tal ardor es prem aturo, y que se volverá contra el fin que se propone.
E ntre pueblos libres, la unión de los gobiernos no es bastante. Es m enester que el corazón de las naciones se aproxim e. Francia
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ha sido golpeada, hum illada, herida por Inglaterra, a la que tenía por amiga. El tiempo, los buenos oficios debilitarán la vivacidad de esas im presiones, y caso de que entonces se presente una ocasión natural para aliarse de nuevo con Inglaterra, quizá Francia no pida nada m ejor que cogerla. Pero en el actual estado de irritación, de desconfianza, de rivalidad en el que todavía se encuentra nuestro país, querer unirlo de nuevo a los ingleses, crear entre los dos pueblos asuntos com unes, constreñirlos a en trar en contacto diario, equivale a separar cada vez más a uno del otro y crear un vínculo artificial que pronto será violentam ente roto.
Cometéis por tan to un error al querer aliaros de nuevo con In glaterra. Aún no es llegado el tiempo. Pero voy más lejos, y me pregunto si está en la naturaleza de las cosas que Francia pueda tener una verdadera alianza, una estrecha alianza en la que la ayuda es m utua, con Inglaterra. No lo creo así. ¿Qué cabe esperar de preciso de una alianza símil? ¿Qué bien? ¿Qué mal?
Veamos:Inglaterra no tem e nuestros principios. Su papel no es ser su
antagonista. Tiene, pues, razones para unirse a nosotros que el continente no tiene.
Pero, por o tro lado, hay una hostilidad tan rad ical en tre los intereses de Ing laterra y, no diré los de Francia, sino tam bién los de casi las dem ás potencias del m undo, que, afirm o, una verdadera alianza, una alianza estrecha y perm anente le está prohibida. No cabe aliarse en ta l m odo con u na po tencia cuya p re tensión confesa y oficial es dom inar ella sola y exclusivam ente en una carre ra sin rival. Cabe la a lianza con una potencia que quiere a lgunas de las cosas que uno m ism o quiere, pero no con la que las quiere todas. La m ira de los rom anos era co nq u ista r a todas las naciones con las que en traban en contacto; los rom anos nunca tuvieron en tre sus aliados m ás que esclavos o víctim as. La p re tensión oficial de Inglaterra, su confesada necesidad, es la de m onopolizar el m ovim iento industria l y com ercial del m undo, de donde resu lta que no puede ten er com o aliado estrecho y sincero m ás que a las potencias que no asp iran a ser nada ni en la in dustria ni en el comercio. Desde luego, nosotros no somos una de esas potencias. Añado que, en nuestros días, no hay potencia sem ejante en el m undo. El m ovim iento im petuoso de n uestra
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época conduce a todos los hom bres hacia el com ercio y la in dustria . Para todos los pueblos, el com ercio y la industria se conv ierten cada vez m ás en la fuente de la riqueza y la riqueza cada vez m ás en la fuente de su fuerza. Todas las naciones, por tanto , son o se esfuerzan por ser in dustria les y com erciales. Sólo Austria es todavía poco de lo uno y lo otro. De ahí que sea ella la que con m ayor facilidad que las o tras pueda co n traer una verdadera alianza con Ing laterra .
¿Qué podem os esperar, pues, de la alianza inglesa?¿Que favorezca nuestra industria y nuestro comercio? Evi
dentemente, no. Nunca obtendremos de ella ni siquiera que les ponga m enos trabas. Amiga o enemiga, siem pre nos la toparem os tendiéndonos em boscadas en las ru tas de todos los m ercados. Amiga o enemiga, tam poco nos perm itirá adquirir nuevos territo rios en grado de p rocu rar nuevos alim entos a nuestro com ercio o a nuestra industria. Creer lo contrario es m ecerse en una quim era.
¿Qué obtendrem os, pues, de esta alianza? Una gran cosa, mas una sola cosa: la garan tía de la paz.
He dicho que la paz era una de las necesidades de la am bición inglesa, porque dicha am bición tenía en lo sucesivo por territorio países lejanos, a los que sólo puede llegar cóm odam ente, sea m ediante sus arm as sea m ediante su influencia, en tan to no haga la guerra en Europa.
Inglaterra necesita la paz y la quiere. De ella hará gozar a su aliado siem pre y cuando, gracias a la paz, Inglaterra siga creciendo sin p a ra r y el aliado quede siem pre igual.
En el actual estado del m undo, una verdadera alianza con In glaterra, una alianza en la que el sostén, la ayuda, sean mutuas, una alianza tal no la obtendréis. Y todos los sacrificios de dignidad y de honor que haréis para obtenerla quedarán sin fruto.
En el m om ento en que hablo, no hay p ara vos alianza posible en el m undo. Pero que dicha opinión no os asuste ni os conduzca a indignas actuaciones, pues si bien es cierto que no tenéis aliado, tam bién lo es que no debéis hacer frente a una conjura de potencias lista a declararos la guerra. Podéis vivir noblem ente sin alianza y sin guerra, sin asp irar a la in tim idad con potencia alguna, no desafiando inútilmente a nadie ni plegándoos ante nadie. No tenéis aliado: el futuro os lo d ará si sabéis esperar.
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En un día que se acerca, una lucha violenta estallará entre Rusia e Inglaterra. Entonces, para teneros en uno de los dos campos, se hará callar tan to a los intereses como a las antipatías. Se harán con vos verdaderas alianzas, es decir, alianzas en las que se da desde una y o tra partes.
H asta entonces, no penséis en engrandeceros, sino en conservar íntegros vuestra fuerza y vuestro honor.
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IV. EL DESEO DE CARGOS PÚBLICOS'
T o c q u e v il l e : Señores, no seguiré los derro teros tom ados por quienes me han precedido en esta tribuna. No es mi intención h ab lar de política exterior; no necesito decir, pienso, que no apruebo la conducta del gobierno en d icha política. Cuando lo com batí hace un año en ese punto, fue p ara prevenir los hechos que después tuvieron lugar. No podría, pues, ap robar tales hechos. Pero, señores, en cuanto al p rincipal asunto relativo a la política exterior, la cuestión de Oriente, la diplom acia ya ha sentenciado: hay hechos consum ados, hechos que han entrado en la legislación política de Europa; traerlos a colación significaría reabrir heridas sangrantes antes que curarlas. Por lo demás, todo lo que podría decir al respecto ha sido dicho ya, y m ejor de cuanto yo m ism o podría hacerlo.
Abordaré pues otro tem a de igual im portancia, sin duda, y que quizá merece más ser tratado en este momento; me estoy refiriendo a la situación in terna del país.
Al tra ta r tal tema, señores, lo afirm o desde el fondo de mi conciencia, intentaré con toda mi alm a no apoyarme, excitándolas, en las pasiones de ninguna de las facciones de esta Cámara, y en consecuencia quizá tenga yo más derecho que nadie a pedir a todos los partidos que la com ponen una atención, si no benévola, al menos sostenida.
Confieso, señores, que la situación in terna del país me aflige y me inquieta; deploro tan to como cualquier otro, sin duda, los desórdenes y atentados de los que hemos sido testigos; empero, si oso
1. Discurso pronunciado en la sesión del 18 de enero de 1842 en respuesta a la declaración política de la Corona. El título del mismo no es de Tocqueville, sino nuestro.
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decirlo, no son esos desórdenes ni esos atentados lo que me espanta m ás en relación al futuro del país.
Que luego de tan tas revoluciones largas y violentas una gran anarquía se haya introducido en los espíritus; que ideas singulares y una m oral relajada se dejen ver en un reducido núm ero de hom bres, ello no me sorprende. Por lo demás, en toda sociedad hay siem pre una ínfim a porción que sueña el desorden y no vive más que para el desorden; lo que vemos no es, pues, inesperado, ni nos debe asustar en demasía. Lo que sí espanta más, para mí al menos, es constatar, en presencia de esa m inoría facciosa y turbulenta, la actitud de la mayoría; es com probar esa especie de quietud, por no decir indiferencia, que cabe notar en la masa; es observar en qué m edida entre nosotros, en presencia de esos atentados y esos a ta ques violentos contra la sociedad, la m asa perm anece, de alguna m anera, im pasible e indiferente; es ver, señores, hasta qué punto cada vez más, entre nosotros, cada uno parece retirarse en sí m ismo y aislarse. Se diría que cada provincia, cada departamento, cada distrito, cada m unicipio, no viera en la política sino una ocasión para satisfacer sus intereses particulares, y que cada hom bre no considere la política sino como algo que le es ajeno, cuyo cuidado no le afecta, concentrado como está en la contem plación de su interés individual y personal.
Eso es lo que me aflige y me asusta bastan te más que los desórdenes y los atentados de que hem os sido testigos.
Perm itidm e decirlo con igual sinceridad, pues, tras haber hablado del mal existente en el país, la Cám ara me consentirá decir tam bién el m al que creo advertir en su propio seno (¡Escuchad! ¡Escuchad!).
Si luego de haber considerado el país echo una m irada a la Cámara, bien, os lo confieso, no me siento tranquilo. Algo distinto, sin duda, mas análogo a lo que ocurre en el país, cabe, cierto, ver en la Cámara: el vínculo que unía y m antenía juntos a los antiguos partidos parece aflojarse y am enaza con rom perse, y no veo que n in guna o tra cosa lo reemplace.
En lugar de esos partidos compactos y sobre los que les era posible apoyarse alternativam ente, y de m anera sólida, tanto a la oposición como al gobierno, veo, perm itidm e decirlo, una especie de desparram am iento de opiniones que me espanta, veo que cada uno
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parece querer considerar los asuntos públicos bajo su exclusivo punto de vista, y que de alguna m anera se retira en sí mismo, y desea ac tuar por sí solo.
Y bien, señores, el conjunto de tales hechos, y no creo haber exagerado las cosas, ese espectáculo en su conjunto, ¿no es espantoso? ¿Sabéis, señores, lo que significa? Significa que hay en Francia algo que corre peligro, algo que, los señores m inistros me perm itirán decirlo, que es m ás grande que el m inisterio , algo que es m ás grande que la propia Cámara, y es el sistem a represen ta tivo. (M ovimiento).
Sí, señores, es m enester que alguien lo diga, por fin, y que el país que nos escucha lo oiga. Sí, entre nosotros, actualm ente, el sistem a representativo corre peligro. La nación, que ve sus inconvenientes, no siente suficientem ente sus ventajas. Y sin em bargo, señores, ¿qué es el sistema representativo si no esa conquista que nos ha costado tan to en sangre y lágrim as, que nuestros padres ganaron y perdieron, y que parece escapar de nuestras m anos en el instante en el que por fin creem os apresarlo?
Lo que sigue estando en peligro, señores, perm itidm e decirlo, es la libertad. (Negaciones en el centro. Adhesión en los extremos).
Ciertamente, teniendo todo su uso, y en ocasiones, lo confieso, su abuso, quizá parezca pueril decir que la libertad está en peligro. Es verdad que tales peligros no son inmediatos, pero a mí, señores, que soy servidor devoto de mi país...
Un miembro: ¡Todos lo somos!T o c q u ev il le : Pero que jam ás será su criado, perm ítasem e decir
que es actuando así como, en todas las épocas, los pueblos han perdido su libertad. Bien es verdad que no veo a nadie con talla suficiente para ser nuestro amo; pero afirmo, y que mi país me perm ita decírselo respetuosam ente, que es siguiendo por este cam ino como las naciones se preparan un amo. No sé dónde está, ni por qué lado vendrá, pero antes o después term inará llegando si seguimos largo tiem po por estos derroteros.
Muchas voces: ¡Es cierto!T o c o u e v il l e : He dibujado, señores, una situación de peligro, y
esa situación, creo, la advierten todos; pero hay división cuando se tra ta de m ostrar sus causas.
Unos le echan todas las culpas al gobierno.
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En lo que a m í respecta, señores, considero que las faltas del gobierno m ucho han contado en este estado de cosas. Creo que el gobierno, al considerar a los hom bres uno a uno por sus intereses en lugar de por sus opiniones, al dirigirse a la parte pequeña del corazón antes que a la grande (A la izquierda: ¡Sí, sí!,), ha contribu ido poderosam ente a provocar esa confusión en las ideas y a crear esa especie de negación de lo justo y de lo injusto en m ateria política, que constituye el rasgo más vistoso y más deplorable de nuestra época; sin em bargo, no creo que la acción del Gobierno haya sido tan grande como se la supone.
Otros dicen que la actual situación de la Cámara y del país, pero sobre todo de la Cámara, se debe principalm ente a los errores com etidos por los hom bres em inentes que van a su cabeza.
Muchos miembros: ¡Sí, así es!T o c q u e v il l e : Creo que en alguna m edida la acusación es cier
ta, y creo tener derecho a decirlo. Pienso, señores, que los jefes que guían a los diferentes partidos de esta Cámara, uniéndose de pronto, pese a las antiguas diferencias de opiniones, y a continuación separándose de pronto, pese a la similitud reciente de sus acciones; pienso, digo, que con esta doble y contradictoria acción, los hom bres políticos que dirigen esta Cám ara han sum ido las ideas del país, en m ateria política, en una profunda perturbación. (Aprobación a la izquierda y en algunos bancos del centro). Yo así lo creo, señores. (Sí, ¡m uy bien, m uy bien!).
Creo que con sem ejante com portam iento, del que respeto los motivos, pero que ha tenido la desgracia de ser mal com prendido, se ha hecho creer al país que en el mundo político no había más que intereses, pasiones, am biciones, pero no opiniones.
En resum en, señores, es m enester que alguien lo diga en esta tribuna: creo que la coalición y sus efectos han sido una de las causas de la perturbación m oral reinante en este país. (¡Muy bien! ¡St, si, es verdad!).
A la izquierda: ¡Sí, sí! ¡Sus efectos!T o c q u e v il l e : Lo creo y lo digo. ¿Y por qué osaría decirlo, por
qué tengo tan ta libertad para decirlo? Porque no form aba parte de la coalición. Aquéllos de los m inistros que sí lo hacían apreciarán, estoy seguro, la facilidad y las ventajas que semejante situación me procura. (Rumores y m ovim ientos diversos).
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Así pues, señores, según lo entiendo, el gobierno por una p a rte, y los hombres políticos por otra casi tan grande, han contribuido a la condición de anarquía moral y de indiferencia pública, que considero el síntom a más enojoso y triste de la actual situación.
Mas no son ésas las únicas causas: hay o tra más profunda, que quizá no se ose decir, pero que yo sí tendré el valor de hacerlo; esa causa el país tiene que conocerla: consiste en el estado de las costum bres políticas del propio país. M uchos de los males que suscitan quejas no son más que los síntom as; pero ella es la causa p ro funda, allí reside el p rofundo m al que exige rem edio, y que term inará m atando a la sociedad m ism a si no se le halla.
Sé que son m uchos los hechos que han contribuido a este estado de las costum bres públicas, y sobre los cuales no tenem os poder alguno; pero hay otros sobre los que sí cabe esperar la in te rvención del gobierno y de las Cám aras. Hay un rasgo en las costumbres públicas del país, el rasgo más molesto, el que quizá infunda m ás temor, que podem os en parte cancelar; ese rasgo es, en mi opinión, la pasión creciente, ilimitada, desenfrenada por los empleos públicos. (¡Sí, sí! ¡Es verdad!}.
No com parto la aversión existente en algunos espíritus contra los señores funcionarios públicos; considero que en un gobierno como el nuestro hacen falta m uchos funcionarios públicos, y que la clase de los funcionarios públicos es una de las más respetables de la sociedad; pero no por ello dejo de decir que resu lta peligroso en extremo que las funciones públicas se conviertan en objeto perm anente de todas las am biciones del país.
Sobre este punto no buscaré más testim onio que el vuestro, no me dirigiré más a esta parte de la Cám ara (señala la izquierda) que a esta otra: preguntaré a todos con sinceridad, desde el fondo de mi conciencia; os preguntaré si, al volver a vuestras provincias, no habéis observado por doquier, por doquier, no en alguna parte sino por doquier, que el deseo de los em pleos públicos se convertía en la pasión universal, la pasión dom inante, la pasión m adre (¡Sí, sí!); que introducía a la vez en todas las clases, incluidas las clases agrícolas, cuyas costumbres sanas y enérgicas la habían rechazado hasta ahora; que la idea de que todo el m undo, con independencia de su cultura, ten ía acceso a tales puestos, y que, ya en la carrera, cualquiera podía ascender sin cesar sin deber dicho ascenso a los
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servicios prestados; preguntaré si no os ha parecido que esa idea haya entrado cada vez m ás profundam ente en todas las almas; si, por cen trarnos en lo que el señor M inistro de Asuntos Exteriores llam aba antaño el país legal, no es verdad que cada vez más, señores, quienes form an parte de ese país legal tienden a considerar los empleos públicos como la más deseable consecuencia de las funciones electorales a las que son llamados.
Y bien, señóles, si todo esto es cierto, ¿cuál es el resultado? El resultado es que el espíritu público de este país, atacado en su m ismo principio, se halla am enazado de destrucción; el resultado es que en lugar de las opiniones que, como decía antes, pueden servir de sólida base tan to a la oposición como al gobierno, no se encuentra más que una colección de pequeños intereses particulares, móviles y pasajeros, que no pueden p restar apoyo a nadie (¡Muy bien!), n i al gobierno ni a la oposición, y que entregan necesariam ente a la entera sociedad, y al gobierno que la dirige, a una m ovilidad perpetua cuyo resultado sólo puede ser la anarquía y la ru ina p ara todo el m undo. (¡Muy bien!).
He ahí, señores, ahí, donde en mi opinión reside la causa p rim era del mal, una causa en aum ento.
Se me dirá: el mal del que os lam entáis es objeto de lam ento en todos los países libres. Allá donde se celebran elecciones se dice lo que vos decís. El mal del que habláis es inherente al sistem a electivo como tal, es preciso vivir con dicho mal y sufrirlo con la m ente puesta en el bien que le acom paña y que el sistem a produce.
Lo niego; afirmo que cuanto vemos en nuestra época y en Francia jam ás se ha visto en parte alguna. (¡Muy bien!).
Afirmo que en n inguna parte fue nunca tan alto el núm ero de funcionarios públicos, que en ninguna parte la m ediocridad y la m ovilidad de las fortunas, el incesante deseo de salir de su situ ación, la necesidad de cam biar de estado, han dispuesto de m anera tan com pleta al conjunto de los ciudadanos a desear las funciones públicas, n i p reparado a la-en tera nación a convertirse, perm itidm e decirlo, en un tropel de solicitantes. (¡Muy bien, m uy bien!).
También se dice: pero el m al del que os quejáis es un m al necesario, es el contrapunto de la libertad. En un país dem ocrático como el nuestro no existe una tradición, una clase para sostener al
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gobierno, un cuerpo que acuda en su ayuda; resu lta necesario que el gobierno tenga una gran clientela, que aferre y retenga a un tiem po a la multitud entera de ciudadanos por sus intereses particulares, al objeto de que el orden se m antenga.
Y bien, señores, esa necesidad deplorable, esa necesidad funesta de la que habría que ruborizarse; que, así lo declaro, me haría abandonar una patria en la que se hubiera de elegir forzosam ente entre la servidumbre y la corrupción; y bien, esa necesidad, eso digo, no existe.
Afirmo que al excitar de m anera desm edida, com o hacéis, la am bición de los particulares, al em pujarla hacia la obtención de empleos públicos, creáis m ás males que atajáis.
En efecto, el núm ero de las funciones públicas es lim itado; el núm ero de quienes las desean no tiene lím ites. ¿Y no tem éis, una vez hayáis sobreexcitado desm edidam ente la am bición de los p a rticulares, no teméis hacer que surja en el país la peor especie de revolucionarios; esos revolucionarios que desean cam biar el gobierno para obtener empleos públicos y que, no siendo satisfechos, asp iran a hacer revoluciones a fin de satisfacerse? Afirmo que tal peligro es real, y que es m enester ponerle rem edio.
Hay otro más. Sustituyendo, como hacéis, el interés general por el interés particular, las pasiones comunes por las individuales, ¿qué estáis haciendo? Mináis los partidos, los enerváis, los destruís. Ahora bien, señores, pensáis acaso que una sociedad libre pueda vivir sin partidos? ¿Ignoráis que si con ayuda de los partidos se ataca al gobierno, es con ayuda de los partidos como él se defiende?
En un país libre, señores, donde no hubiera partidos y donde todos fueran casi de la m ism a opinión, por egoísmo y por indiferencia, el gobierno no sería más fácil y la nación acabaría en la anarquía.
Y por lo demás, señores, ¿se necesitan tantas palabras para dem ostrar que al sustitu ir el interés general por el particu lar se deprava la sociedad? ¿Y no es una verdad, tan conocida como el m undo, que la m oral privada y la moral pública son tan necesarias para el m antenim iento de quienes gobiernan como p ara el de quienes son gobernados?
¿Hubo jam ás en el universo una gran sociedad sin buenas costumbres públicas, y hubo sobre todo una gran sociedad libre? Nunca
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se vio. Todo gobierno que siem bre vicios, antes o después recogerá revoluciones: eso es así desde el comienzo de los tiempos.
Así pues, no hay que decir que el mal se ha exagerado, no hay que decir que es necesario, sino que es m enester buscar de buena fe, haciendo abstracción de toda consideración personal y de p a rtido, es m enester buscar si dicho mal es curable.
Sé que en cierta m edida no lo es, que entre nosotros el núm ero de funcionarios públicos es y debe ser más alto que en cualquier o tro lugar.
Sé que la am bición de los empleos públicos es más natural en F rancia que en cualquier otro lugar; lo sé, y no creo por tan to que el m al sea enteram ente curable, pero creo que el legislador puede y debe, en una gran m edida, lim itarlo.
Es p ara buscar tales m edios legislativos p ara lo que desearía ver puestos de acuerdo a todos los hom bres que am an a su país; sé que cuando se tra ta de los abusos que acabo de exponer, la m ayoría de quienes los deploran se lim itan a dirigirse a los gobernantes dándoles consejos excelentes; les adoctrinan con la m ejor de las filosofías y les recom iendan no abusar del poder de que disponen. También yo, lo confieso, me sentiría muy tentado de seguir, yo mismo, tal ejemplo; echaría con gusto un serm ón al ministerio, pues creo, en efecto, en esta m ateria ha pecado mucho (risas); pero creo que ese serm ón sería inútil. Estoy convencido de que siem pre que se ponga en m anos de un poder una potencia ilim itada, cuyo abuso puede ir en contra del país pero cuyo uso puede ser m om entáneam ente útil a quienes lo dirigen, no dejará de suceder, se haga lo que se haga, que los hom bres de Estado se sirvan de ese poder ilim itado con daño, en cierta medida, para los intereses perm anentes del país. (¡Muy bien, m uy bien!). Así pues, no haré p rédica alguna al m inisterio; me lim itaré a rogar a la Cám ara que in dague, lo repito , si no hay algún medio legislativo en grado de aportar rem edios al funesto estado de las costum bres públicas del que me lam ento.
En lo que a m í respecta, señores, considero que sí existe, y en aras de una m ejor aclaración de mi pensam iento traeré a colación algunos ejemplos.
He dicho y repito que, en el estado actual de las costum bres del país, cuando el conjunto de la población parece preocupado por ese
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desordenado anhelo de empleos públicos, que un gran ejemplo que proviniera de la Cámara podría ser de utilidad (¡Es cierto, es cierto!).
No entro en un largo examen, expongo sólo y con brevedad mi pensam iento. No oculto que si la Cám ara diese por sí m ism a legislativamente ese gran ejemplo de abnegación personal, el efecto m aterial que se derivaría no sería muy grande, pero el efecto m oral sería considerable. Sostengo que esta Cám ara está en d isposición de darlo; ella no está sólo a la cabeza de la nación para hacer leyes, sino tam bién para dar ejemplos. (¡Muy bien, m uy bien!).
Quizá haya aún otros medios. Lo peligroso, señores, no es el elevado núm ero de puestos: es que cada uno, cualesquiera que sean su capacidad y su cultura, cree poder en tra r en las carreras públicas. Lo que es tam bién peligroso, y quizá más, es que una vez dentro de las carreras públicas todo el m undo im agina que el favor, el azar, ¡qué sé yo! los mil accidentes que una am biciosa im aginación es susceptible de entrever, pueden bastar para, sin ta len to, ir subiendo puestos en el escalafón y llegar desde la base a la cim a de la escala adm inistrativa. Eso es lo peligroso.
Y bien, tales peligros se han hecho presentes en o tros países adem ás del nuestro. En una parte de Europa, en Alem ania por ejemplo, fueron previstos, estableciéndose reglas p ara frenarlos. Allí se en tra sólo tras un cierto noviciado, un cierto exam en en la carrera; allí sólo se puede avanzar paso a paso en la carrera en la que se ha entrado, se está obligado a ir del p rim er grado al segundo, y a pasar sucesivam ente por todos los grados de la escala jerárquica.
Digo que son ésas reglas saludables, y que no sólo existen en otros países, sino en parte tam bién en el nuestro , en la carrera en la que la am bición es naturalm ente la m ás enérgica, la más im paciente: en la carrera militar. En esta carrera sólo se en tra tras largo y difícil aprendizaje, y se asciende únicamente tras haber pasado en cada grado un periodo de prueba, sin que allí tenga lugar el molesto ejemplo dado de continuo por las carreras civiles. ¿Por qué no extender esta m ism a regla a todas las carreras?
He vacilado al añadir lo que me falta por decir, por miedo a que mi opinión se confundiese con otras encam inadas al m ismo objeto, pero sin p artir del m ismo punto. Mas es m enester ser sinceros hasta el límite.
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Entre las causas que en nuestro país producen su desm oralización política por m or de los empleos públicos, la más enérgica, la más continua, perm itidme decirlo, se halla en la ley electoral. No quiero que en este punto se m alinterprete mi pensam iento. Lo que me llam a la atención en la ley electoral, lo confieso, no es lo poco dem ocrática que es; creo que, en relación al presente, en m ateria electoral no se h a dado dem asiado a la dem ocracia, pero sí suficiente; no pienst), pues, que se haya de atacar a la ley electoral en cuanto instrum ento de monopolio: es en cuanto instrum ento de desm oralización política por lo que yo la ataco. En efecto, ¿cuál es la queja, qué se dice a diario? Se dice, se repite; todos los órganos de la prensa, del lado que estén, dicen: la queja es que los intereses locales se están volviendo, en el espíritu de los ciudadanos, en el propio espíritu de los diputados, más fuertes que el interés general.
¿No es eso, señores, la mayor desmoralización política que pueda existir en un país? Y bien, ¿cabe negar que la ley electoral, que divide el reino en una m ultitud infinita de pequeñas parcelas, que hace que un diputado no represente más que a una de estas parcelas (¡Muy bien!) y en cada una de ellas el interés local esté en m anos de un reducido núm ero de ciudadanos sin control y de los que depende el diputado; cabe pensar que una ley semejante no sea la causa prim era del mal que tan tas quejas suscita?
También hay quejas porque a menudo ocurre que el elector, en su elección del diputado, pone m ucha más atención en los servicios que se le prestan que en los actos políticos del diputado que nombra.
Eso se dice, y perm itidm e decirlo a mi vez: ¿cómo queréis que sea de otro modo cuando un reducido núm ero de diputados, que ocupan un puesto fijo en torno a un hom bre poderoso al que han nom brado diputado, al que pueden abordar en todo instante, al que pueden im portunar sin descanso, de los que no puede escapar y cuya fortuna política tienen en sus manos; cómo queréis que ese reducido núm ero de electores resistan a la tentación de obtener por sí m ismos una satisfacción que sólo deberían pedir en virtud de su opinión política?
¿Cómo queréis que en esa lucha que sin tregua se librará en sus corazones entre el interés general y el interés particular, no sea éste con frecuencia el más fuerte? ¿Es eso posible? ¿Y no perderán pronto de vista el país para no ver m ás que a sí mismos?
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También hay quejas porque algunos diputados, para obtener el voto de los electores, adoptan por su lado la idea de rendir servicios antes que satisfacer opiniones; una vez más, ¿cómo queréis que sea de otra manera? ¿Cómo queréis que esa gran inmoralidad política no tenga lugar a veces, si el diputado, por su parte, ocupa un puesto fíje en una especie de relación de perpetua proximidad con un reducido número de electores de los que depende, que son sus amigos, sus vecinos, sus prójimos, a quienes ve a diario, y a los que siempre le será mucho más fácil ganárselos uno por uno con buenos oficios que satisfacerlos a todos juntos mediante sus opiniones? (¡Es muy cierto!).
Por lo demás, señores, no tengo la pretensión, la Cám ara puede creerlo, de hacer una ley electoral desde esta tribuna; respecto de la declaración política quería sim plem ente explicar mi pensamiento; y mi pensam iento es éste;
Un mal profundo atorm enta al país, mal al que se le atribuyen, creo yo, causas que en su m ayoría son secundarias. La causa p rofunda del mal, de la que lo demás es síntoma, es la desmoralización política; es, pues, hacia la desmoralización política hacia donde los ojos de todos los amigos de este país deben volverse. (¡Muy bien!).
Sé que a este mal advertido por todos se le buscan causas y remedios harto d istintos de los que yo señalo; se dice, por ejemplo, que el mal del país proviene de la prensa, y que es a la prensa hacia donde es m enester dirigirse.
No niego que grandes extravíos sacudan con frecuencia a la prensa, mas afirm o que la experiencia ha enseñado que cualquier gobierno que entre en guerra habitual y regular con la prensa acabará siendo golpeado de m uerte por ella. (¡Muy bien!).
Que com prendo, por tanto, que todos cuantos desean derribar a este gobierno se alegren viendo que parece tender a crear ese te mible cam po cerrado y a encerrarse en él con la prensa; pero yo, que no aspiro a derribarlo, perm ítasem e que me aflija por ello, señores, y que tam bién me espante. (Nuevas señales de asentimiento).
También se dice, para rem ediar el mal que todo el m undo advierte y del que nadie quiere indicar la verdadera causa; es suficiente con reforzar el gobierno, con otorgarle nuevas atribuciones, poderes nuevos.
Señores, cuando considero lo que ocurre en derredor mío, cuando veo a las diversas naciones de Europa y sus constituciones.
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descubro que no hay en el m undo, en el m om ento en que hablo, un gobierno con más atribuciones distintas que el nuestro, que más de cerca descienda hasta cada ciudadano, que m ejor tenga a todos en su m ano que el gobierno de mi país.
El gobierno francés, en mi opinión, dispone de todas las fuerzas que puede tener un gobierno que no se cim ente sobre costum bres públicas firm es y sólidas.
Es pues en táles costumbres públicas en lo que es menester pensar, es hacia esta parte hacia donde todos los ciudadanos, lo repito y se lo suplico, tienen que dirigir sus m iradas; porque ahí está el peligro que am enaza no al m inisterio, no a un hom bre, no a un partido, sino —perm itidm e gritarlo a esta Cám ara y a Francia entera— que am enaza nuestro honor en el exterior, nuestra seguridad en el interior, la seguridad de la nación y de cada ciudadano que la compone, y que pone en peligro todo lo que vincula y liga a los hom bres al suelo de la patria.
Es pues hacia este objetivo al que es m enester que los buenos ciudadanos vuelvan sus m iradas, ahí yace el mal en el que es necesario pensar, es a ese mal al que se ha de in tentar poner remedio. Es en la búsqueda de ese mal como puede haber unión, sea cual sea el lugar de la Cám ara desde el que se haya partido; es a fin de curarlo como se puede form ar una coalición legítim a y santa. (¡Muy bien, muy bien!).
Esas preocupaciones no están presentes en la dirección; nada prueba en la conducta de los m inistros que las hayan tenido, que hayan sido al m enos el principio de su conducta.
Voto por tan to en contra de la dirección. (Viva aprobación a la izquierda).
(Durante la interrupción que sigue al discurso el orador recibe numerosas felicitaciones).
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V. DISCURSO DE INGRESO EN LA ACADEMIA FRANCESA'
Señores,Todo es nuevo en Francia, excepto la Academia. La Academia
perm anece como único vestigio de la antigua sociedad destruida. Sólo ella posee anales que se rem ontan a dos siglos. Contem poránea de la literatura, nacida casi al mismo tiempo que ella, no ha dejado de atraer a su seno a todos aquéllos que entre nosotros han brillado en las letras. Casi todos nuestros grandes escritores han form ado parte de ella. Aquí se encuentra su recuerdo y su presencia, y resulta im posible acercarse por vez prim era a esta antigua e ilustre com pañía sin exam inar retrospectivam ente la propia conducta y sin padecer la propia incom petencia.
Más que ningún otro, señores, pruebo dicho sentim iento, pero no in ten taré exprim irlo.
He pensado que hay algo aún m ás m odesto que hablar m odestam ente de sí m ismo y es no hablar en absoluto.
Iré pues directo al grano de este discurso, que es conversar con la Academia del hom bre respetable al que no presum o de sustitu ir en su seno.
El señor de Cessac había nacido a m ediados del siglo xvin, en 1752; alcanzaba la edad viril en ese solemne m om ento en el que la revolución, que pronto renovaría todas las instituciones políticas de sus contem poráneos, acaba de consum arse en sus ideas.
El cuadro que la sociedad ofrecía en aquel m om ento era singular y nuevo. Otros siglos habían visto ya espíritus poderosos e
1. Discurso de Recepción en la Academia Francesa, pronunciado en la sesión pú blica del 21 de abril de 1842.
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indóm itos sacudirse el yugo de los lugares com unes y de las doctrinas oficiales, y perseguir aisladam ente la verdad. Pero espectáculo símil no había sido ofrecido más que por algunos hom bres o a propósito de algunos de los conocim ientos hum anos.
Lo que singulariza al siglo xviii en la h istoria es que esa curiosidad audaz y reform adora fuera sim ultáneam ente experim entad a por una generación entera, y que se ejerciera al m ism o tiem po sobre el objet^ de la casi totalidad de sus creencias. De tal suerte que, en el m ism o instante, los principios sobre los que hasta entonces se habían basado las ciencias, las artes, la filosofía, la política, alcanzados a la vez por una especie de trastorno universal, fueron todos convulsionados o destruidos, y tan sólo la religión, retirándose hasta el fondo de ciertas almas, pudo allí aguantar con firm eza a la espera de tiem pos mejores.
En el m om ento en que el señor de Cessac entraba en el m undo, la ex traordinaria noción de que cada uno debe buscar la verdad sólo en sí mismo, pues puede ahí descubrirla, se había establecido en el corazón de todas las inteligencias. La lucha había cesado; la nueva filosofía reinaba a sus anchas; la preocupación no era ya som eter a discusión el principio, sino únicam ente descubrir sus consecuencias.
El señor de Cessac se introdujo profundam ente en este espíritu de su tiem po.
La naturaleza, empero, no le había preparado para convertirse en un innovador. Pero era entonces joven, y había en las hechuras del siglo algo de juvenil que no podía dejar de suscitarle vivas simpatías.
La sociedad era antigua por su duración, aún más vieja por sus costum bres. Poseía casi todas las ventajas y aireaba la m ayoría de los vicios y defectos que el tiem po da a las naciones. Pero en ese cuerpo viejo se m anifestaba un espíritu joven. Aun cuando la m onarquía francesa contase ya con más de mil años de existencia, los franceses creían en trar en la vida social por prim era vez. Para ellos, la hum anidad acababa de adoptar una faz nueva, o mejor, una nueva hum anidad se ofrecía ante sus ojos. Se sentían al inicio de una larga carrera que no tem ían realizar, y hacia la que avanzaban con paso ágil y vivo, haciendo gala, en sus palabras y en su compostura, de esa presuntuosa confianza en sus fuerzas y de ese orgulloso olvido de uno m ismo que son los a tributos de la juventud.
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Por lo demás, eso no ha sido propio únicam ente de Francia. Francia dio al respecto el m ayor ejemplo, m as no el único; no hay sociedad tan vieja que, en proxim idad de una gran transform ación social, no retornara a la juventud. Esa orgullosa creencia de que por fín se acaba de hallar el verdadero absoluto, esas bellas ilusiones sobre la naturaleza hum ana, esa confianza casi ilim itada en sí, ese im pulso generoso hacia el ideal, esas inm ensas y quim éricas esperanzas han precedido y producido todas las revoluciones que han cam biado la faz de la tierra. Y es que, por m ucho que se diga, no es gracias a los sentimientos mediocres y a las ideas vulgares como las grandes cosas se han llevado a cabo jam ás.
Y, a esta prim era época, siempre siguió o tra en la que los hom bres, en violenta vuelta atrás, luego de haberse elevado por encima de su nivel natural, re to rnaban m íseram ente en sí m ismos, p areciendo avergonzarse a la vez del m al y del bien com etidos; un afem inado desánim o sucedía a una presunción casi infantil, la abnegación im prudente era reem plazada por un egoísm o aún más im prudente, y los contem poráneos con frecuencia se m ostraban m ás severos con sus propias obras de lo que lo hará la posteridad.
Sería cometer una gran injusticia juzgar una revolución tan sólo por lo que dicen de ella los hom bres que, después de haberla hecho, o vista hacer, le sobreviven.
No hay revolución que no prom eta in fin itam ente m ás de cuanto m antenga, y es raro que las m ás necesarias y las más victoriosas no dejen en el alm a de quienes las condujeron, y de las que se beneficiaron, casi tan ta am argura como dicha.
Al no alcanzarse todo lo propuesto parece no haberse logrado el objetivo. Se deviene fácilm ente insensible a los bienes adqu iridos a causa del recuerdo de los que se soñaron, y al com parar el resultado con el esfuerzo tentado se está incluso de reírse de uno mismo.
La generación que ve acabar una gran revolución se halla siempre inquieta, descontenta y triste.
Llegado el m om ento en el que la corrien te de opiniones que nos ha conducido hasta donde estam os acababa de ahondar su lecho y se volvía irresistib le, el señor de Cessac, como ya he dicho, no in ten tó luchar contra su curso: lo siguió. Cooperó con ardo r y con éxito en la com posición de la Enciclopedia. Participó en esta
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vasta colección con artículos excelentes, todos relacionados con la condición militar, que era su profesión.
No obstante, el Antiguo Régimen continuaba debilitándose en medio de sus abusivas desigualdades, de sus errores y de sus vicios. Ya, para m uchos espíritus, no se trataba de corregirlo, sino de destruirlo. La nueva filosofía m udaba poco a poco en revolución. Eso siem pre ocurre, y siem pre sorprende. Aunque no haya nada más claram ente establecido en la legislación de Dios sobre las sociedades hum anas que la relación de necesidad que une los grandes movimientos intelectuales a los grandes movimientos políticos, los jefes de las naciones parecen percibirlo únicam ente cuando se les pone ante sus ojos. Como los casos en los que esta ley general se m anifiesta no se reproducen sino de cuándo en cuándo, los p rín cipes y los hom bres de Estado olvidan de buen grado su existencia; al cabo de cierto tiempo se persuaden de que nunca fue promulgada o, al menos, de que ha caído en desuso; y cuando Dios al fin se la aplica, se m uestran casi siem pre tan sorprendidos como si jam ás hubiesen hecho uso de ella sus predecesores.
En tan to se consideren las cosas hum anas únicam ente de m anera abstracta, y se discuta sólo en general acerca de las nociones del bien y del mal, de lo verdadero y lo falso, de lo justo y lo injusto, no ven en ello más que entretenim ientos de ociosos, placeres de soñadores. No se aperciben de que tales ideas, que les parecen tan separadas de los actos, son al cuerpo social lo que el propio principio vital es al cuerpo hum ano: esa fuerza central que no se puede definir, que no se consigue ver, pero que se descubre en el funcionam iento de los órganos, pues todos se tu rban o descom ponen en cuanto aquélla se altera.
Así pues, habiendo sido alcanzado el principio vital de la an tigua m onarquía, la gran revolución social del 89 comenzó.
Se había sido casi unánim es en el deseo de provocar tal revolución; en su presencia surgieron las divisiones.
El señor de Cessac perm aneció jun to a aquéllos que, luego de haberla preparado, la adoptaron: frente a aquéllos que, habiéndola igualm ente preparado, la com batieron. En 1791 entró en la asam blea legislativa, de la que más tarde fue elegido presidente.
D urante su breve perm anencia en el seno de dicha asam blea, el señor de Cessac a m enudo hizo uso de la palabra. Casi todos sus
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discursos se refieren a la organización del ejército. Todos hacen gala de un espíritu límpido, sencillo y claro. Se advierte que el señor de Cessac estaba entre aquéllos que rindieron grandes servicios a la revolución justo porque su natural no era revolucionario, y porque al mezclar con su ardor su gusto por lo regular y por la organización hicieron triunfar su causa sin ser de los suyos. No se ha de creer, por cierto, que sean siem pre los que más se abandonan a las inclinaciones instintivas de sus partidos quienes les hagan obtener la victoria. Lo contrario se m anifiesta con frecuencia. Casi todos los partidos perecen a causa de la exageración y el abuso del principio mismo que les da su fuerza. Ésa es su enferm edad m ás com ún y la más peligrosa, y el hombre que mejor les sirve suele ser el que aporta al servicio de sus ideas un espíritu que no es el suyo.
Así fue el señor de Cessac, aunque conviviera largo tiem po con las generaciones que habían preparado o proclam ado la república; cabe decir que pertenecía naturalm ente a esa raza de hom bres destinados por la Providencia a dar fuerza y honor a las m onarquías absolutas; raza secundaria, pero todavía grande.
Los soberanos absolutos, en efecto, hallan ante sí dos tipos de servidores a los que en absoluto se ha de confundir; los unos, ejecutores incapaces o corruptos de los deseos del amo, arriesgan o deshonran su autoridad. A menudo son de su gusto, pero les perjudican siempre. Los otros hacen ver hasta en la más extrema obediencia un vigor intelectual y una grandeza m oral que es m enester reconocer. Sin querer más que los prim eros discernir qué pueda haber de injusto o de peligroso en la empresa que se les encomienda, no se ocupan más que de llevarla hasta el final con lealtad y honor. La acción de su conciencia se encierra de alguna m anera en este pequeño espacio, en donde se vuelve a veces más enérgica y más viva. A fin de cooperar más eficazmente en la ejecución de esos designios en los que han entrado sin haberlos discutido ni concebido, parecen desertar de sí mismos y transferirse por entero al punto de vista de quien los dirige. Se diría que no poseen las luces de una elevada inteligencia más que para penetrar m ejor en la m ente de otro, y que no gozan de su propio talento más que cuando le sirven.
No se ve que descuiden las partes oscuras del gobierno para ocuparse sólo de las brillantes; idéntico em peño ponen en las acciones pequeñas que en las grandes, o mejor, pasan por alto que
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pueda haber acciones pequeñas en sus vidas, pues la sola cosa grande p ara ellos es su deber respecto de aquél que les hace actuar.
Al no ser sino los ejecutores de planes de los que no se creen con derecho a cambiar, su orden es siem pre inflexible, a m enudo severo, llegando así en ocasiones incluso a ser despiadados por una especie de virtud; empero, no son insensibles a los males que causan. Mas gustan im aginarse que la grandeza del Estado term ina siem pre por resultar de la grandeza del príncipe; se complacen pensando que la felicidad de sus súbditos depende del ejercicio incontestado de su pleno poder, y cifran su patriotism o en m antener el país en el orden y en la obediencia en la que ellos m ismos se hallan.
El señor de Cessac era un vástago de esa familia. Le pertenecía por su espíritu, sus inclinaciones, sus cualidades y sus defectos; la naturaleza le había asignado claram ente su papel. Le faltó sólo el escenario, m as el Im perio se lo proporcionó.
La revolución, siguiendo su propio curso, había acabado destruyéndolo todo. Mas aún no había creado nada. El desorden y la debilidad se repartían por doquier. Nadie sabía ya ni m andar ni obedecer, y se creía llegado el instante de asistir a los últim os suspiros del cuerpo social.
Napoleón hizo su aparición en este mom ento supremo. Recoge a la carrera y pone en sus manos todos los fragmentos dispersos del poder, constituye una adm inistración, da form a a una justicia, organiza en base a un único y mismo plan la legislación civil tanto como la legislación política; en una palabra, desde debajo de las ruinas producidas por la revolución, saca una sociedad nueva, mejor ligada y más fuerte que antigua sociedad destruida, y la pone de pronto ante la m irada de Francia, que no se reconocía ya a sí misma.
El m undo estalló en gritos de adm iración frente a tal vista, y cabe excusar que a quien ofrecía espectáculos sem ejantes a los hom bres se le considerase de alguna m anera m ás que un hom bre.
La cosa, en efecto, era adm irable y extraordinaria, si bien no era tan m aravillosa como se la im aginaban quienes eran sus testigos. Se había encontrado, para cumplirla, con oportunidades tan singulares, bien que al mismo tiempo tan ocultas, que quizá el principal esfuerzo de Napoleón haya consistido en descubrirlas.
Varias de esas oportun idades han sido m ostradas y son bien conocidas.
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No hablaré por tan to de la destrucción com pleta de todas las leyes antiguas, que parecía hacer necesarias y legítim as todas las nuevas; de la laxitud de los ánim os, agotados por tan prolongada y fatigosa tem pestad; de la pasión de las conquistas, que había sucedido a la de la libertad, y que antes o después debía hacer caer el cetro en m anos de un soldado; de la necesidad, por últim o, experim entada por todos aquéllos a los que la revolución había m ejorado la suerte, de procurarse una organización social cualquiera que les perm itiera poner a cubierto los frutos de la victoria y gozar de ellos. Todas esas causas eran accidentales y pasajeras; las hay m ás profundas y más duraderas.
El siglo XVIII y la revolución, al mismo tiem po que introducían de m anera llam ativa en el m undo nuevos elem entos de libertad , hab ían depositado, com o en secreto , en el seno de la nueva sociedad, c iertos gérm enes peligrosos de los que el poder abso lu to podía salir.
La nueva filosofía, al som eter únicam ente al tribunal de la ra zón individual todas las creencias, había vuelto a las inteligencias más independientes, más orgullosas, más activas, pero tam bién las había aislado. Los ciudadanos com probarían pronto que en lo sucesivo se requerirían sum os arte y esfuerzos p ara reunirse en to rno a ideas com unes, y que era de tem er que, al final, el poder llegase a dom inarlos a todos, no porque tuviese en su favor a la opinión pública, sino porque la opinión pública no existía.
No era sólo el aislam iento de los espíritus lo que habría de te merse, sino sus incertidum bres y su indiferencia; al buscar cada uno a su m anera la verdad, m uchos acabarían llegando a la duda, y con la duda penetraba naturalm ente en las alm as la pasión por los goces m ateriales, esa pasión tan funesta p ara la libertad y tan cara a quienes desean sustraérsela a los hom bres.
Personas que se consideraban y a las que se reconocía, a todas por igual, aptas para buscar y hallar la verdad por sí m ism as, no podían perm anecer por m ucho tiem po adscritas a condiciones desiguales. La revolución francesa, en efecto, había destru ido cuanto aún quedaba de las castas y de las clases; había abolido toda especie de privilegios, disuelto las asociaciones particulares, dividido los bienes, esparcido los conocim ientos y com puesto la nación de ciudadanos similares en patrim onio y cultura como nunca antes se
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había visto en el m undo. Esa gran sim ilitud de intereses y de hom bres se oponía a que, en lo sucesivo, la entera sociedad fuese gobernada en exclusivo beneficio de algunos individuos. Nos garantizaba así para siem pre contra la peor de todas las tiranías, la de una clase; mas, al mismo tiempo, habría de volver nuestra libertad más difícil.
En los pueblos libres no se gobierna sino por medio de los partidos; o mejor, eligobierno es un partido que tiene el poder. En ellos, pues, el gobierno es tan to más poderoso, perseverante, previsor y fuerte, cuanto más com pactos y perm anentes son los partidos que el pueblo alberga en su seno.
Ahora bien, partidos semejantes sólo se form an y se mantienen con facilidad en los países donde, entre los intereses de los ciudadanos, se dan disonancias y oposiciones lo bastante visibles y perdurables como para que los espíritus se encuentren alineados por sí m ismos en opiniones contrarias.
Cuando los ciudadanos son más o menos parejos, es difícil reunir a un gran número de ellos en una misma política, y mantenerlos.
Las necesidades del momento, la fantasía de los espíritus, unos intereses particulares nim ios pueden crear entre ellos en cada instan te pequeñas facciones efím eras, cuya caprichosa y estéril m ovilidad acaba por asquear a los hom bres respecto de su propia in dependencia, corriendo la libertad el peligro de perecer no porque un partido abuse tiránicam ente del gobierno, sino porque no hay partido alguno en condición de gobernar.
Una vez destru ida la antigua jerarquía social, cada francés se supo más ilustrado, más independiente, más difícil de gobernar med iante coacción; pero, de otro lado, no había ya entre ellos vínculos naturales y necesarios. Cada uno concebía un sentim iento más vivo y orgulloso de su libertad: m as le era más difícil unirse a los demás para defenderla; no dependía de nadie: pero no podía ya conta r con nadie. El m ismo movimiento social que había roto sus barreras había aislado sus intereses, y se le podía llevar aparte para constreñirlo o corrom perlo por separado.
Habiéndose repartido los patrim onios y expandido el bienestar, todo el m undo podía ocuparse de política e in teresarse en sus debates, lo que hacía m ás difícil la fundación de un poder absoluto; pero por o tra parte, nadie podía entregarse por entero a la
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cosa pública. Las fortunas eran pequeñas y móviles; la preocupación por acrecentarlas o garantizarlas debía en lo sucesivo atraer el p rim er y con frecuencia el mayor esfuerzo de los ánimos; y si bien to dos tenían el gusto, y hasta cierto punto el tiempo, de ocuparse del gobierno, nadie podía considerar el gobierno como el único de sus asuntos. Un poder único, sabio, hábil y fuerte podía jactarse de que, a la larga, engatusaría las voluntades de una m ultitud tan inexperta o distraída, y que la desviaría paulatinamente de las pasiones públicas para absorberla en los atractivos cuidados de sus asuntos privados.
Diversas opiniones nuevas, que surgían de la m isma fuente, tendían a favorecer el éxito de una tal em presa.
En el m om ento en que se difundía en Francia la idea de que cada hom bre tenía derecho a tom ar parte del gobierno y a discutir sus actos, en ese preciso m om ento cada uno de nosotros se h acía de los derechos de tal gobierno una noción m ucho más extensa y m ás elevada.
Al no considerarse ya el poder de dirigir a la nación y de adm inistrarla como un privilegio adscrito a ciertos hom bres o a determ inadas familias, y pareciendo el producto y el agente de la voluntad de todos, se reconocía de buen grado que no debía tener más lím ites que los que se im ponía a sí mismo; le correspondía a él regular a su arbitrio el Estado y a cada hom bre. Luego de la destrucción de las clases, de las corporaciones y de las castas, aparecía como el necesario y natural heredero de todos los poderes secundarios. No había nada tan grande adonde no pudiese llegar, nada tan pequeño que no pudiese tocar. La idea de la centralización y la de la soberanía del pueblo habían nacido el m ism o día.
Semejantes ideas habían nacido de la libertad; podían em pero conducir fácilm ente a la servidumbre.
Los poderes ilim itados que con razón le habían sido refutados al príncipe cuando no representaba más que a sí m ismo o a sus ancestros, cabía ser llevado a concedérselos cuando representaba la soberanía nacional; y es así como Napoleón pudo finalmente decir, sin ofender demasiado el sentido público, que tenía el derecho de m andar en todo por ser el único en hablar en nom bre del pueblo.
Entonces comenzó entre nuestras ideas y nuestras costum bres esta extraña lucha, que aún perdura, y que en nuestros días incluso se vuelve más viva y más obstinada.
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M ientras cada ciudadano, orgulloso de su cultura, ufano de su razón em ancipada, independiente de sus símiles, parecía cada vez m ás ir por su lado, y al no considerar en el universo m ás que a sí mismo se esforzaba de continuo por hacer prevalecer su interés particular sobre el general, se veía asom ar y expandirse por todas partes una m ultitud de sectas diversas que, todas, contestaban a los particulares el uso de m uchos de los derechos que les habían sido reconocidos desde el origen de las sociedades. Unas querían destru ir la propiedad, otras abolir la herencia o disolver la familia. Todas tend ían a som eter de m anera incesante el uso de todas las facultades individuales a la dirección del poder social, y a hacer de cada ciudadano m enos que un hom bre.
Y no son pocos los genios que, rem ontando con denuedo la corriente de las ideas contemporáneas, accedían finalmente a tan singulares novedades. Éstas se hallaban tan a m ano del público que los espíritus m ás vulgares y las inteligencias m enos sólidas no dejaban de topárselas en su m om ento y de apoderarse de ellas.
¡Qué extravagancia ésa! M ientras cada particular exageraba su valor y su independencia y tendía hacia el individualism o, el espíritu público se dirigía cada vez más, de una m anera general y abstracta, hacia una suerte de panteísm o político que, privando al individuo incluso de su existencia propia, am enazaba en sum a de confundirlo por entero en la vida com ún del cuerpo social.
Esos instintos diversos, esas ideas contrarias, que el siglo xviii y la revolución francesa nos habían sugerido, conform aban todavía una masa confusa e impenetrable cuando Napoleón entró en escena; mas su poderosa inteligencia no tardó en separarlos. Vio que sus contem poráneos estaban m ás inclinados a la obediencia de cuanto ellos mismos creían, y que en absoluto se trataba de una empresa insensata el querer fundar entre ellos un nuevo trono y una d inastía nueva.
Del siglo XVIII y de la revolución, como de una fuente común, habían nacido dos ríos: el primero conducía a los hombres a las instituciones libres, m ientras el segundo les llevaba al poder absoluto. La resolución. Napoleón pronto la tomó. Desvió aquél y se em barcó en éste con su fortuna. Arrastrados por él, los franceses no tardaron en encontrarse más lejos de la libertad de lo que nunca antes lo estuvieran en su historia.
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Bien que el imperio haya realizado cosas sorprendentes, no puede decirse que poseyera en sí m ism o las verdaderas fuentes de la grandeza. Debió su au ra más a los accidentes que a sí mismo.
La revolución puso a la nación en pie, él la hizo marchar. Aquélla había reunido fuerzas inm ensas y nuevas, éste las organizó y usó. Éste hizo prodigios, pero era época de prodigios. Por lo demás, aquél que fundó este imperio, y que lo sostenía, era él mismo el más extraordinario fenóm eno que hubiera aparecido en el m undo en m uchos siglos. E ra tan grande como pueda serlo un hom bre sin la virtud^.
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2. En sus notas preparatorias Tocqueville había llevado a cabo un amplio retrato de Napoleón. Helo aquí:De natural dulce, no cruel, pero despiadado; atropellaba a cuantos le opusieran re sistencia sin pena ni alegría.Tan fecundo a la vez, y tan cam biante que no podía dejar durar su propia obra, y que cuando se vio sin nuevo im perio que fundar o destru ir se dedicó a m odificar y re com poner sin descanso los que él mismo había fundado o creado.Espíritu capaz de todo, salvo de ponerse un límite, un punto fijo. Espíritu inmoderado. Amante de la pompa, del aparato tanto como del poder Que jamás fijó límites a su fortuna y que pareció adoptar por regla seguirla en tanto no diera signos de flaqueza. Que se alzaba casi más allá de la hum anidad en algunos aspectos, quedando bastante m ás acá de sus límites de ordinario.Por encima de los grandes hombres en cuanto a su genio, por debajo en cuanto al corazón de m uchos hom bres ordinarios.A quien todo le había sido dado excepto el poder de seguir y aun de com prender la virtud. Inteligencia lim itada la suya desde este punto de vista.El hom bre de m undo que m ejor sabía calcular las cosas. E spíritu desproporcionado en su grandeza.Un segundo folio titulado «Retrato de Napoleón» completaba el anterior cuadro:Elevado por sus conquistas por encima de los Reyes, gustando rodearse de los oropeles de la Realeza.Concibiendo m ejor lo grande que lo bello y prefiriendo de buen grado lo gigantesco a lo grande.Inteligencia prodigiosa al servicio de un alm a ordinaria.Violento y astuto. Mezcla sim ultánea de arrebato y cálculo. Sabiendo incluso cómo hacer para que sus arrebatos sirvieran para alcanzar los objetivos a los que tendía con sus cálculos.Alcanzó el punto m ás alto al que el genio sin virtud pueda im pulsar al hombre. Empleando en la ejecución de sus designios las más admirables creaciones del genio, sin desdeñar el uso de las m ás m iserables astucias.
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La singularidad de su genio justificaba y legitim aba de alguna m anera ante los ojos de sus contem poráneos su extrem a dependencia; el héroe ocultaba al déspota; y cabía creer que, al obedecerle, uno se som etía menos a su poder que a él mismo. Mas después de que Napoleón hubiera dejado de ilum inar y de vivificar el mundo nuevo que había creado, no habría quedado de él sino su despotismo, el más perfeccionado despotismo jamás caído sobre la nación menos preparada a conservar su dignidad en la servidumbre.
El emperador había ejecutado sin esfuerzo una empresa inaudita; había reconstruido la totalidad del edifìcio social de una vez y sobre un único plano, a fin de dar fácil cabida en él al poder absoluto.
Los legisladores que form aron las sociedades nacientes no estaban tan civilizados como para concebir la idea de una obra símil, y los que eran llegados a las sociedades ya envejecidas no habían podido ejecutarla: entre los escom bros de las antiguas instituciones se habían encontrado con obstáculos insuperables. Napoleón poseía la cultura del siglo xix y tenía que ac tuar sobre una nación casi tan desprovista de leyes, de tradiciones y de costum bres fijas como si hubiera acabado de nacer. Ello le permitió construir el despotism o de m anera más racional y sabia de lo que se había osado em prender antes de él. Tras prom ulgar con un m ismo espíritu todas las leyes destinadas a regular las innum erables relaciones de los ciudadanos entre sí y con el Estado, pudo crear a la vez todos los poderes encargados de ejecutar dichas leyes, y de subord inarlos de form a tal que com pusieran, todos juntos, una vasta y sim ple m áquina de gobierno, con un único m otor: él.
Nada sem ejante había aparecido todavía en ningún pueblo.
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Tan im paciente que ni podía dejar subsistir por m ucho tiem po sus propias obras. Ambos a una el mayor hombre y el mayor charlatán de su tiempo. El espíritu más flexible y, por usar un térm ino científico, más contráctil habido jam ás.Capaz de extenderse hasta contener los más vastos designios y de contraerse hasta el punto de abarcar en los menores detalles los asuntos más nimios.Capaz de m antener la atención fíja de m anera interm inable sobre un mismo objeto y de, acto seguido, trasladarla sin confusión sobre una m ultitud de objetos. Amando el renom bre más que la gloria. Y más que el renom bre, el éxito.Amando el poder sin desdeñar sus apariencias.De estilo a m enudo ampuloso, a menudo sublime.Se elevaba hasta los más altos designios y descendía hasta las más mezquinas astucias.
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En los países sin instituciones libres, los particulares han te rm inado sustrayendo al gobierno una parte de su independencia, m erced a la diversidad de las leyes y a la discordancia de los poderes. Pero aquí, la tem ible unidad del sistem a y la potente lógica que vinculaba todas las partes entre sí no dejaban resquicio alguno para la libertad.
El espíritu hum ano no hubiera tardado en resp irar dificultosamente con un abrazo símil. La vida muy pronto se habría retirado de todo cuanto no fuera el poder; y cuando se hubiese visto a ese poder inmenso reducido a su vez a no usar su excesiva fuerza más que para realizar las ideas mezquinas y satisfacer los deseos sin fuste de un déspota ordinario, no hubiera tardado en percibirse que la grandeza y el sorprendente poder del Im perio no provenían de él.
En las sociedades crédulas o mal ilustradas, el poder absoluto oprim e con frecuencia las alm as, pero no las degrada, pues se le adm ite como un hecho legítimo. Se sufren sus rigores sin verlo, se le soporta sin notarlo. No podría ser igual en nuestros días. El siglo xviii y la revolución francesa no nos prepararon para sufrir con m oralidad y con honor el despotismo. Los hom bres se habían vuelto dem asiado independientes, dem asiado irrespetuosos, dem asiado escépticos para creer con sinceridad en los derechos del poder absoluto. No habrían visto en él más que un recurso deshonesto contra la anarquía, frente a la cual carecían de valor para defenderse por sí mismos; un apoyo vergonzoso acordado a los vicios y a las debilidades de la época. Lo habrían juzgado a un tiem po necesario e ilegítimo, y plegándose a sus leyes se habrían despreciado a sí m ismos despreciándolo.
El gobierno absoluto, por lo demás, habría sido dotado de una eficacia especial y m aléfica al objeto de nu trir y desarrollar todos los malos instintos que cabía encontrar en la nueva sociedad; se habría apoyado en ellos y los habría acrecentado sin medida.
La difusión de las luces y la división de los bienes habían vuelto a cada uno de nosotros independiente y aislado de todos los demás. En lo sucesivo, para un ir m om entáneam ente nuestros espír itu s y a ce rca r de cu ánd o en cu ánd o n u e s tra s vo lun tad es, únicam ente nos quedaba el interés por los asuntos públicos. El poder absoluto nos habría privado de esta ocasión única de pensar juntos y de ac tuar en común; habría acabado por enclaustrarnos
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en este individualismo estrecho en el que ya nos sumimos nosotros por nuestra prop ia cuenta.
Por otro lado, ¿quién puede prever qué habría sido del espíritu hum ano si, al tiem po que se dejaba de procurarle la contem plación de la conquista del m undo, no se hubiese reem plazado tan gran espectáculo por el de la libertad; y si, tornando al silencio y a la mediocridad de su condición luego de tanto ajetreo y tanto fulgor, cada uno sé*hubiese reducido a no pensar más que en los m ejores m edios para la sabia conducción de sus asuntos privados?
Creo firm em ente que dependa de nuestros contem poráneos su grandeza tan to como su prosperidad; mas la condición es perm anecer libres. Pues únicam ente la libertad está en grado de sugerirnos esas poderosas em ociones com unes que llevan y sostienen a las almas por encim a de ellas mismas; sólo ella puede esparcir la variedad en medio de la uniform idad de nuestras condiciones y de la m onotonía de nuestras costumbres; sólo ella puede distraer nuestros espíritus de los pensam ientos mezquinos y realzar el objeto de nuestros deseos.
Y si la sociedad nueva encuentra las labores de la libertad dem asiado fatigosas o dem asiado arriesgadas, que se resigne, y que le baste con ser m ás rica que su predecesora perm aneciendo m enos elevada.
Es en medio de la poderosa organización política creada por el Imperio donde el señor de Cessac ocupó naturalm ente su lugar. Fue sucesivam ente d irector de la Escuela politécnica, consejero de Estado y, por último, m inistro de la adm inistración de la guerra en un tiem po en el que la guerra parecía ser a la vez el medio y el fin del gobierno. En esos diferentes periodos el señor de Cessac se m ostró constantem ente el m ismo hom bre; fue el ejecutor inteligente, inflexible y probo de los grandes designios de Napoleón. Y cuando Napoleón fue derrocado, el señor de Cessac hizo algo aún más raro, quizá, y m ás difícil que dejar pobre el poder: lo dejó con r iquezas de las que todo el m undo conocía y honraba la fuente, pues todas se debían a la m agnífica estim a del emperador.
Con la Restauración, al señor de Cessac le llegó el retiro, del que puede decirse que apenas salió después.
Se com portó en la vida privada con el m ismo espíritu de que hizo gala en la vida pública. H abía hecho cosas de consideración
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con sencillez. Hizo otras poco im portantes, mas con dignidad. La idea del deber, presente por doquier, todo lo engrandecía.
Un espíritu naturalm ente tan regular, tan m oderado y contenido, nunca anduvo dem asiado lejos de las creencias religiosas. El retiro term inó por llevarle a la fe.
Cuando, retirado de los asuntos públicos, pudo echar una m irada tranquila y penetrante al cuadro de su vida, que era tam bién el de su tiem po, y consideró lo que habían producido esos acontecim ientos m em orables y esos raros genios que le habían parecido trastocar el m undo, la grandeza de Dios y nuestra pequeñez debieron brillar de alguna m anera ante sus ojos.
Vió una inm ensa revolución em prendida a favor de la libertad y que condujo al despotismo; un im perio que había parecido alcanzar la m onarquía universal, con la capital destruida a manos de extranjeros; un hom bre al que había creído más grande que la h u manidad, hallar en sí mismo su propia causa de ruina y precipitarse del trono justo cuando no había nadie lo bastante fuerte como para arrancarlo de él. Al recordar tantas esperanzas decepcionadas, tan tos proyectos vanos, tan tas virtudes y crím enes inútiles, la debilidad y la imbecilidad de los más grandes hom bres que hacían unas veces más, otras menos, siem pre o tra cosa de lo que pretendían, comprendió por fín que la Providencia nos tiene a todos en su mano, sea cual sea nuestra talla, y que Napoleón, ante quien su voluntad se había plegado y como aniquilado, no había sido él m ismo sino un gran instrum ento elegido por Dios en medio del pequeño utillaje del que se sirve p ara derribar o constru ir las sociedades hum anas.
El señor de Cessac tenía una inteligencia demasiado firme y dem asiado consecuente para que una creencia pudiese detenerse de alguna m anera en su espíritu sin pasar a sus actos. Para él lo difícil era creer, no m anifestar su fe. Se convirtió, pues, en un cristiano tan ferviente como sincero era: sirvió a Dios como había servido al emperador.
En ese reposo lleno de dignidad y esperanza la m uerte lo alcanzó al fin. Había llegado por entonces a los últim os lím ites susceptibles de ser alcanzados por la vida hum ana: rozaba los noventa y un años de edad.
Aun cuando la gran revolución que agitó a sus contemporáneos comenzó antes de su nacim iento, y viviese él m ismo casi un siglo.
DISCURSO DE INGRESO EN LA ACADEMIA FRANCESA
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m urió antes de estar en condición de conocer en qué se convertirían las generaciones form adas por aquélla. Pudo ver cómo nuevas semillas de libertad y de servidumbre acababan de ser plantadas en el m undo. Ahora bien, ¿cuáles debían desarrollarse, cuáles serían sofocados sin reproducirse? Los hom bres acababan de adquirir un gusto más vivo por su independencia, ¿pero tendrían el valor y la inteligencia necesarios p ara regularla y defenderla? ¿Perm anecerían lo bastante ^honestos como para perm anecer libres?
El señor de Cessac no lo supo, nadie lo sabe; porque Dios aún no ha dado a los hom bres la solución de tan terrible problem a.
Sin em bargo, hay prisa; se quiere juzgar ya, para bien o para mal, a esa gran época de la que aún no conocem os todos sus p ro ductos. Somos nosotros, señores, nosotros m ism os quienes h abremos de añadir al siglo xviii y a la revolución ese último rasgo sin el que su fisonom ía perm anece incierta. Según lo que seamos, nos habrem os de m ostrar más o m enos favorables, o contrarios, respecto de aquéllos cuya obra somos. Por tanto, en nuestras m anos está no sólo nuestro propio honor, sino tam bién el de nuestros padres. Sólo nuestra grandeza term inará por hacerles grandes a los ojos de la historia. Respondieron de nosotros ante el futuro; y de nuestros vicios o de nuestras virtudes depende el lugar que deben finalm ente ocupar en el espíritu de los hom bres.
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
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VI. CARTAS SOBRE LA SITUACIÓN INTERIOR DE FRANCIA'
1 . EL MAL FRANCÉS^
Si el estado de la nación y el de los espíritus únicamente se considerasen de manera superficial, parece que el desánimo sería excusable.
La mayoría de los hombres políticos que nos dirigen desde hace diez años han cambiado tantas veces de principios y de partido, que es ya lícito creer que no tienen principios y que son incapaces o indignos de tener un partido. El pueblo, testigo de sus estériles debates, cae en una cada vez m ayor indiferencia; se diría que los derechos que más caro le costaron han dejado de parecerles preciosos; que contem pla sin inquietud la violación o elusión de las leyes que más dificultad tuvo en conquistar, y que deja escapar de su memoria todo lo que hicieron sus padres y lo que él mismo hizo en pro de la libertad. La gran causa liberal que triunfó por un momento en 1789 parece nuevam ente com prom etida. No sólo no se hacen más p rogresos, sino que es fácil constatar que se está en plena decadencia y que la opinión pública se m uestra hoy dispuesta a soportar lo que jam ás hubiera soportado hace doce años. El mal, ¿es tan grande como parece? De estudiarlo con detenim iento, ¿sería imposible hallar un remedio? Son ésas cuestiones que deben plantearse todos los amigos sinceros de la libertad. Sería patriótico abordarlas justo cuando se tiene la sensación de ser incapaz de resolverlas.
1. Este conjunto de seis cartas, de las que nosotros hemos om itido la últim a, fueron publicadas de form a anónim a entre el 1 y el 14 de enero de 1843 en Le Siècle, a cuyo redactor jefe estaban dedicadas.2, En la edición de las obras de Tocqueville esa prim era carta, a diferencia de las demás, aparece sin título. El que lleva es, pues, nuestro y atiende al contenido de la misma.
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Que los hom bres políticos, ante el vistoso abandono que m uchos de ellos han hecho de los principios de libertad por cuya virtud se encum braron, hayan contribuido a sum ir a la nación en el desánim o y a inspirarle esa escéptica paciencia de que hace gala en presencia de los ataques diarios a su independencia, resu lta evidente. Lo dudoso, en cam bio, es que sea ésa sólo la causa única, o aun la principal, del mal que nos atorm enta.
Es m enester'haber leído muy poca historia de los pueblos libres p ara no saber que la virtud política apenas se encuentra en quienes los conducen, y que la am bición de los mismos, su versatilidad y su egoísmo casi nunca tuvieron más lím ite que el im puesto por la opinión. Tienen por lo general la honestidad que las costum bres públicas les constriñen rigurosam ente a tener. No son sino lo que la nación les obliga a ser, y es a ella sobre todo a quien ha de responsabilizarse de sus debilidades y de sus vicios.
Si dem ostráram os un deseo m ás vivo y firme por la libertad, b ien que los hom bres políticos nos ayudarían a satisfacerlo. Pero creen no tener que ocuparse m ás que de ellos dado que parecemos olvidarnos de nosotros mismos. Se m uestran egoístas y cam bian porque nos juzgan pusilánim es y fríos. Ése es el mal. ¿Dónde está su causa?
¿Se ha vuelto en verdad la nación indiferente hacia lo que tan a m enudo y tan vivamente la ha apasionado desde hace cincuenta años? ¿Es cierto que nuestro espíritu y nuestras costum bres rechazan el desenvolvim iento de las instituciones constitucionales? ¿Es suficiente a los franceses con haber destru ido los privilegios, liberado el suelo y la industria de sus trabas, nivelado las condiciones? Satisfechos con esas grandes conquistas de la Revolución, ¿descuidarán en lo sucesivo los derechos políticos a los que esa mism a Revolución dio origen? Contentos con ser iguales, ¿no querrán ya perm anecer libres? Sé que m uchas personas com ienzan a esperarlo sin atreverse todavía a creerlo; se lo creía ya sin atreverse aún a decirlo. Por lo que a m í concierne, ni lo tem o ni lo creo.
Veo con claridad que, respecto del pasado, los ciudadanos m uestran m enos ardo r por las libertades públicas y m enos confianza en ellas. Los asuntos del país ocupan m enor espacio en sus m entes y ya no atribuyen el m ismo valor al ejercicio de sus derechos; mas, de otro lado, me apercibo de que estos mismos hombres
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
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a los que tan poco parece inquietar la conquista o aun la conservación para la nación de las garan tías de su independencia, no se han vuelto más fácilm ente m anejables por el poder: cada uno soporta con im paciencia la m ás pequeña m olestia a rb itra ria que se le impone, y aun cuando a m enudo olviden a qué precio y de qué modo pueden garantizar su libertad, hacen ver todos los días, en cada nim io hecho particular, lo mal que soportarían a un amo.
Gracias a Dios, por otro lado, no sólo estam os vinculados a nuestra constitución liberal por principio; la sostenemos ya por un lazo menos respetable, pero más sólido: la costumbre. Hace más de cincuenta años que se habla en Francia de libertad, y m ás de treinta que se la usa. Todos los hom bres que hoy están en el vigor de la edad han nacido o vivido desde su juventud en la atm ósfera de las instituciones libres. Todos se han ocupado, de algún modo, de los asuntos públicos. Pronto no habrá viejos que no hayan vivido más régim en que el constitucional. Las ideas y sentim ientos que éste hace nacer se han ido entrem ezclando con todas las ideas y todos los sentim ientos cuyo conjunto conform a las costum bres. La vida social se ha im pregnado, por así decir, de todo ello lo m ism o que la existencia política. Si no se presenta ya a todos los espíritus como la m ejor form a de gobierno, les aparecerá al m enos como la ún ica conocida y la única posible, y quien lo denigra y lo condena en la teoría, no sabría ya vivir sin él.
El espíritu que hizo cuanto hubo de grande y eficaz en las revoluciones de 1789 y 1830, por tanto, no está m uerto; pero vive en una languidez peligrosa: una pasión que ha adquirido el dom inio sobre todas las demás lo postra y comprime. Esa pasión dom inante es el miedo a las revoluciones. Los franceses am an su independencia más que en ninguna o tra época de su historia, pero tem en, al entregarse a los libres movimientos que aquélla les sugiere, renovar la incertidum bre.
Ese tem or tan vivo que nos atorm enta proviene de dos causas: del recuerdo reciente y todavía vivido de todas las revoluciones que se han sucedido entre nosotros; de la m ism a prosperidad que el resultado final de tales revoluciones ha originado.
La sacudida social que echó por tierra al antiguo régimen e hizo surgir lo nuevo fue tan violenta, tan general, tan larga, tan desastrosa para las generaciones que la padecieron, que es natu ra l que
CARTAS SOBRE LA SITUACIÓN INTERIOR DE FRANCIA
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incluso quienes m ayores beneficios obtuvieron de sus consecuencias se espanten ante su recuerdo y se im aginen voluntariam ente que la tierra tiem ble en cuanto la muevan. Desde que nos rige una constitución liberal, los progresos del acom odo han sido p rodigiosos; el bienestar, saliendo de las clases privilegiadas, se ha d ifundido por doquier en la nación; cada uno ha podido buscarlo y alcanzarlo. Que la sola idea de com prom eter bienes adquiridos tan recientem ente yt a tan alto precio produzca turbam iento , se com prende sin dificultad. Los propios beneficios de la libertad la hacen temer.
Lejos de tra ta r de calm ar cuanto de exagerado y sobre todo de pueril hay en tem ores sem ejantes, el gobierno, por medio de sus am igos y sus agentes, se em peña en exacerbarlo más. No ofrece a la nación sino im ágenes oscuras; no la entretiene sino con los peligros que la am enazan; la agobia de continuo con los tristes re cuerdos de sus infortunios y sus errores. Rodeado de soldados y cañones, finge él m ism o a cada instante hallarse a m erced del terror. Se diría que está todos los días a punto de desesperar del orden social. Oyéndole, lo que nos am enaza cada día no es sólo un cambio de m inisterio, ni siquiera un cambio de dinastía; es mucho peor que eso todavía: es el com pleto derrum be de todas las instituciones hum anas, es la abolición de la propiedad; es la destrucción de la familia; es la división de los bienes y la confusión universal. Nos m uestra a la nación como suspendida sobre ese abismo por un delgado hilo al que el m enor viento de las facciones agita y puede romper. ¿Qué hacer en una situación tan crítica y tan precaria, sino dejar de pensar en el pasado, olvidar el porvenir y quedarse sin rech istar e inmóviles en medio de los goces m ateriales del presente, m ientras el gobierno se tom a la m olestia de pensar por nosotros, ac tuar en nuestro nom bre y salvarnos todos los días de nosotros mismos?
El pavor es un sentim iento del que todos cuantos desean obtener algún favor deben lo prim ero hacer gala. Temblar se ha convertido en la condición p rim era p ara hacerse cam ino en la sociedad. Una pusilanim idad y un to rpor universales se han adueñado de esta nación, tan audaz y viva. Unos tem en, y los otros ñngen temer, y el pueblo todo no ofrece m ás que un único espectáculo: el de la am bición y el de la codicia explotando el miedo.
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Considero, Señor, que sería p restar un gran servicio a la causa liberal poner de manifiesto hasta qué punto esos temores de tras- tocam iento universal y de revolución social están m al fundados.
Si la nación pudiese al fin superar los terrores con los que se la asedia, pronto se la vería entregarse por sí m ism a a los buenos instintos que le son connaturales y sustraerse a las m alas inclinaciones de quienes la dirigen.
Intentaré dem ostrarlo en la próxim a carta.
CARTAS SOBRE LA SITUACIÓN INTERIOR DE FRANCIA
2. LA MAYORÍA NO QUIERE LA REVOLUCIÓN, Y POR QUÉ
Sé que hay algo de tem erario en el querer convencer a nuestros contem poráneos de que una nueva revolución es la posibilidad menos factible del porvenir. Quiero sin em bargo intentarlo, pues su error me parece tan m anifiesto como perjudicial.
Ruego que, ante todo, se tenga en cuenta lo siguiente: las revoluciones no llegan más que si el país las desea, o al menos cuando, tras haber olvidado los males que de ordinario las acom pañan, aquél no las teme y se m uestra dispuesto a dejarlas hacer. Por el contrario , cuando son objeto de terro r para casi todos los ciudadanos, ¿cómo podrían nacer? La nación no percibe que, justo por tener tan to miedo de la revolución, la revolución no es de temer. Menester es confesar que en este mom ento ofrecemos al mundo un espectáculo singular y bastante ridículo: el de una gran nación que se estrem ece cada día porque se le hace am ar lo que detesta y desear lo que rechaza.
Ruego tam bién que se observe lo siguiente: una segunda re volución es siem pre tan to m ás difícil de hacer cuanto la prim era ha sido m ás com pleta en sus resultados. Después de lo que la re volución francesa intentó y consiguió, no es nada fácil hallar algo nuevo. Nosotros no deseam os innovar en el sentido de la desigualdad y del privilegio. Ahora bien, las únicas desigualdades aún existentes son de tal suerte que parecen ser connaturales al hom bre, de tan to com o han sido hasta aquí la base com ún y necesaria sobre la que todas las sociedades se han establecido. Son las que resultan del m atrim onio, de la herencia, de la familia y, en fin, de la propiedad. Ésas son las solas desigualdades que quedan por
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destruir. Para llevar a cabo una nueva revolución no hay que to m ársela con leyes específicas de Francia; se tra ta de atacar las instituciones que rigen a todos los pueblos desde que hay pueblos: no sólo habría que salir de la constitución, sino, por así decir, de la hum anidad.
Haced u na observación más.Una revolución es m ás violenta y perturbadora cuando afecta
a m ás hom bres y patrim onios a la vez, y cuando m ás profunda y universalmente remueve el suelo social. Pero una vez que semejante revolución ha triunfado, la nueva sociedad que ha creado es por m ucho tiempo más difícil de destruir que cualquier otra, porque tal revolución deja siempre tras sí a una inm ensa m ultitud de hombres interesados en preservar su obra.
La Revolución Francesa ejerció una prodigiosa influencia no sólo sobre la suerte del Estado, sino tam bién sobre el destino de cada ciudadano. Eso es lo que h a hecho de ella algo tan terrible. Mas, al mismo tiempo, por eso es tan difícil que se haga otra, pues esa can tidad ingente de individuos y fam ilias cuyas condiciones ha cam biado, y a los que ha em pujado violentam ente, a través de las ru inas de la sociedad, hacia la com odidad, la riqueza y el p o der, está siem pre al quite en defensa de sus resultados frente a o tros innovadores.
Considérese la singular concatenación de las cosas hum anas. El Antiguo Régim en pereció en m edio del m ayor desorden jam ás habido, y bajo el esfuerzo de las pasiones más revolucionarias que hayan nunca agitado el corazón de los hom bres. De ese desorden y de esas pasiones, ¿qué ha surgido? El estado social m ás n a tu ralm ente enem igo de revoluciones que quepa concebir. Es sabido que, de todas las clases, la de los p ropietarios agrícolas es la más m oderada en sus hábitos y la m ás amiga del orden y la estabilidad. Ahora bien, el resultado final de la Revolución ha sido el de hacer entrar a casi toda la nación en dicha clase, pues dividió el suelo entre varios m illones de individuos, algo inaudito en la h istoria de los grandes pueblos. Ello ha producido dos resultados bien d istin tos que es m enester considerar en conjunto: nada hay que p roporcione m ás orgullo e independencia que la propiedad territorial y que m ejor disponga a los hom bres a enfrentarse a los caprichos del poder; mas nada hay tam poco a lo que el hom bre se vincule con
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m ayor ardor, y a m enudo con m ayor debilidad, que a la propiedad territo rial, ni que más tem a perder en el fragor de las agitaciones políticas. Una población com puesta de pequeños propietarios agrícolas se m uestra por tan to frondista y oposicionista, pero no cabe im aginar ninguna m enos dispuesta a violar las leyes o a derribar al gobierno.
Y, por o tra parte, ¿por qué habría de desear la nación llevar a cabo una nueva revolución? Todo el m undo reconoce que la in m ensa m ayoría de los franceses ha ganado en b ienestar y en cultu ra desde 1789. Si F rancia no es el país del m undo con m ayores riquezas, sí puede afirm arse que sea el lugar de la tie rra en el que se ve m enos miseria. Cabría indicar que la nación carece de grandeza, ¿mas quién se atrevería a decir que tam bién de felicidad? ¿Por qué habría de renunciar a bienes tan preciosos y a tan caro precio adquiridos p ara co rrer tras novedades tan inauditas y tan peligrosas?
Por casquivana que sea la naturaleza de los hom bres, todavía no se arro jan porque sí a los riesgos de un cam bio social, a no ser que tengan un interés capital y palmario en hacerlo. Personalmente, no creo en las pasiones profundas y violentas sin motivo, en los grandes esfuerzos sin un gran objetivo. Sin duda, todos los pueblos que han llevado a cabo revoluciones no veían con claridad lo que les hacía m archar ni adónde se dirigían, pero todos obedecían a necesidades reales y poderosas que tra taban de satisfacer incluso cuando no las com prendían.
¿Quién no ve que entre nosotros la actividad hum ana ha cam biado de objeto, que la pasión dom inante, la pasión madre, ha em prendido otro curso? De política se ha convertido en industrial. ¿Quién no percibe que nuestros contemporáneos hoy día se ocupan poco de libertades y de gobierno, y m ucho de riquezas y de b ienestar? ¿Y quién no descubre que esas nuevas pasiones, lejos de empujarles hacia las revoluciones, los desvían de las mismas?
Un hom bre absorto en hacer fortuna siem pre fue un ciudadano tím ido o indiferente. Lo que es verdad de un individuo no lo es menos de un pueblo. Así, desde hace diez años hem os visto a m enudo la voz de los intereses materiales alarm ados reducir en un instan te al silencio las pasiones políticas, aparentem ente las m ás vivas, m o stran d o con c la rid ad que no e ran sino p asa je ra s y
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superficiales, m ientras que el am or al bienestar llenaba el fondo de las almas y perm anecía la constante ocupación del corazón.
Todos nuestros contem poráneos nos parecen agitados e inquietos, y nos espanta un espectáculo semejante sin pensar que esa inquietud y esa agitación nacen de una fuente que no es la de antaño, y producen efectos diferentes. La Revolución ha procurado un auge prodigioso al com ercio y a la industria, que tienen necesidad de o rden ’ paz para prosperar. Es así como, a través del desorden y de las arm as, nos ha conducido a temer, hasta la debilidad, la anarquía y la guerra.
La Revolución, con sus resultados, ha dado m uerte al espíritu revolucionario.
No hay hom bre sensato que no reconozca que la inm ensa m ayoría de la nación desea m antener el actual sistem a de gobierno.
Por mi parte, en cambio, convengo sin m ás que hay m inorías que desean destruirlo.
Examinaré en la próxim a carta cuál es el espíritu y cuáles los medios de acción y las posibilidades de éxito de tales m inorías.
ALEXIS DE TOCOUEVILLE
3 . LOS PARTIDOS QUE ESTÁN FUERA DE LA MAYORÍA NO PUEDEN HACER LA REVOLUCIÓN
En mi últim a carta reconocí que si bien la inm ensa m ayoría de los franceses deseaba firmemente el m antenim iento del actual sistema de gobierno, había sin em bargo en Francia unas m inorías que aspiraban a trastocarlo. La prim era de tales m inorías la com pone el partido republicano.
Sé que hay en el partido republicano un buen núm ero de hom bres esclarecidos y moderados que en absoluto desean modificar el orden social, sino tan sólo la constitución política. Centran sus m iras en el cambio de gobierno, y desean que se produzca tal cambio sólo con ayuda de la discusión y m ediante el libre arbitrio del país.
Esos hom bres son los filósofos, la gente de espíritu, los buenos ciudadanos del partido. Casi podría decirse que no form an parte de él, de tan diferentes como son de los demás. No le hablan, por así decir, sino desde fuera y de lejos, y casi no ejercen influencia alguna sobre sus actos. El auténtico partido republicano se com pone de
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esos hom bres pobres, enérgicos y toscos que llevan a cabo las revueltas, que llenan las sociedades secretas y que publican esos catecismos de terror y de anarquía que tanto aterrorizan a la nación, la cual, para rehuir a sus autores, se arro ja enloquecida en los b razos del poder.
A m i entender, la nación tiene razón en no am ar a ese partido; pero afirm o que lo tem e sin razón.
Uno se sorprende ante ciertas doctrinas extraordinarias, inau ditas, anárquicas y al tiem po tiránicas, con las que tropieza en d iversas publicaciones republicanas, y se figura que la sociedad ha de estar peligrosam ente enferm a y profundam ente corrom pida en alto grado para que ideas semejantes se presenten a la im aginación de muchos hombres y sean aceptadas por ellos; sin embargo, la histo ria está toda ella llena de espectáculos símiles. Algo parecido se ha visto siem pre durante el curso y, más aún, hacia el final de las largas revoluciones.
Cuando una entera nación se ha dejado a rras tra r por un gran movimiento político, es im posible esperar que todos los ciudadanos puedan detenerse a tiem po y sim ultáneam ente. El gusto ra zonable por las innovaciones necesarias o útiles term ina siem pre por convertirse en algunos en un am or desordenado hacia lo nuevo. Tras haber realizado lo practicable, quedan siem pre hom bres dispuestos a in ten ta r lo imposible. La contem plación de las cosas extraordinarias que se han hecho lleva a soñar con otras e s tra m -. boticas y m onstruosas.
La reform a religiosa del siglo xvi dio origen a los furores sanguinarios de los anabaptistas y las locuras ridiculas de los cuáqueros. La revolución de Inglaterra, en su declinar, suscitó a los n iveladores y a los hom bres de la quinta m onarquía. Pero ni los anabaptistas ni los cuáqueros pudieron im pedir que la reform a siguiera su curso natu ra l y se detuviera en los lím ites que se había prescrito. Y ni los niveladores ni los hom bres de la quinta m onarquía fueron capaces de dom inar o de dirigir el movimiento de la revolución de Inglaterra: todos esos hom bres que aterrorizaron a sus contemporáneos no aparecieron en medio de ellos sino como otros tantos ejemplos de extravagancias singulares y estériles del espíritu humano. Pudieron, sí, producir alarm a y turbación en su siglo, pero no som eterlo ni conducirlo.
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superficiales, m ientras que el am or al bienestar llenaba el fondo de las alm as y perm anecía la constante ocupación del corazón.
Todos nuestros contem poráneos nos parecen agitados e in quietos, y nos espanta un espectáculo semejante sin pensar que esa inquietud y esa agitación nacen de una fuente que no es la de antaño, y producen efectos diferentes. La Revolución ha procurado un auge prodigioso al com ercio y a la industria, que tienen necesidad de orden y paz para prosperar. Es así como, a través del desorden y de las arm as, nos ha conducido a temer, hasta la debilidad, la anarquía y la guerra.
La Revolución, con sus resultados, ha dado m uerte al espíritu revolucionario.
No hay hom bre sensato que no reconozca que la inm ensa m ayoría de la nación desea m antener el actual sistem a de gobierno.
Por mi parte, en cam bio, convengo sin m ás que hay m inorías que desean destruirlo.
Exam inaré en la próxim a carta cuál es el espíritu y cuáles los medios de acción y las posibilidades de éxito de tales m inorías.
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
3. LOS PARTIDOS QUE ESTÁN FUERA DE LA MAYORÍA NO PUEDEN HACER LA REVOLUCIÓN
En mi últim a carta reconocí que si bien la inm ensa m ayoría de los franceses deseaba firm em ente el m antenim iento del actual sistema de gobierno, había sin em bargo en Francia unas m inorías que asp iraban a trastocarlo . La prim era de tales m inorías la com pone el partido republicano.
Sé que hay en el partido republicano un buen núm ero de hom bres esclarecidos y m oderados que en absoluto desean m odificar el orden social, sino tan sólo la constitución política. Centran sus m iras en el cam bio de gobierno, y desean que se produzca tal cambio sólo con ayuda de la discusión y mediante el libre arbitrio del país.
Esos hom bres son los filósofos, la gente de espíritu, los buenos ciudadanos del partido. Casi podría decirse que no forman parte de él, de tan diferentes como son de los demás. No le hablan, por así decir, sino desde fuera y de lejos, y casi no ejercen influencia alguna sobre sus actos. El auténtico partido republicano se com pone de
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esos hom bres pobres, enérgicos y toscos que llevan a cabo las revueltas, que llenan las sociedades secretas y que publican esos catecismos de terror y de anarquía que tanto aterrorizan a la nación, la cual, para rehuir a sus autores, se arro ja enloquecida en los b razos del poder.
A mi entender, la nación tiene razón en no am ar a ese partido; pero afirm o que lo tem e sin razón.
Uno se sorprende ante ciertas doctrinas extraordinarias, inau ditas, anárquicas y al tiem po tiránicas, con las que tropieza en d iversas publicaciones republicanas, y se figura que la sociedad ha de estar peligrosam ente enferm a y profundam ente corrom pida en alto grado para que ideas semejantes se presenten a la imaginación de muchos hombres y sean aceptadas por ellos; sin embargo, la historia está toda ella llena de espectáculos símiles. Algo parecido se _ ha visto siem pre durante el curso y, m ás aún, hacia el final de las largas revoluciones.
Cuando una entera nación se ha dejado a rras tra r por un gran m ovimiento político, es im posible esperar que todos los ciudadanos puedan detenerse a tiem po y sim ultáneam ente. El gusto ra zonable por las innovaciones necesarias o útiles term ina siem pre por convertirse en algunos en un am or desordenado hacia lo nuevo. Tras haber realizado lo practicable, quedan siem pre hom bres dispuestos a in ten tar lo imposible. La contem plación de las co sas ' extraordinarias que se han hecho lleva a soñar con otras e s tra m -. bóticas y m onstruosas.
La reform a religiosa del siglo xvi dio origen a los furores sanguinarios de los anabaptistas y las locuras ridiculas de los cuáqueros. La revolución de Inglaterra, en su declinar, suscitó a los n iveladores y a los hom bres de la quinta m onarquía. Pero ni los anabaptistas ni los cuáqueros pudieron im pedir que la reform a siguiera su curso natu ra l y se detuviera en los lím ites que se había prescrito. Y ni los niveladores ni los hom bres de la quinta m onarquía fueron capaces de dom inar o de dirigir el movimiento de la revolución de Inglaterra: todos esos hom bres que aterrorizaron a sus contemporáneos no aparecieron en medio de ellos sino como otros tantos ejemplos de extravagancias singulares y estériles del espíritu humano. Pudieron, sí, producir alarm a y turbación en su siglo, pero no som eterlo ni conducirlo.
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Más aún, la h istoria nos hace ver que esas doctrinas extraord inarias y esos partidos excéntricos que asp iraban a extremar, en todos los sentidos, los principios de la revolución que les había hecho nacer, por lo general aparecieron sólo en el mom ento en el que el gran m ovim iento revolucionario com enzaba a calm arse, y en el que la sociedad com enzaba a asentarse. Al verles y al escucharles se hubiera dicho que la nación iba a em barcarse en un nuevo y más torm entoso viajte, cuando en realidad en traba a puerto.
¿No llegará a com prender el país que, ju sto porque las doctrinas del partido republicano le parecen tan extravagantes v áterra- doras, nunca podrán triunfar? Serían m ucho m ás.tem ibles si die- i^an m enos miedo.
¿Desde cuándo una pequeña m inoría que lo prim ero que nos grita es que hay que cam biar de m anos las propiedades y de base la propiedad podría a traer a una nación de propietarios o sorprenderla?
Si existiese en Francia un gran partido que, dejando la sociedad asentada sobre sus actuales bases, aspirara únicam ente a cam biar la constitución política del país y fundar entre nosotros las instituciones republicanas tal y com o se las ha conocido y como aún hoy día se las encuentra en diversos pueblos, ese partido quizá pod ría a la larga apoderarse del gobierno.
Pero un partido así no existe. Cabría decir, sin exceso de severidad, que de lo que m enos se ocupa el partido republicano es de las instituciones republicanas. Cuando se penetra hasta el fondo del pensam iento de la m ayoría de sus integrantes, se percibe que en su m ayor parte están m enos preocupados por un cam bio de constitución que por un cam bio de estado. Para reunirlos y m antenerlos juntos, la esperanza de las reform as políticas está muy lejos de ser suficiente: es m enester prom eterles reform as sociales, bienes m ejo r que libertades. La verdad es que las creencias ardientes no se dan más allí que en otras partes. El verdadero ardor político no se ve ya por ningún lado. Para aquéllos, como p ara sus adversarios, el am or al b ienestar es la pasión m adre. La política útil es el m e -, dio, no la m eta. La sola diferencia reside en que satisfacer tal pa-l sión requiere, p ara unos, estabilidad; para los otros, revoluciones.
Es un hecho que el partido republicano se reclu ta casi exclusivamente de entre los rangos más ínfimos de la sociedad. Eso sólo
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le condenaría a la impotencia. Ya ha habido suficientes revoluciones en el m undo como para saber en qué condiciones y de qué m anera tienen lugar. Un partido exclusivamente compuesto de individuos pertenecientes a la clase superior o a la clase inferior nunca logró hacer una revolución. La experiencia lo ha dem ostrado. El prim ero carece de fuerza m aterial, y a m enudo de ím petu; el segundo, de cultura, de sabiduría y de ciencia. Para que una revolución tenga lugar es m enester que al m enos una parte de la clase inferior ponga su vigor y sus pasiones al servicio de la clase elevada y rica, o bien que una parte de ésta com parta la em oción popular y se deje a rrastra r por ella. Todos los intentos de revolución llevados a cabo por una sola de las clases de que se com pone la sociedad han te rm inado en fracaso. Desafío a cualquiera a que me cite una sola revolución producida de o tra m anera.
Fue el acuerdo de la burguesía y del pueblo lo que produjo la revolución de 1789. Fue idéntico acuerdo entre el pueblo y la clase m edia lo que produjo la revolución de 1830. A pesar de los graves errores cometidos por el gobierno en ambas épocas, resulta evidente que no habría habido revolución si el pueblo o la clase media hubieran intentado hacerla por su cuenta. Si se produjeron fue porque la energía y la foga del uno fueron conducidas y reguladas por la otra.
El pueblo poji^sí S ijla jia bace revohicÍQnes:.-cfm-Trrgyóf razón una parte pequeña del pueblo. Que aquéllos a quienes tan to a terroriza las doctrinas de los republicanos y el poder que se les presupone in tenten por tan to reflexionar acerca del reducido núm ero de éstos. Es cierto que, ocasionalmente, sucede que una m inoría logra reinar contra los deseos de la mayoría, pero incluso entonces es preciso que dicha m inoría sea considerable. De todos los p a rtidos existentes en Francia el partido republicano es con seguridad el m enos num eroso. Su violencia, sus gritos, su presencia en plena capital, en el lugar m ás a la vista del reino, forjan ilusiones sobre su fuerza. Conozco provincias enteras que no cuentan con un solo hom bre que pueda alinearse realm ente bajo dicha bandera. El partido republicano, a decir verdad, no existe más que en París y en algunas grandes ciudades m anufactureras.
Puede predecirse, sin ser profeta, que si alguna vez el partido republicano se vuelve peligroso, sólo contra el gobierno habrá que
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tom arla. Sólo él, con sus errores y sus violencias, podría conducir, como a finales de la Restauración, a la m om entánea unión entre quienes desean m odificar la constitución y quienes desean destru irla . En tal caso, haciendo unos de cabeza y o tros de brazos, la m onarquía y el orden público correrían grave peligro; pero es de creer que el gobierno nunca empuje a la nación a extremos tan peligrosos. Reducido únicamente a sus fuerzas, el partido republicano puede llevar a (fabo altercados, pero no hay espíritu sensato que le suponga en grado de hacer una revolución.
Acabo de hablar del p rim er partido contrario a la revolución. Lo que tengo que decir del otro es muy breve. No me costará n in gún trabajo dem ostrar su im potencia.
Los legitim istas no pueden llevar a cabo la revolución más que los republicanos. A pesar de la gran diferencia de costumbres e ideas, ambos partidos poseen en com ún más de una analogía. Reducidos a sus propias fuerzas, uno y otro no pueden nada. Para tener éxito, sería menester a los republicanos la momentánea cooperación de la oposición dinástica y de una parte de la clase media. Para triunfar, los legitimistas necesitarían del auxilio de los extranjeros, y quiero creer que la mayoría de ellos no lo desea. Los primeros representan un futuro que la inm ensa mayoría de la nación no quiere. Los segundos, digan lo que digan y hagan lo que hagan, a los ojos del país siguen personificando un pasado que la inm ensa mayoría del país no quiere ya. El partido republicarão se com pone casi sólo de in dividuos pertenecien tes a la clase inferior; el partido legitim ista, de individuos pertenecien tes a la antigua a ris toc rac ia . Aquéllos
'^-•í^son soldados sin oficiales; éstos, oficiales sin soldados.No estoy diciendo que en un futuro lejano no hayan de temerse
nuevas revoluciones. Al revés, pienso que, de un lado, el crecimiento desm esurado de la clase obrera y la enorm e aglomeración de obreros en determ inados lugares, y de otro la constitución m ism a de la propiedad industrial, antes o después las harán nacer. Considérese aparte a la sociedad industrial en el seno de la gran sociedad francesa, y se percibirá que cuanto acaece en la prim era es directam ente lo opuesto de cuanto acaece en la segunda. Por doquier extiende la igualdad su imperio, salvo en la industria, que se organiza cada día m ás en form a aristocrática. Aquí el capital se divide hasta el infinito; los beneficios se reparten; los hom bres cam bian de
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puesto, se aproxim an y se mezclan; allí los capitales se aglom eran en pocas manos; los benefícios del que da trabajo pierden toda proporción con el salario de quien trabaja; el obrero se halla en una situación de la que le es muy difícil salir; se halla situado muy lejos de quien le em plea y en estrecha dependencia de él.
Tan llam ativas d isparidades no pueden subsistir por m ucho tiem po en una m ism a sociedad sin p roducir p ron to un profundo m alestar. La clase industria l sufre a la vez los m ales que soporta y los bienes de que carece; y com o el núm ero de quienes la in te gran se acrecienta sin cesar, y se aprietan cada vez más en los m ismos lugares, al punto de poder fácilmente actuar de concierto pese a su escasa cu ltu ra y a ser m ultitud , antes o después term inarán volviéndose realm ente tem ibles. Es de ahí, por cierto , de donde su rg irán las revoluciones fu turas en todo el m undo civilizado, como tam bién en Francia. Empero, tales peligros quedan aún muy lejanos.
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4. DE LOS MEDIOS QUE POSEE EL GOBIERNO PARA DEFENDERSE DE LOS PARTIDOS
Tras h aber visto qué p artido s am enazan la constituc ión , co n viene exam inar los recursos de que dispone la constitución para defenderse.
He dicho que gozaba del favor de la inm ensa m ayoría de los franceses. Añado, lo que es más, dado que se han visto naciones caer por sorpresa bajo el yugo de algunos hom bres, que la m ayoría que la apoya ha aprendido el arte de defenderla.
E ntre los bienes producidos por la revolución h a ^ u n o que no sej;^i^ne_en cuenta pese a ser, quizá, e l más precioso. Ha dado a la nación y a cada ciu^dadanp í^^eriencíaien política. Ha hecho ver a todoi^cóm o ten ían lugar las revoluciones y les ha enseñado a preservarse de ellas. Esa experiencia costó muy cara, pero ha sido adquirida.
La m ayoría, no sólo tiene el deseo y conoce el medio de im pedir las revoluciones, sino que encierra en su seno una extensa clase que está particularm ente interesada en el m antenim iento del gobierno actual, y especialmente arm ada del propósito de mantenerlo.
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¿Cabe creer que esta am plia clase m edia, hoy día la heredera única de todos los poderes reunidos por la República, esté dispuesta a dejarse arrebatar el precio de la victoria por los republicanos y los legitimistas? Está constituida, instruida, en pie. Con la voluntad de defenderse, ¿carece acaso de los medios? Llena el ejército, los tr ibunales, el cuerpo electoral, las cám aras, la prensa; tiene intereses colectivos que conoce, fuerzas colectivas que sabe unir, disciplinar, conducir. ¿Qué aristocracia ha absorbido jam ás hasta ese punto en su seno a la to talidad de las fuerzas sociales? ¿Cuál estuvo nunca m ejor p reparada para el gobierno y el com bate? Y no se ha de creer que consienta adormecerse en una seguridad peligrosa: su poder es dem asiado nuevo como para que pueda gozar del m ismo sin inquietudes ni temores. No ignora sus peligros; sabe que el triunfo de los republicanos supondría su ruina, que la victoria de los legitimistas le sustraería la mayor parte de su poder político. Lejos de tem er su debilidad o su inexperiencia, el miedo está más bien en que abuse de la fuerza organizada que posee y de la que sabe disponer, y se deje finalmente arrastrar sin freno por las pasiones egoístas, obtusas y exclusivistas que han perdido a todas las aristocracias.
Es en general en dicha m ayoría, y en particu lar en dicha clase, donde el gobierno se apoya. Pero posee, además, sus arm as especiales, no m enos poderosas.
Oyendo lo que dicen sus amigos, y lo que dice él mismo, parece que, privado de facultades, enferm o y paralizado, esté a la merced del p rim er enem igo que desee abatirlo.
Ahora bien, si se procede a exam inar cuáles son las fuerzas de ese m ism o poder y a m edir con exactitud la extensión de la esfera en la que se mueve, quedaría uno del todo sorprendido y casi a terrorizado al descubrir que jam ás existió, no sólo entre los pueblos libres sino incluso entre las m onarquías m ás absolutas, uno solo con derechos tan extensos, tan variados, tan multiplicados, que poseyese agentes m ás num erosos, m ejor disciplinados, más activos; en una palabra, que fuese m ás capaz de abrazar las em presas más vastas y de restringirse a las m ás pequeñas.
Que alguien me diga si puede si hay en alguna parte del m undo una m áquina de gobierno com parable a la c e B ^ li-geeíé n -ad- m ltíS g M G ^iíin tre los soberanos m ás absolutos de Europa, desafío a que se me indique uno solo que tenga en su m ano sem ejante
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m ultitud de funcionarios, y que pueda ac tuar de una m anera tan continua y tan directa no sólo sobre los asuntos del Estado, sino sobre los menores intereses de los ciudadanos. El genio más poderoso y despótico de los tiempos modernos, actuando en una época en la que todo le era fácil y lícito creó para su uso este inm enso poder.El gobierno actual lo ha recogido por entero y aún ha añadido más.
Con independencia de todos los m edios que posee para constreñ ir a los ciudadanos, ¿de qué recursos no dispone p ara ganárselos? Puede afirm arse que, desde que los hom bres viven en sociedad, jam ás hubo soberano alguno con tantos cargos, honores y dinero que dar a quienes deseen com placerle com o el rey de los franceses. ¡Imagínese el poder de tales arm as en una nación con tantos hom bres ávidos de placeres, descontentos de su condición y celosos de sus iguales, como la nuestra! Se habla de las m uchas facilidades que nuestro gobierno encuentra en las leyes; se olvidan j /v* las m ucho mayores todavía que encuentra en nuestras debilidades y en nuestros vicios.
Provisto con esas inm ensas ventajas, el gobierno se siente débil a la cabeza de sus cien mil funcionarios, teniendo a sus órdenes a cuatrocientos mil soldados, y m anteniendo París bajo el hierro de sesenta mil bayonetas. Sostenido, lo que aún es más valioso, por la adhesión de la nación y por todas las fuerzas organizadas de la clase media, el gobierno desespera de tener que enfrentarse a los dos partidos que le am enazan. ¡Sólo a duras penas, afirm a, puede defenderse y preservar el orden social! ¡Y, en cada instante, es preciso que la nación tem a caer en m anos de esas m inorías im potentes! Es contar dem asiado con la credulidad pública el querer hacerlo creer.
Si la Revolución ha sustraído al gobierno la clase de fuerza que nace de la duración y del respeto supersticioso de los hom bres, le ha dado o tra igual de grande; más aún que a la nación, le ha enseñado el arte de defenderse. Jam ás ha habido cam po de batalla tan bien estudiado com o París. Cada posición está identificada, cada regimiento conoce su puesto, cada oficial su papel. Todos los m ovim ientos son previstos y com binados de antem ano, al punto que, en opinión de todos los hom bres de guerra, es im posible que una revuelta pueda hacer frente a la au toridad . Todo ello no im pide que los funcionarios nos hablen sin p a ra r de la debilidad de
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la adm inistrac ión y de los peligros del poder. Y, por decir lo que pienso, creo que, en m uchos de ellos, tales terrores son sinceros. Su e rro r proviene de ap licar a la situación p resen te ideas sólo aplicables a o tra época. La adm inistrac ión pertenece todavía al Im perio por su constitución, su espíritu, su regla, y es siem pre en el p un to de v ista de las instituciones del Im perio donde los fun cionarios se sitú an involun tariam ente p a ra juzgar al país y a sí m ism os. *
Por tanto, cuando un funcionario se percata de que se censuran o incluso se discuten sus actos, que no se obedecen sus órdenes sino m urm urando y que se le trata sin deferencia, rápidam ente concluye de todo esto que el orden público está en peligro. Hay que reconocer que ese tem or no sería imaginario si el entero edificio reposase todavía en la autoridad del amo del que cada funcionario es representante. Desde el m om ento en que, en una m onarquía absoluta, la obediencia deja de ser inm ediata, fácil, m uda y respetuosa, el principio mismo del gobierno ha sido, en efecto, alcanzado, y se está al borde de la anarquía. Mas razonar así hoy día equivale a transferir a una constitución política el espíritu de otra. Desde que la soberanía se com parte y la opinión pública es llamada a dirigir en todo o en parte los asuntos públicos, pertenece a la esencia m ism a del gobierno que las acciones de la adm inistración se discutan, censuren o ataquen por los medios públicos. Ello nada tiene de revolucionario. Se tra ta del m archam o ordinario de la sociedad, del orden legal. En una Constitución como la nuestra, el gobernante y el gobernado están situados naturalm ente dem asiado cerca el uno del otro como para que no se establezca entre ellos una especie de fam iliaridad y de inmediatez que no es ni síntom a de revuelta ni signo de debilidad.
Los países constitucionales más desde antiguo y m ejor constitu idos ofrecen todos los días símiles espectáculos en m ayor m edida que el nuestro. Si tales espectáculos nos asom bran y espantan es porque para nosotros son nuevos. En Inglaterra, quizá no haya acto adm inistrativo alguno, ya emane del poder central o bien derive de los poderes locales, que no dé lugar a violentas discusiones y que no encuentre obstáculos en su ejecución. Inglaterra es sin embargo, bien mirado, el país en el que la autoridad pública recibe el concurso más activo de los ciudadanos.
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Va siendo hora de que la adm inistración francesa perciba por fin las verdaderas fuentes de su fuerza, en lugar de buscarlas donde ya no están; que vea que, en lo sucesivo, es el apoyo de la m ayoría lo que constituye su principal potencia y que, p ara obtener dicho apoyo, es m enester saber to lerar la discusión, m ostrarse accesible a los ciudadanos y soportar la crítica.
Por mi parte, estoy profundam ente convencido de que hay pocas naciones en Europa, si hay alguna, m enos expuestas a grandes revoluciones que la nuestra.
Creo sinceram ente que el país se hace enorm es ilusiones sobre sus peligros, ilusiones que nacen en parte del escaso uso que tiene de su gebierno. Una sociedad libre no puede ofrecer el espectáculo apacible de una m onarquía absoluta. Su modo de existir es otro. Nos asustan las agitaciones del espíritu público, los bruscos giros de la opinión, las ruidosas m anifestaciones de los partidos, el movimiento de la calle, el rum or de la prensa, la resonancia de la tribuna. Como ese mismo espectáculo se hizo ver al principio de nuestras pasadas revoluciones, creemos que nos anuncia otras nuevas. No pensam os que al mismo tiem po que son, en efecto, los signos prim eros de una revolución, son tam bién los fenóm enos o rdinarios de la vida en los pueblos libres. Esa agitación perpetua y aquellos perpetuos clam ores la acom pañan siem pre. No es razonable dejarse sorprender por ello. Es como sí quienes viven bajo una m onarquía absoluta se asom braran de toparse con la incons- ,
; tancia y los caprichos del favor, las intrigas de la corte, las revo- ^ / luciones de palacio, las cábalas de an tecám ara, la corrupción y el
servilismo de los favoritos, cosas todas connaturales a la existencia m ism a de un poder sin control.
Lo que hay que tem er en nuestros días no es una revolución, es un m al gobierno, un gobierno sin las ventajas del despotism o o las de la libertad, que sólo tom ara de ésta sus inquietudes, sus desasosiegos, sus m aniobras corruptoras sin procurarnos su energía, su fuerza y su fecundidad. Desearía que m i país estuviese persuadido de esta verdad tanto como lo estoy yo mismo, y que viese en fin conj^ toda claridad que no ha de tem er el derribo violento de sus leyes, sino su degradación y su prjecoz-caducidad.
E xam inaré en la próxim a carta si no hay m odo de reconducir al país a una noción más exacta de su situación y de sus peligros.
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5 . QUE EL PAPEL DE LA OPOSICIÓN ES ESTAR A LA DEFENSIVA
Parece, pues, evidente que el tem or de las revoluciones y el m iedo al desorden sean las causas principales a las que a trib u ir esa especie de relajación política de la que la nación da ejem plo y la incuria que m uestra por el desarrollo y a m enudo aun por la p re servación de sus libertades; que tales terrores sean muy exagerados y a veces harto absurdos es algo que, en lo que a m í respecta, no me cabe la m enor duda. Pero nadie puede im pedir que existan. La idea que el país se hace de esos pretendidos peligros es un prejuicio que arraiga cada día más en las almas, volviéndose m ás fuerte conform e el hábito al b ienestar y el anhelo de bienes m ateriales las van debilitando. Un día u otro puede arro jar a la nación en los brazos del poder y hacerle sacrificar los derechos que pagó al más alto precio y que más difícil le sería recuperar una vez perdidos.
E sta situación es realm ente crítica e im pone grandes deberes a los verdaderos amigos de la libertad. Si la oposición no ajusta de alguna m anera sus discursos y su conducta al tem peram ento del país, puede preverse que m archará directam ente contra el objetivo que se propone y que hará precipitar el acontecimiento que quiere impedir.
El gobierno se aprovecha de u n singular m alentendido. M ientras que él mismo no deja de atacar directa o indirectam ente nuestras instituciones liberales y nos hace recular a diario respecto del punto al que habíam os llegado en 1830 y aun algunos años antes, insiste en los pretendidos progresos revolucionarios de sus adversarios, recrim inándoles con gran fragor su espíritu de innovación y de cambio. Les acusa de querer alterar la Constitución, y con sus clam ores d istrae la atención de los ataques cotidianos que él mismo em prende contra nuestras leyes más sagradas. Mientras nps espanta con los proyectos de la oposición, nos vuelve insensibles a su^actos.
E k oy tentado de creer, lo confieso, qué el cóm portárnieñto de la oposición haya contribuido en parte.aLéxit©-d«-dielia-»iaíiiobfa.
A mi entender, la oposición no percibió con claridad lo inevitable de una reacción en la opinión pública tras la gran conmoción de 1830. Y es que habiendo dado casi sin saberlo un paso firme
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hacia la democracia, la nación estaría asustada e indecisa, y el grito de tantos intereses lesionados o alarm ados pronto cubriría la voz de las pasiones políticas.
No se percató, pienso, de que, en la larga guerra desarrollada contra la Restauración, el espíritu liberal no había sido el único y quizá ni siquiera el principal móvil; que una gran parte se debía al odio al Antiguo Régimen, al resentim iento y la envidia aún existentes contra las antiguas clases privilegiadas, al tem or que inspiraba la influencia política del clero, al sentim iento nacional herido y, finalm ente —es m enester decirlo—, a u na m ultitud de decepcionadas am biciones y ofendidos orgullos por el reto rno de la antigua dinastía.
Todas esas diversas pasiones hacían causa com úji con el espíritu liberal, al que sostenían e inflam aban a diario, y era fácil p rever que cuando la revolución de Julio las hubiera m itigado o extinguido al darles satisfacción, aquél experim entaría de inmediato, por un efecto casi inevitable aunque inesperado, un debilitam iento notable. De suerte que el nuevo gobierno podría fácilm ente hallarse de repente en grado de ejecutar contra la libertad lo que en ningún caso habría emprendido contra ella ese gobierno débil e im popular al que el espíritu de libertad acababa de derribar. La oposición quizá no previó que por largo tiem po la cuestión sería m ucho m enos llevar a cabo nuevas conqu istas que im ped ir la reconquista del territo rio tom ado.
En efecto, desde que el gran m ovimiento de 1830 com enzara a ralentizarse, todo el esfuerzo del gobierno se dirigió a recuperar no sólo lo que perdiera por entonces, sino tam bién lo que se le arrancara durante los últim os años de la Restauración. Al retom ar de pronto la ofensiva, devino de inm ediato agresor.
Considérese por un m om ento la inm ensa retirada que la libertad hubo por fuerza de em prender desde hace algunos años. Para m ejor juzgar, retórnese por un instante, no a la época triu n fante de 1830, sino a los últimos tiempos de la Restauración: se verá que todas las leyes restrictivas que existían en 1828 han sido hechas más restrictivas todavía, m ientras que todos los derechos ya reconocidos entonces han sido anulados o restringidos.
En 1828, el derecho de asociación era obstaculizado en su ejercicio. El partido liberal se quejaba con justicia de las trabas que el
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Código penal ponía al uso de ese derecho necesario. Todavía en 1830 Guizot declaraba solemnemente, entre aclam aciones de toda la Cámara, que la legislación en vigor en m ateria de asociaciones era indigna de un pueblo libre. Dicha legislación, en efecto, restringía en angostos lím ites el derecho de asociación. En 1834 se hizo más que restringirlo: se le destruyó. Las asociaciones de todo tipo fueron som etidas a la autorización previa de la autoridad, m edida inaudita nunca antes adoptada en ningún país, no digo libre, sino civilizado, del que se tenga m em oria.
Pero eso no es aún todo; observad la progresión, os lo ruego; hoy se llega, hoy, a considerar como una asociación la reunión de fieles en un tem plo. Se som ete a la autorización previa el derecho de rezar a Dios en común, golpeando así, al m ismo tiempo, no sólo la libertad de asociación, sino lo que es todavía más precioso y más sagrado, la libertad de conciencia.
La R estauración no ha sido más que una larga e im prudente guerra hecha por el poder contra la prensa. Los años transcurridos desde la Revolución de Julio han ofrecido el m ism o espectáculo, con la siguiente diferencia, em pero: que bajo la R estauración fue la prensa la que venció al poder, m ientras hoy día es el poder el que triunfa sobre la prensa. Considérense los signos de esta victoria; los innum erables procesos contra periodistas, el aum ento de las penas, los delitos transform ados en atentados, el ju rado sustituido por la Cám ara de los pares, la disposición, por último, introducida a tra ición en una ley procesal, que perm ite al gobierno destru ir la p rensa de provincia.
¿Cómo —había dicho justam ente el partido liberal durante la R estauración— puede el ciudadano decirse libre si el funcionario puede creerse irresponsable? La Carta de 1830 había prometido form alm ente una ley acerca de la responsabilidad de los agentes del poder. Dicha ley no se hizo. No sólo no se ha otorgado a los ciudadanos el derecho a actuar contra los funcionarios públicos, sino que por medio de una reciente jurisprudencia, tan contraria al esp íritu de la ley como al de la Carta, se ha otorgado a los funcionarios públicos que se creen difamados el derecho a privar a los ciudadanos de la jurisd icción del jurado.
¿Qué h a sido de la ley de 1827 que garantiza la veracidad del jurado, esa ley tutelar, principal baluarte de nuestras libertades tras
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la prensa, la m ayor conquista del partido liberal bajo la R estauración? Todo el m undo sabe m erced a qué mezcla de duplicidad y cinismo dicha ley acaba de ser eludida, y cómo las garan tías que nos había asegurado han vuelto a perderse.
La libertad individual, ¿se ha conservado mejor? Pregunto si los ciudadanos han sido nunca arrestados con m ayor ligereza, detenidos por más tiempo, si las inspecciones domiciliarias se han m ultiplicado nunca tan to y se han llevado a cabo con m ayor facilidad que en estos últim os años.
Con razón se acusaba al gobierno de la R estauración de em plear los poderes que la centralización le concedía y los recursos de que disponía en destru ir la libertad madre, la libertad electoral. El poder actual no tiene más escrúpulos y es m ucho más poderoso. En 1831, el señor Saulnier declaraba en la Revue britannique que al litigar por la centralización sabía perfectamente que defendía una causa perdida. Hoy podría estar tranquilo. Desde hace diez años no se ha votado una sola ley cuyo efecto, mediato o inmediato, no haya sido el de restringir la esfera de acción de los poderes locales, reu niendo en tal modo en m anos del poder central nuevos m edios en grado de condicionar o corrom per las votaciones. La propia oposición a m enudo prestó su apoyo a esas peligrosas innovaciones, y algunos de sus m iem bros han hecho ver que se podía ser am ante de la centralización y de la libertad al mismo tiempo. Durante el mismo período se vió cómo se triplicaba el núm ero de los empleos públicos a d istribu ir por el gobierno y el dinero a su disposición.
¿Qué decir, pues? Poneos en el punto de vista que prefiráis, m irad a la dirección que os plazca, y seáis quien seáis os desafío a negar que no sólo no hemos avanzado desde hace diez años en el sentido de la libertad, sino que hemos retrocedido de m anera constante y prodigiosa durante este periodo.
M ientras el gobierno, enardecido por los m iedos del país, se p recipitaba por esa vía retrógrada, la oposición, en lugar de lim itarse a com batirlo y, de ser posible, a detenerlo, hacía su p ro pia carrera.
El gobierno nos llevaba m ucho más atrás de 1830; la oposición hablaba de ir muy por delante. Aquél recuperaba m uchas de las libertades arrancadas a la R estauración; ésta reclam aba libertades que 1830 ni siquiera pudo hacernos obtener. M ientras el prim ero
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destruía o desnaturalizaba las leyes liberales de 1827 y 1828, la segunda andaba buscando m étodos electorales aún m ás dem ocráticos que el de 1831. Inquietaba así a un país ya alarm ado; le hacía creer en los peligros de los que el poder hablaba sin parar; y, en su deseo de conducirlo hacia nuevos progresos, lo volvía más desatento o insensible a los pasos que se le hacía dar hacia atrás. He ahí, en mi opinión al menos, una visión errónea de la situación.
No tendré dificultad en decirlo, porque me siento dueño de los motivos que me hacen hablar; pienso que en la situación actual del país, cuando la oposición se dedica a presentar grandes planes de reform a electoral, cuando habla de hacer la constitución más dem ocrática y más liberal, está poniendo en peligro la dem ocracia y la libertad. El único com portam iento que en estos momentos convenga a la oposición me parece que es el de estar a la defensiva. A ella corresponde asum ir el rol de la resistencia, en lugar de dejar que la apariencia de la m ism a sea usurpada por sus adversarios; recuperar las garantías y los derechos acordados por las leyes que nos han quitado; exigir la plena y legal ejecución de las leyes tutelares que nos quedan. Ése debe ser, en mi opinión, el meollo de su política.
La oposición debe recordar los últimos años de la Restauración. ¿Qué infundió la fuerza al partido liberal en dicha época, haciéndole adqu irir esa potencia irresistib le de la que hem os sido testigos? Fue que ante los ojos de la nación se lim itaba a defenderse. ¿Cuál fue el periodo en el que gozó de m ayor influencia en el país? Aquél en el que, renunciando a pedir m ás o diversam ente que la Carta, se lim itó a reclam ar el m antenim iento o el restablecim iento de las libertades que aquélla reconocía.
Ese ejemplo es digno de nota y m erece ser im itado. Fatigada e inquieta, la nación no siempre comprende con claridad el precio de los nuevos derechos que se desea hacerle obtener, m ientras considera peligroso y vergonzante dejarse sustraer los que ya posee. Las preferencias y los instintos secretos del país, se diga lo que se diga, están todavía de parte de la libertad, y el partido que la represente volverá a ser om nipotente el d ía en que se deje de temerlo.
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VII. LA CENTRALIZACIÓN ADMINISTRATIVAY EL SISTEMA REPRESENTATIVO'
La oposición percibe cómo la vida pública languidece día a día, cómo la influencia del poder aum enta sin cesar en medio de la in diferencia universal, cómo los intereses personales sustituyen las opiniones generales y cómo la prom esa o la d istribución de los favores y de los empleos públicos se convierte de m anera creciente en un todopoderoso medio de gobierno; la oposición advierte estas cosas y se aflige; sus adversarios las advierten y aplauden. Mas nadie, si no yerro, se rem onta hasta las causas reales y permanentes de un hecho tan grande; por lo general, se lim itan a atribuírselo a los vicios o a la habilidad de los hom bres. Unos lo denigran, otros lo alaban. Los hom bres, empero, no m erecen m ás que una pequeña parte de tales injurias y de tales homenajes. El origen de sus propias acciones está por encim a de ellos mismos; no hacen sino seguir la vía a la que les em pujan las instituciones.
Para juzgar lo que sucede, descartem os en p rim er lugar el re cuerdo de todo lo que tuvo lugar en o tros tiem pos y en otros pueblos. Lo que está pasando en este m om ento entre nosotros es del todo nuevo en la h istoria del m undo. Estam os in tentando una experiencia por la que ninguna o tra nación ha pasado todavía. Querem os hacer que coexistan al m ismo tiem po, sobre el m ism o suelo, tres cosas jam ás reunidas en parte alguna: la centralización adm inistrativa, el gobierno representativo y la igualdad.
Existen gobiernos muy centralizados, como por ejemplo el de Prusia, en los que el poder real adm inistra en buena medida por sí
1. Publicado en el Commerce el 24 de noviembre de 1844.
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mismo, como entre nosotros, las cosas y a los hombres. Pero junto a ese gran poder administrativo no hay instituciones representativas. El gobierno, por tanto, sólo depende de sí mismo; no necesita com prar cada día de un cierto número de ciudadanos el derecho de vivir. Puede haber incapacidad y opresión en su modo de conducir los asuntos públicos, pero no hay ni parcialidad sistemática ni corrupción.
En Inglaterra, los gobernantes necesitan de continuo, como los nuestros, adquirif o asegurarse amigos, y para lograrlo se sirven sin demasiados escrúpulos de los favores de que el Estado dispone. Com etería un erro r quien creyese que los m inistros ingleses no d istribuyen los empleos públicos con fines parlam entarios. Casi todos lo han hecho o siguen haciendo; mas al serle desconocida a los in gleses la centralización adm inistrativa, y muy parco el núm ero de cargos a d istribu ir entre ellos, la corrupción por parte del gobierno nunca puede ser ni muy extensa ni muy eficaz.
Eso es lo que se da en otros lugares. Veamos ahora qué se ve entre nosotros.
Nosotros hemos encerrado, y por así decir encajado, en medio de un gobierno parlam entario , como el de los ingleses, una centralización adm inistrativa m il veces más com pleta que la de Pru- sia. ¿Qué puede surgir de una com binación tan nueva?
Nuestra adm inistración central de alguna m anera tiene en sus manos la entera máquina social, de la que controla, ella sola, todo resorte; no hay asunto tan grande que no abrace, detalle tan nimio que no pretenda regular. Los departam entos, las ciudades, los pequeños pueblos son sus pupilos. Todos los días influye directamente en el patrimonio, en la posición, en el futuro, en el honor de cada uno de nosotros. Nos puede obstaculizar una y otra vez en mil modos, o ayudam os de mil maneras. Puesto que ejerce o dirige todas las funciones del cuerpo social, ella misma elige a los innum erables funcionarios que una sociedad educada como la nuestra siente necesitar. Tales son sus atribuciones, que van en aumento. Toda nueva necesidad sugerida por el progreso de la civilizaciónJe otorga un nuevo poder. Se desarrolla, pues, sin cesar con nuestras luces y nuestras riquezas.
Ahora bien, ocurre que los m ismos hom bres que, en cuanto adm inistradores, usan tan inaudita potencia, se hallan sometidos, en cuanto m inistros, a la voluntad del pequeño núm ero de ciudadanos que form an el cuerpo electoral, o que com ponen la legisla
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tura. Gozan de prerrogativas jam ás poseídas por ninguno de los mayores déspotas, y no obstante, en todo momento, están a la m erced de los caprichos de una asam blea o de los de un hom bre. Tienen a la vez un gran poder y una gran dependencia. ¿Cómo no abusarían del prim ero para liberarse de la segunda?
¡Y ved cómo a la larga encontrarán ocasiones p ara lograrlo! ¡Considerad hasta qué punto nuestro estado social se presta al respecto! Bien mirado, Francia es el país con menos pobres, pero tam bién en el que uno encuentra m enos ricos. N uestros patrim onios son lim itados y móviles, a m enudo insuficientes para nuestras necesidades, siem pre para nuestros deseos. La ley nos perm ite aspira r a todo, y la poca entidad de nuestros patrim onios nos retiene en la m ediocridad, a no ser que el gobierno acuda en nuestra ayuda. ¿Quién en Francia está seguro de poder prescindir toda la vida de los empleos públicos, p ara él o para sus hijos? Casi no hay n adie en esta situación.
¿Puede pretenderse, pues, que un gobierno que tiene tantas prerrogativas y que está rodeado de hombres con tantas necesidades, no se vea pronto arrastrado aun a pesar de sí mismo primero a ser nuestro corruptor y luego nuestro amo? No deja de sorprenderme que verdad tan evidente no llame más la atención, y me asom bra toparm e con espíritus excelentes que a veces parecen ignorarla. A menudo se escucha a las mismas personas que no cejan en sus reproches al gobierno por corromper las conciencias, pedir sin cesar que se otorguen nuevos derechos a la adm inistración: como si no fuera gracias a su potencia adm inistrativa como el poder político deviene corruptor.
Estoy lejos de creer que m odificando nuestras leyes electorales, que poniendo ciertos límites y ciertas reglas a la administración, som etiéndola a un cierto control, situándola m ás habitual y constantem ente bajo la luz de la publicidad, no puedan aportarse remedios eficaces al mal deplorado. Lo espero y lo creo; pero al m ismo tiem po estoy profundam ente convencido de que si se deja que las cosas sigan su curso, que los vicios de las instituciones tran quilam ente se desarrollen a través de los vicios de los hombres, llegaremos a un grado de miseria moral del que ningún pueblo ha sido aún testigo, pues ninguna se ha encontrado nunca en condiciones semejantes. ¿Creéis que el mal ha llegado a su últim o térm ino? Desengañaos: está en sus inicios. Hasta aquí nuestras costum bres han
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resultado de más valor que nuestras leyes, nuestros instintos que nuestros deseos; nuestras opiniones luchan todavía contra nuestros intereses; aún la corrupción no ha encontrado com pletam ente su teoría y su código.
Mas dejem os que la sociedad vaya aún por algún tiem po sin ayuda por la vía por donde ya camina; dejémosla debatirse sola bajo la sim ultánea presión de las tres poderosas causas descritas: pronto se verá quS lo que todavía no es más que un hecho frecuente se convierte en un uso adm itido; que lo que hoy es un exceso será regla. Term inará por establecerse como máxim a de Estado, p rofesada por unos, tolerada por todos, que la adm inistración no debe sus favores, y hasta su justicia, sino a quienes la apoyan. La realeza gobernará con ayuda de un partido que adm inistra. No sólo dejará de rechazarse la corrupción, sino que, por así decir, ya no será sentida; será tan aceptada como sufrida. Las ideas políticas acab arán entrando, de alguna m anera, en el dom inio de la econom ía dom éstica, y se destinará a los propios hijos a una opinión como se les destina a una condición. Para entonces, habrem os reunido en una constitución cuanto de peor tienen los diferentes regímenes. H abrem os tom ado, de las m onarquías absolutas, la coacción y la inm ovilidad; de las instituciones representativas, la corrupción y la parcialidad del poder.
Así pues, ¿qué esperamos? ¿Queremos, antes de salir de nuestro letargo, que esta gran nación se transform e en un pueblo de servidores? ¿Es menester que el comercio de las conciencias se haya convertido en ella en una industria universal y regular? ¡Pensémoslo bien! Nuestros padres hicieron m ucho por nosotros, rom pieron to das nuestras antiguas cadenas, nos arrancaron de las desigualdades, de los vicios, de las m iserias del Antiguo Régimen; mas no lo hicieron todo: dejaron tras sí la tarea de buscar la solución de un gran problem a. Con ayuda de cuáles precauciones, m ediante cuáles garantías, siguiendo cuáles reglas, puede llegarse a com binar por p rim era vez en el seno de una sociedad dem ocrática como la nuestra, una vasta centralización y un sistem a representativo serio. Tal es el terrible enigma del que es menester actualm ente encontrar la clave.
Hay, sin duda, en este m om ento, m uchos otros asuntos muy dignos de ocupar y aun de apasionar al país. Pero ésta es la cuestión m adre. Resolverla es la principal tarea del presente.
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VIII. DISCUSIÓN SOBRE LA DIRECCIÓN POLÍTICA'
T o c q u e v il l e : Señores, podría no responder a las palabras recién pronunciadas por el honorable o rador que me ha precedido, pues no era a mí al que tales palabras estaban dirigidas. Ha m encionado los debates de la coalición; yo no estaba en la Cám ara en esa época. Podría, pues, no responderle al respecto. Con todo, cedo a la tentación de decirle que dicha m ención por su parte es harto im prudente.
Ha m encionado ciertos discursos del periodo de la coalición: no ha m encionado los más célebres.
A la izquierda: ¡Sí, sí! Es cierto.T o c q u e v il l e : Ha m encionado ciertos discursos dirigidos al
m inisterio del 15 de abril: no ha m encionado los que fueron d irigidos en el modo más personal, más directo, más ultrajante. ¿Y quién pronunciaba tales discursos? ¿Provenían de esta parte (el orador señala la izquierda) de la Cámara? No. ¿De dónde salían? De la boca m ism a del hom bre en cuyo nom bre o por cuyo apoyo el honorable orador que me ha precedido acaba de tom ar la palabra.
A la izquierda: ¡Muy bien, muy bien!T o c q u e v il l e : El honorable orador que me ha precedido se mos
traba indignado ante la pretensión de, sin cam biar las cosas, cam b iar a las personas; de cam biar el m inisterio sin cam biar de política. A mi vez, yo le pregunto: ¿quién ha llevado a cabo todas esas cosas del modo m ás clam oroso, y en consecuencia m ás peligroso para la moral pública? ¿Quién ha llevado a cabo justo eso de lo que se queja el honorable o rador que me ha precedido? ¿Uno de no-
1. Discurso contra la Entente cordial pronunciado en la Cám ara de Diputados en la sesión del 20 de enero de 1845.
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sotros? No; fue el hom bre célebre que tengo an te m í en ese banco. (Nueva aprobación en la izquierda).
El honorable orador que me ha precedido se lamenta de que el ministerio esté en este momento expuesto... a qué? No ha pronunciado el nombre, pero ha definido la cosa: está expuesto a un complot.
No sé si existe dicho complot; no estoy seguro más que de una cosa: que yo no form o parte del mismo. Mas, aun cuando dicho com plot existiei^, aun cuando gracias al mismo, aun cuando p ara cam biar nom bres, por decirlo como el honorable orador que me ha precedido, sin cam biar los principios, no se ocupase más que de intereses y de hom bres, ¿qué se haría? No se haría sino aprovechar las lecciones continuam ente im partidas en los últimos cuatro años. ¿Qué hace el gabinete desde hace cuatro años, no digo en este recinto, sino fuera? Hace que los intereses sustituyan a los principios, se gana a los hom bres uno por uno. ¿Cómo? ¿Satisfaciendo sus opiniones? No; otorgándoles favores, cargos, empleos. (Murmullos violentos en el centro. Aprobación en la izquierda).
¿Qué más hace? Extingue cada día la vida política en el país, extingue el culto de las opiniones, el culto de los recuerdos, y viene hoy a quejarse aquí, por medio de sus amigos, de que quizá haya en la m ayoría que ha constituido quienes ejecuten lo que él ha p rofesado, que im iten lo que ha hecho, que aspiren a ocupar su lugar sin modificar sus principios, tal y como él quizá les solicitara abandonar los principios para ocupar el cargo que ocupan; se queja de que se urda contra él un com plot. En lo que a mí hace, creo tener el derecho de decirle que si, en efecto, debe perecer hoy a causa de un com plot, m orirá de la enferm edad que él m ismo ha inoculado al país. (Aprobación en los extremos).
Señores, el honorable orador que me ha precedido hizo que me saliera del plan que me había propuesto al subir a la tribuna. No deseo tra ta r aquí cuestiones que suscitan irritación; ya sé que son m uchas las personas dispuestas a tra ta r este tipo de cuestiones en este mom ento, pero yo no desearía hacerlo; más aún, deseaba, antes de que se produjeran estos enojosos debates, tra ta r una cuestión que consideraba más grande que las personas, más grande que los mezquinos intereses que aparentem ente están en juego aquí. Dicha cuestión es un asunto de política exterior, un asunto que dom ina toda nuestra política exterior.
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El honorable orador que me ha precedido ha dicho que la política exterior le parecía muy digna, muy firme, muy feliz.
Mi opinión no es ésa; creo exactam ente lo contrario; creo que la política no ha sido ni firm e ni digna. ¿H abría de creer por ello que el hom bre em inente que dirige nuestros asuntos externos haya tenido semejante conducta, que no considero digna de Francia, sin graves motivos, que la haya tenido por el gusto de tenerla, que la haya tenido incluso con el objetivo egoísta de m antenerse en el poder? No, yo no creo tales cosas; me gusta respetar a mis adversarios; considero que si el ministro de Asuntos Exteriores ha mostrado frente a Inglaterra esa conducta que llam aría débil e indigna, lo haya hecho por m or de lo que ha creído ser una necesidad de la situación de su país.
Entiendo que ha pensado, y que sigue pensándolo en el fondo de su alma, que la alianza inglesa, la alianza íntim a, completa, permanente con Inglaterra, es una de las necesidades absolutas de nuestra situación política, y que ante tal necesidad haya hecho plegar un espíritu que es naturalm ente orgulloso. Eso es lo que yo entiendo.
Sé que se in ten tará hallar equívocos en las palabras; sé muy bien que se dirá que no hay alianza, que se tra ta rá de definir qué sea diplom áticam ente una alianza, para concluir que en absoluto hemos hecho una alianza.
Todo esto. Señores, perm itidm e decirlo, es logom aquia parlam entaria. Vayamos al fondo de las cosas; llam ad lo que hoy sucede como queráis, llam adlo alianza, llam adlo entente cordial, llamado leal am istad: lo cierto es que tom áis como eje de nuestra política exterior a Inglaterra, que tenéis una irresistible inclinación a elegir entre todas las naciones de Europa a Inglaterra para apoyaros en ella, que, en una palabra, convertís la am istad íntim a con Inglaterra en el punto central de vuestra entera conducta.
Ésa es vuestra idea; y a esa idea sacrificáis, o por lo menos eso creo, la dignidad y en ocasiones el honor de vuestro país.
Y lo que me espanta es que ese punto de vista, que considero falso, no es sólo el punto de vista en el que se encierra el señor m in istro de Asuntos Exteriores. Otros em inentes hom bres de E stado profesan una opinión sem ejante. La respeto; no la com parto. Diría, si fuera m enester, los nom bres, y puedo hacerlo sin herir a nadie, pues si los digo es porque los creo entre los m ás elevados
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que puedan pronunciarse en esta Cámara, porque lo que he de decir de las personas que llevan tales nom bres es honorable y respetable. Así pues, diré que si com paro la opinión que tiene sobre la cuestión de la alianza inglesa el honorable señor Guizot, con la que a m enudo profesa el m ás vivo, enérgico y célebre adversario de su política, el honorable señor Thiers, advierto escasa diferencia. La diferencia, en relación a la conducta, es inmensa; en relación al punto <íe partida, me parece nula.
Uno y otro creo que com parten el punto de vista, estrecho en mi opinión, de que la alianza inglesa es una necesidad absoluta, una necesidad invencible, aplastante en nuestra situación. Sé que uno y o tro desearían, en el seno de la alianza inglesa, tener una conducta diferente, y al respecto he de decir que soy de la opinión del señor Thiers frente a la conducta del señor Guizot; pero no es m enos cierto que el ver en esta Cámara, en dos bancos opuestos, a dos hom bres de Estado, que ciertam ente están entre los más d istin guidos del país en el m om ento actual, adherirse los dos al tiem po a un punto de vista que me parece pernicioso, me produce in quietud. Si no viese ese punto de vista más que en una parte de la Cám ara, tendría esperanza en que un cam bio de política cam biara esa doctrina; pero aquélla me falta, y advierto aún más el deber im perioso que me fuerza a venir a decir a la Cám ara lo que me lleva a creer que se tra ta de un error; in tentaré hacerlo. Pido a la Cám ara que tenga a bien escucharm e con indulgencia, pues, en p rim er lugar, me las tengo que ver con alguien im portante, y luego porque el lenguaje que uso demuestra, espero que la Cámara lo perciba, el perfecto desinterés de mi posición.
La Cám ara sabe bien que no es usando el lenguaje que usaré como uno se aproxima a un punto cualquiera del poder. Si, por tanto, uso un lenguaje sem ejante, debe creerse que es la necesidad de mi conciencia lo que me fuerza al respecto. (¡Muy bien!).
Se ha dicho, no sólo en Inglaterra, sino aquí mismo, que quienes se oponían a un com pleto entendim iento entre Francia e In glaterra querían la guerra; que se trataba de un modo indirecto de provocarla.
Perm itidm e decir que, en cuanto a m í al menos, y, creo, a to dos mis colegas, dicha acusación, sea quien sea quien la haya efectuado, y el ám bito donde se haya efectuado, se trate del Parlamento
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de Inglaterra o de cualquier otro lugar, es una odiosa calum nia. Creo que la guerra con Inglaterra sería una enorm e calamidad. Repetiré cuanto acaba de decir mi honorable amigo, el señor Gusta- ve de Beaumont: como él, honro y estim o a la nación inglesa, porque la conozco; y considero a los ingleses un grandísim o pueblo, y consideraría una inm ensa desgracia la guerra contra él. Pero no creo que de los principios que voy a sostener, la guerra pueda derivar m ás que de los profesados por el gobierno.
Es m enester saber d istinguir los tiem pos; hay épocas, lo reconozco yo mismo, en las que una alianza, incluso muy estrecha con los ingleses, puede ser no sólo buena, sino necesaria. Creo que aquélla tenía tal carácter al día siguiente de la revolución de Julio. La revolución de Julio no tenía, cierto, necesidad de la alianza inglesa para salvarse, lo hubiera hecho por sí sola; pero creo que la alianza inglesa ha facilitado m ucho su consolidación.
Sé que para m uchas personas ese recuerdo no recom ienda la alianza inglesa. Sé que fuera de esta Cámara hay un partido que separa el interés de la d inastía del in terés del país, y que profesa la opinión de que, si la alianza inglesa ha sido útil a la dinastía, siempre ha sido fatal al país.
En cuanto a mí, nunca dividiré esas dos cosas. De haberlo hecho, no habría prestado juram ento en 1830, no lo habría renovado después, y no hablaría en este m om ento ante esta asamblea. No he dividido esas dos cosas ni nunca lo haré.
A mi modo de ver, lo digo claram ente, uno de los m ayores in tereses del país, hoy, consiste en no hacer ninguna nueva revolución y conservar la dinastía. Si, por tanto, la alianza inglesa fuera necesaria para alcanzar tal resultado, sería partidario de la a lianza inglesa, porque creo que en política los intereses secundarios han de sacrificarse a los intereses principales.
Pero la cuestión no es ésa. Es evidente que las circunstancias d ifieren de las de 1830. No in ten taré deciros por qué, pues ya se os ha dicho; por otro lado, lo sabéis, es evidente que hoy día las coaliciones no son de tem er; es evidente que hoy día Europa, y en particular Francia, han vuelto a una condición normal. Lo que hoy día se tra ta de exam inar es, no si la alianza inglesa es necesaria como expediente, sino si es necesaria como regla habitual, perm anente y norm al de nuestra política.
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Para mí, no es así.Si el asunto no pareciese de naturaleza tal como para interesar
suficientem ente a la Cámara, aplazaría lo que tengo que decir. (¡Sí, sí, hablad, hablad!).
Los partidarios de una estrecha alianza con Inglaterra tienen por costum bre decir que la alianza inglesa es la más natural de todas. ¿Y por qué? Porque Inglaterra es el único país de Europa con instituciones análogas a las nuestras. Inglaterra quiere la libertad; nosotros la queremos: he ahí un vínculo natural entre ambas naciones.
Eso, señores, es verdad en cierta medida, pero no lo es tanto como quieren hacerlo creer los que se sirven de un tal argum ento.
Es verdad que Inglaterra y Francia tienen instituciones libres; pero Inglaterra y Francia no tienen igual interés en hacer triunfar la causa de las instituciones libres en el mundo; de ahí que, con m ucha frecuencia, la analogía aparente del punto de partida no impida una gran diferencia de la conducta de am bas en relación a los gabinetes extranjeros.
Si Francia estuviera gobernada como debe estarlo, advertiría que su principal interés, su interés permanente, consiste en hacer triunfar las instituciones liberales en el mundo, no sólo por amor a dichas instituciones, sino en aras de su fuerza y su grandeza mismas. ¿Qué atiza en algunas partes del mundo la enemistad contra Francia? Son las instituciones liberales. ¿Qué crea amigos de Francia en todo el mundo? Son las instituciones liberales. El gran interés de Francia es, pues, sustitu ir por doquier las instituciones absolutistas por instituciones liberales: tal es, oso decirlo, el interés capital de Francia. Ése no es el interés de Inglaterra. Las instituciones de Inglaterra no le dan ni amigos ni enemigos en el mundo. Contribuyendo al triunfo de tales instituciones, sigue su gusto, no su interés; y a menudo sucede que su interés la conduce a sacrificar su gusto.
Así, Señores, por tom ar ejemplos recientes que nos son conocidos, ¿a qué se debe que en España, por ejemplo, la política inglesa y la política francesa tengan siem pre tan tas dificultades en en tenderse? A que el principal interés de Francia en España es que E spaña consolide y preserve sus instituciones liberales. ¿Y cuál es el p rincipal interés de Inglaterra? Que España sea un gran alim ento p ara su com ercio y su industria.
Lo m ism o diría de Portugal, lo mismo de Grecia.
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En esos países diversos, la analogía de las instituciones no basta para dar a los dos países políticas análogas.
Pero, por lo demás, es cierto que Francia e Ing laterra tienen, las dos, instituciones sem ejantes. Las dos tienen libertad, es cierto, ¿mas entienden acaso la libertad del m ism o modo?
¿Qué es Francia en el mundo? ¿Cuál es su papel? ¿Qué es, si no el corazón y la cabeza de la democracia, de ese estado nuevo al que se puede sin duda alabar o maldecir, pero al que es preciso adm itir puesto que está en la necesidad m ism a de las cosas? He ahí lo que representa Francia.
¿Qué representa Inglaterra? La antigua aristocracia, las an tiguas instituciones de Europa, el antiguo m undo.
Así pues. Señores, lo que hay en lugar de esa unión de la que se habla entre las instituciones de Francia e Ing laterra es un an tagonism o auténtico, profundo, que no se descubre en la superficie, pero que existe en el fondo de las instituciones. Y pronto lo perc ib iría is si, en lugar de ad o rm ecer v u estra dem ocrac ia , de entretenerla con labores indignas de ella, de hacerle pasar el tiem po, como decía hace poco mi honorable amigo el señor de B eaum ont, en hacer condes y duques, agitarais su bandera en el m undo; percibiríais entonces que la analogía de principios no existe, o como m ucho que existe sólo en la superficie, y tendríais de nuevo frente a vosotros al antiguo enemigo con el nos topáram os en los prim eros tiem pos de la Revolución francesa.
Veríais que la analogía es lo falso y el antagonismo lo verdadero.Mas aunque existiese la analogía de las instituciones, no podría
equilibrar la contraposición de intereses. Sé que esa contraposición ha sido negada, pero tam bién sé que es evidente para cualquiera. Es evidente que, allá donde queram os dar un paso, sea en el comercio o en la industria, encontrarem os los intereses de Inglaterra directam ente opuestos a los nuestros.
Pero se dice: eso ocurre en todas las alianzas; ¿es acaso posible aliarse a un pueblo que no tenga intereses opuestos a los p ropios? ¿No se da eso en toda alianza? Es verdad; pero hay una p articularidad en la alianza de Francia con Inglaterra, a saber: no sólo la contraposición de intereses, sino igualm ente la im posibilidad para Inglaterra de transig ir en alguno de sus intereses, con independencia de lo que hagam os por ella.
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Se tiene la costum bre, Señores, de increpar a los ingleses con frases injuriosas. Se dice que el gobierno inglés es insaciable, que su am bición no tiene freno, que jam ás se da por satisfecho, que su egoísmo no conoce límites.
Todo eso tiene para mí, perm itidm e que lo diga, el tin te de una declam ación vacía. Cuando se examina atentam ente cuál sea la situación de Inglaterra y cuál la conducta de su gobierno, fácilmente se descubre que el gobierno inglés está obligado —no en interés de la potencia de Inglaterra, sino porque le va en ello la vida: sí, la vida— a hacer todo lo que se le reprocha. Inglaterra, insisto, porque le va en ello la vida, está obligada a hacer todo lo que hace; ni m ás ni menos.
Pensad, Señores, en la situación singular e inaudita de Inglaterra; inaudita por su grandeza, inaudita por sus peligros; pensad en una nación que ha conseguido poner en sus m anos todo el com ercio m undial, y a proveer con su industria a todo el m undo, y que para vivir se ve obligada a m antener dicho estado extraordinario y anorm al.
La industria y el comercio no son para ella lo que son para nosotros, medios de riqueza, medios de grandeza; no os engañéis: son su vida. Pensad en lo que es la Inglaterra de nuestros días; observad, Señores, toda la actividad, toda la energía, toda la ciencia, to das las posesiones de tan gran pueblo encerradas, concentradas, acum uladas, me atrevo a decirlo, en el cam po de la industria; observad a dos tercios de su población ocupada tan sólo en tales tra bajos, dos obreros frente a un agricultor. Y no es todo. Esa m asa de obreros se encuentra concentrada en un espacio muy reducido, form ando un pueblo aparte, pueblo móvil, agitado, y enemigo, sin advertirlo con claridad, de las instituciones aristocráticas que están en la base de la constitución del país. Hay algún condado en Inglaterra que cuenta con nueve obreros industriales por cada agricultor. He ahí el estado de Inglaterra.
¿Y creéis. Señores, que una nación^que está en posición tan forzada, tan contraria a la naturaleza habitual de las cosas, pueda no ver en la industria y el com ercio no ya la fuente de su riqueza y su grandeza, sino la garantía de su existencia? Sería un completo error. No, Señores, Inglaterra, y creo que eso debe estar siempre presente en la m ente de quienes tra tan con ella, Ing laterra necesita, para
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vivir, tener abiertos todos los m ercados del m undo, y a fin de asegurar el aprovisionam iento de todos esos m ercados necesita ser la dueña de los mares; no sólo necesita ser poderosa, necesita ser to dopoderosa; necesita no sólo mandar, necesita reinar. Tal es la real situación de Inglaterra. Así, cuando le pedís que os ab ra un m ercado, incluso el más pequeño, está obligada a rehusároslo. Mostraos respecto de ella todo lo solícito que queráis, que os rechazará. H aced todas las concesiones de am or propio que queráis, no obtendréis nada. ¡Cómo! ¡Con tantos mercados en los que ella reina, y no puede cederos el de Bélgica! No, no puede. ¡Cómo! ¡Ocupando In glaterra continentes enteros en Oceania y no puede perm itir que se ocupen tranquilam ente dos pequeños islotes! No. ¡Posee una porción entera de Asia y no puede dejaros las inhospitalarias costas de África! No, no puede, y no lo hará jam ás. En consecuencia, cuando queréis pedir a Inglaterra reciprocidad en los intereses, pedís algo que los hombres de Estado más hábiles de este país nunca pensaron obtener; perseguís una quim era, y sobre este punto afirm aría, sin que me haya hecho el honor de decírmelo, que el señor m inistro de Asuntos Exteriores es de mi opinión.
Con una nación que necesita ser no poderosa, sino todopoderosa, no hay am istad estrecha y eficaz posible sino con una sola condición: la de renunciar a las cosas en las que aquélla quiere ser todopoderosa.
Ahora bien, pregunto, ¿podemos nosotros hacer un sacrificio sem ejante? Hom bres de Estado parecen haber creído que era sobre el continente donde Francia habría de llevar en el futuro todas sus ideas de grandeza. La verdadera grandeza, la verdadera potencia de Francia, según dijo, si no me equivoco, el honorable señor Thiers, está sobre el continente. Creo, Señores, que eso, y que el honorable señor Thiers me perm ita decirlo, es un recuerdo del imperio.
T h i e r s : N o , e s l o c o n t r a r i o .T o c q u e v il l e : Creo que eso era verdadero, muy verdadero, du
rante el Im perio.T h ie r s : Es al revés.T o c q u e v il l e : Creo que eso no es verdad en nuestra época; du
ran te el Im perio, el antiguo m undo europeo estaba de alguna m anera disuelto, por doquier había despojos que tomar. Hoy día nos
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vemos encerrados dentro de límites que ningún hombre sabio, al menos por ahora, puede esperar rebasar. En cuanto a mí, con toda confianza, preguntaría a los hom bres de Estado que contiene esta Cámara, de qué modo, en qué hipótesis, según qué circunstancias, creen que Francia podría extenderse sobre el continente. Estoy convencido de antem ano que no podrían responderme. No fue así para el Im perio. Por otra parte, bajo el Imperio, la m arina francesa fue completam ente y, cabe creer, destruida para siempre. Sé, pues no quiero apelar aquí a sentim ientos que no considero sinceros, que enuncio ideas que creería exageradas; sé perfectam ente que no estamos destinados, sea como fuere el avenir, a reemplazar el pabellón dom inador de Inglaterra en los mares. No creo en eso, pero creo que un gran porvenir puede aún estarnos reservado en este ámbito. Creo sobre todo que se abren en este tiempo para nosotros perspectivas que los hom bres de Estado del Imperio no tenían. Observad, Señores, lo que en efecto sucede: observad cómo, en la otra orilla del Océano, se engrandece ese gran pueblo, los Estados Unidos de América que, sin colonias. Señores, con m ínim as posibilidades, en consecuencia, de desastres comerciales, m ediante los únicos recursos de su territorio, de su espíritu, de su genio, tienen ya la m itad de la población m arítim a de Inglaterra, y un comercio equivalente a las dos terceras partes del británico; ¿creéis que en el mom ento en que una tal potencia m arítim a, que crece sin cesar, entra ep liza, creéis que sea el m om ento de desertar del mar? ¿Creéis que, ahora que del otro lado del Océano, nos llegan así aliados, vengadores quizá, sea el momento de abandonar la lucha? Por mi parte, no lo creo.
Lo que aún no existía en el Imperio era el vapor; no imaginen que quiera en trar en la cuestión de la aplicación del vapor a la m arina de guerra, de ningún modo. No es éste ni el mom ento ni el lugar; quiero sólo citar un hecho a la Cámara, pues me parece capital.
Hace poco fui a ver en Cherburgo el Gomer, el bajel a vapor que transportó al Rey a Inglaterra, bajel de 450 caballos; ¿sabéis. Señores, cuántos marineros, m arineros de verdad, gente de mar, se requieren de ordinario para m aniobrar un bajel como ése? C uarenta. ¿Sabéis cuántos hom bres de ésos exigiría una fragata de la m ism a fuerza? Doscientos cincuenta.
Dad ahora a este hecho la extensión de una idea general. ¿A qué se debe nuestra inferioridad respecto de Inglaterra? ¿A la dificultad
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de obtener un material? En absoluto. No existe a fin de cuentas una desproporción tal entre nuestras riquezas y las de Gran Bretaña que nos im pida construir tantos bajeles como los ingleses. ¿Qué nos falta entonces? Se ha dicho cien veces, m arineros.
¿En qué proporción es inferior nuestra población naval a la población naval inglesa? Precisam ente en la m ism a proporción de la tripulación del bajel a vapor respecto del de la fragata. Tenemos sólo la quinta parte de la población de Inglaterra. Conducid la m isma flota con cinco veces menos de hom bres y la igualdad entre las dos naciones quedará restablecida.
Y bien, pregunto, el m om ento en que una fuerza sem ejante se produce en el m undo y, por así decir, viene a caer de m anera inesperada en vuestras m anos, ¿es el m om ento de abandonar el dom inio de los mares? No lo creo. Ahora bien, lo repito, por más que hagáis a los ingleses todo tipo de ofertas, les concedáis toda suerte de ventajas, todo, con aquella relación, será estéril. Jam ás obtendréis de ellos que os dejen desplegar librem ente y por com pleto vuestras fuerzas por los m ares y en la industria; no lo obtendréis porque no pueden concedéroslo, por ser una necesidad de su vida política, de su vida social, de la conservación de su institución, del m antenim iento de su grandeza, no acordar a nadie lo que dem andáis de ellos.
Señores, si la alianza inglesa, la estrecha alianza, no es posible de modo perm anente y en pie de igualdad, la sola m anera que pueda dar satisfacción a Francia, si es cierto que con ella deberíamos dar sin cesar sin jam ás recibir; si eso es cierto, ¿qué es m enester hacer? ¿Podemos reem plazar d icha alianza por otra? En mi opinión, estoy convencido de que, en el estado actual del m undo, en la posición presente de Francia, con todas las circunstancias de su política, la cosa es pura utopía. Me parece im posible. Creo que Francia no puede ya contraer una estrecha alianza con pueblo alguno salvo con los ingleses. A mi modo de ver, pues, la cuestión se reduce a saber si se tra ta de un sueño creer que Francia pueda prescindir de hecho de tan estrecha alianza. Soy dado a creer, por cuenta mía, que puede. Las alianzas estrechas, señores, no son necesarias más que en tiem pos de acción. Uno se alia p ara actuar. Y bien, el movimiento del m undo no lleva a los pueblos de hoy a la acción, al menos a esa clase de acción exterior y enérgica que hace
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necesarias las alianzas. Los pueblos no crecen hoy sino m erced al m ovim iento insensible y gradual de sus recursos privados, al tra bajo interno de la industria, al desarrollo pacífico de las artes; para alcanzar esta especie de grandeza, la acción exterior, la acción viva y enérgica, la acción que exige alianzas, no es necesaria.
Creo por tanto que nunca las alianzas estrechas fueron menos útiles que en el presente, y lo que me llevaría a creerlo, aun cuando no bastaran ni la teoría ni el atento examen de las cosas, es una opinión expresada por el señor m inistro de Asuntos Exteriores en persona.
«Para un país sensato, decía, no hay más que tres posibles sistem as de política: las alianzas, el aislam iento, la independencia en el seno del buen entendimiento con todos. Alianzas: su tiempo ha pasado. [Se equivocaba, sin duda, pues es precisamente lo que nos lleva a hacer hoy]. El aislamiento es una política transitoria vinculada a una época m ás o m enos crítica y revolucionaria. La política de la independencia en el seno del buen entendim iento con todos es la única hacia la que hoy tienden los gobiernos sensatos»^.
Y bien, señores, es justam ente eso lo que yo pido, es esa política indicada m as no seguida por el señor m inistro de Asuntos exteriores, la cual, en mi opinión, satisface las necesidades del siglo, las actuales necesidades de Francia. ¿Es la política que se sigue? El señor m inistro de Asuntos exteriores me hace un signo de que sí, pero los hechos se yerguen contra sus palabras. ¿Es una política independiente la que inflige a Francia un agravio del derecho de visita? ¿A favor de quién? Es evidente; p ara ag radar a Inglaterra. ¿Es una política independiente, por lim itarm e a hechos re cientes, la que concede una indem nización a un hom bre que, según el derecho de las naciones, h ab ría pod ido no sólo ser apresado, sino ejecutado bajo el im perio de la ley? ¿Es una política independiente la que, contrariam ente a nuestros derechos, contrariam ente a los usos de la nación, contrariam ente a nuestra dignidad, concede una especie de prem io de la sangre a un hom bre que ha hecho correr a borbotones íá sangre de Francia? ¿Es una política independiente aquella política que, como creo se probará
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
2. Tocqueville condensa aquí un fragm ento del d iscurso de G uizot a la Cám ara el 19 de enero de 1842.
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en la discusión sobre la dirección, luego de haber hecho una guerra gloriosa, una guerra afortunada, se frena de golpe frente a la victoria, recula ante ella, sin osar extraer de la victoria el fruto que legítim am ente debía extraer, el fruto que quienes estaban al frente del éxito creían poder obtener? ¿Hay política independiente cuando tales enorm idades, no tem o llam arlas así, se hacen única y exclusivam ente para ganarse la benevolencia de Inglaterra? Afirmo que si el principio expuesto por el señor m inistro de Asuntos exteriores en el fragm ento que acabo de leer es, en m i opinión, un principio cierto, las consecuencias que de él saca son contrarias; afirm o que, se llame como se llam e lo que existe entre Inglaterra y nosotros, se le puede dar el nom bre que se quiera, no se cam biará la naturaleza de las cosas: es la dependencia que nos inflige.
Comprendo muy bien que, apoyándose perpetuam ente en el poderoso brazo de Inglaterra, ocultándose en todas las cuestiones detrás de Inglaterra, la situación es más cómoda, más tranquila, exenta no sólo de peligros, sino de preocupaciones. Pero no es para que deis lugar a una situación de esta clase para lo que vuestro país os ha puesto a su cabeza. Queréis la alianza inglesa. En efecto, os es necesaria, ¿pero por qué? Porque el gobierno que hacéis de F rancia la hace indispensable. ¡Es evidente que si no tuvieseis tan estrecha, continua y completa, alianza con Inglaterra, os veríais obligados a contar en alguna ocasión con vosotros mismos, a m enudo con la nación; estaríais obligados a identificaros con el espíritu de la nación; a penetrar más de lo que lo hacéis en sus pasiones, en sus ideas, en sus gustos; os sería preciso m ostraros m ás apasionados que ahora por su grandeza, por su dignidad, por su gloria! Si no tu vierais esa seguridad absoluta, la que os perm ite dorm ir en los b razos de Inglaterra, os veríais obligados a tener en vilo a la nación, a conducirla en modo que pudiese, de ser necesario, sostener una batalla; no os atreveríais entonces a dejar que se em botara, como hacéis, m erced a los intereses m ateriales, a las m ezquinas consideraciones personales, a los m iserables intereses individuales; os veríais obligados a despertar, a reanim ar, a m antener en pie su patriotism o, porque un día u otro podríais necesitar serviros del m ismo. Pero vosotros queréis dispensaros de todas estas cosas: ¡a eso se debe que una estrecha alianza con Inglaterra os sea indispensable! (Movimiento de aprobación en la izquierda).
DISCUSIÓN SOBRE LA DIRECCIÓN POLÍTICA
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IX. APUNTES SOBRE POLÍTICA INTERNA'
1 . UN PARTIDO NUEVO^
Es evidente que, en el estado de desorganización y anarqu ía en el que se encuentran los antiguos partidos, de descrédito en el que han caído sus jefes, de sufrim iento m oral en el que está el país, de d isgusto que experim enta aun dejándose conducir por la m era astu cia, en un tiempo, en fin, en el que hay muy poco de nuevo y grande que quepa razonablem ente in ten ta r en política, en el que incluso no hay, por así decir, pasiones políticas que obren de vínculo ni divergencia de opiniones o de intereses que rentabilizar en el seno del país legal; es evidente, digo, que la base más novedosa, la más honorable y, bien m irado, la m ás útil que se pueda encontra r en aras de la creación de un partido nuevo, sería un enérgico y práctico llam am iento a la m oralidad política.
Tal partido tendría a su favor, en prim er lugar, a los hom bres realm ente honestos.
Se nutriría de hom bres hartos de los vínculos de sus viejos partidos, de los movidos por una ambición sin urgencias, a los que proporcionaría un cobijo honorable y una especie de terreno neutral sobre el que perm anecer en la espera, sin llegar a una rup tu ra definitiva con ninguna fracción de la Cámara, pues objeto de este partido sería más bien hacer un uso distinto de las instituciones que tenem os que crear o tras nuevas.
H asta aquí las ventajas. Veamos ahora los inconvenientes:
1. Título nuestro.2. Nota difícil de datar, aunque se relaciona con las discusiones mantenidas en 1846 y 1847 tendentes a la creación de una nueva form ación política.
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La honestidad política es por cierto un sistem a y un dato de lo más práctico, pero m ientras consista únicam ente en realizar una censura de la honestidad de cada uno de los actos del gobierno y de la administración, no puede servir de texto de discusión de la Cám ara ni convertirse en un terreno parlam entario . Serviría apenas p ara a tacar a quienes se com bate, pero sin sum inistrar puntos de convergencia a quienes os sostienen. Es una fórm ula harto vaga y por ende harto im potente si no llega a ser precisada en ciertos cam bios que se piden en las leyes.
Con el fin de servirse de la m oralidad política como vínculo de un partido y dirigirla m ás allá del m ero aum ento de la consideración personal, es m enester pues personificarla y precisarla en un cierto núm ero de reform as.
A eso es a lo que es necesario aplicarse. No veo aquí más que tres, pero entre ellas hay una tan im portante que se bastaría sola, creo, p ara constitu ir el vínculo de un partido:
1.° La cuestión de los funcionarios públicos en la Cámara;2.° Las reglas generales relativas a la adm isión en la función
pública y a los ascensos en el in terio r de la misma;3.° Un sistem a electoral que, contrariam ente al nuestro, no
haga de la corrupción política la ley del país.Este últim o punto es inm enso. Una reform a sem ejante no está
aún m adura y es evidente que quienes hacen cam paña por ella se vuelven por mucho tiempo imposibles, como se dice en la jerga parlam entaria. ¿Mas qué ha de im portarnos a nosotros, que no querem os ser m inistros, sino únicam ente causar una gran im presión a los ojos del país?
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
2 . LA CLASE MEDIA Y EL PUEBLO^
Hay quejas por la esterilidad del m undo parlam entario , por la escasa im portancia de las cuestiones que, las más de las veces, en él se agitan, por la poca virilidad de los partidos que se lo reparten.
3. 1847. El texto, esbozo del p reám bulo p ara un fu tu ro m anifiesto político del g ru po de la jeune gauche, no llegó a ver la luz.
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Que tales reproches estén o no fundados, lo cierto es que la mayoría del país sólo ra ra y débilm ente se in teresa en nuestros debates. La nación parece dividida en dos partes desiguales; una muy pequeña que se agita y habla en las Cámaras, la otra muy grande que contem pla al pequeño núm ero de actores sin com prender con claridad el sentido de la obra y sin dar m ucha im portancia a los diferentes episodios del dram a parlam entario .
Si se presta atención a los jefes de los dos grandes partidos que integran la Cámara de diputados, la mayoría conservadora y la oposición dinástica, se percibe entre ellos tendencias muy diversas, gustos diferentes; mas al buscar las grandes m edidas en las que basar las diferencias, no se descubren considerables, y lo que más bien se ve es que harían cosas análogas con espíritu diverso en lugar de cosas muy diferentes.
Creo muy sinceram ente que la indiferencia que en general m uestra la nación por lo que ocurre en la Cám ara proviene sobre todo de dicha causa.
Ahora bien, ¿por qué el mundo parlam entario tiene ese aspecto para ella? ¿Hay que tom arla con la nación o con los hom bres políticos? ¿No existe ninguna causa general y profunda que explique en parte tales fenómenos?
Ello puede deberse en parte a la falta de educación política, al cansancio de las revoluciones, tam bién a la d istracción por los intereses m ateriales, a los vicios de las instituciones. Pero, a mi ju icio, ello se debe sobre todo a una causa aún más general y más profunda: a la destrucción de todas las clases en la nación y a la estructu ra m ism a de la sociedad nueva.
Partidos muy diferentes no pueden nacer sino de intereses muy distintos e incluso contrarios. Son tan to m ás persistentes, an imados, ruidosos cuanto más distintos y contrarios son los intereses que les hacen nacer. Para que haya intereses distintos y contrarios se requiere que la condición social de los ciudadanos sea muy d iferente, que unos posean de m anera perm anente ciertos derechos, cierta influencia, cierta superioridad, que no posean los otros. Esa contraposición de intereses, que nace de la diferencia de las condiciones, es lo que ha dado lugar a los grandes partidos que dieron a la vida política tanta actividad durante todo el curso de la prim era Revolución; y a la m ism a causa ha de atribuirse el despertar
APUNTES SOBRE POLITICA INTERNA
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tan activo y fecundo del espíritu público duran te la Restauración. Visto de lejos, el espacio que se extiende desde 1789 hasta 1830 aparecerá com o un solo y único dram a, tan sólo dividido en diferentes actos. Y cuando se proceda al examen de la R estauración se com probará que, una vez separados todos los hechos secundarios, el hecho capital y generador es la lucha final de las clases medias contra la aristocracia propiam ente dicha. Si la ram a prim ogénita hubiese podido depararse desde un principio de todas las antiguas clases aristocráticas y, lejos de in tentar reanim arlas, las hubiese disuelto en la clase media, resulta verosímil que se hubiera producido alrededor de ella el m ism o apaciguam iento de las pasiones políticas en la esfera oficial de los grandes poderes que vemos en este lado, y que no hubiera encontrado más obstáculos para gobernar de los que actualm ente encuentra la ram a cadete. Em pero, las circunstancias m al se prestaban a una conducta semejante y, por otro lado, un gobierno que se llam aba restauración no podía ac tuar en tal modo respecto de aquéllos con quienes había gobernado an ta ño y que habían sufrido después con él.
La revolución de 1830 hizo lo que la R estau ración no pudo o no quiso hacer: culm inó, desde el pun to de v ista social, la re volución de 1789; term inó de d e stru ir sin rem isión a todas las clases que com ponían el país, p a ra no fo rm ar por encim a del pueblo m ás que una sola clase casi hom ogénea en cuyo seno los in tereses son casi idén ticos y en m edio de la cual, en consecuencia, es casi im posible hacer que nazcan y subsistan grandes partido s , es decir, grandes asociaciones po líticas con in tereses d istintos y deseos diferentes. La singular hom ogeneidad que re ina en tre todos los hom bres situados por encim a del pueblo me parece ser la causa p rim era de esta tib ieza singular, de este lan- guidecim iento que de repente se hace n o tar en la vida pública de este país; del vacío real de los debates parlam entarios y de la in sign ificancia de los hom bres políticos. Bien m irado , quizá no haya habido en n inguna época, ni en n ingún país, a excepción de la Asam blea C onstituyente, un parlam ento que contenga m ayor d iversidad y b rillan tez de ta len tos que el nuestro hoy. El ta len to de los o radores es grande, el efecto producido por los d iscursos es pequeño. ¿A qué se debe? A que en el fondo difieren m ás por las pa lab ras que por las ideas, y a que pese a m o stra r
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las enem istades que los dividen no hacen ver con igual c laridad en qué sus actos serían diferentes. Su lucha sem eja m ás bien una querella in tes tin a en el seno de la m ism a fam ilia que la guerra perm anen te en tre dos grandes p a rtido s con in tereses m uy d iferen tes y, por consiguiente, con u na conducta y u nas d octrin as h a rto diversas.
Con todo, quizá llegue de nuevo el día en el que la nación se halle dividida entre dos verdaderos partidos. Decíamos hace un m omento que la Revolución había abatido todos los privilegios y destru ido todos los derechos exclusivos. Em pero, ha dejado subsistir uno: el de la propiedad.
No conviene que los propietarios se hagan ilusiones sobre la fuerza de su situación, ni que im aginen que el derecho de propiedad es una m uralla infranqueable porque en ninguna parte hasta ahora haya sido franqueada. En efecto, nuestro tiem po no se asemeja a ninguno; cuando el derecho de propiedad no era sino el fundam ento de m uchos o tros derechos, no sólo no corría el riesgo de ser alcanzado, sino que ni siquiera se le tenía en la mira. Estaba entonces garantizado y, por así decir, a cubierto. Mas cuando, al contrario, no aparece ya más que como el últim o vestigio de un m undo aristocrático destruido, cuando perm anece en pie solo y aislado, le corresponde sólo a él sostener el choque de las opiniones dem ocráticas y, por vez prim era, se le discute y ataca.
No cabe duda de que un día la lucha política se establecerá entre los que poseen y los que no poseen; que el campo de batalla será la propiedad y que las grandes cuestiones políticas se referirán a modificaciones más o menos profundas aportadas al derecho de los propietarios.
¿Cómo es posible que los signos prem onitorios de dicho avenir no atraigan las m iradas? ¿Se cree efecto del azar, de un capricho del espíritu hum ano, el que se vean aparecer por doquier esas doctrinas que tienen nom bres diversos pero que todas tienen como principal característica bien destruir, bien enervar, o al m enos lim itar y reducir el derecho de propiedad?
No, todas esas doctrinas no son más que síntomas diferentes del estado natu ra l de la época, de esta gran enferm edad dem ocrática que desde hace sesenta años a m enudo ha m utado carácter pero nunca naturaleza.
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3. FRAGMENTOS EN PRO DE UNA POLÍTICA SOCIAL“'
A decir verdad, la igualdad com pleta es una quim era, puesto que no se podría organizar el sistema impositivo en modo de gravar únicam ente al rico; y desde el m om ento que los im puestos, sean los que fueren y por bien establecidos que estén, recaerán a la vez sobre el rico y sobre el pobre, al rico siem pre le será más fácil pagarlos que al pobre.
Pero ese m al inevitable puede ser con m ucho agravado o dism inuido dependiendo del m étodo que se adopte. Es imposible que la desigualdad de las fortunas no se haga sen tir en los im puestos, como en todo lo demás.
Al menos, se debe tender a que se haga sentir lo menos posible.Lo que es factible adoptando estas dos reglas:1.° Exonerar de los im puestos a los más pobres, es decir, a
aquéllos p ara los que la carga es com parativam ente m ás pesada;2.° No gravar con impuestos las cosas necesarias, pues entonces
todo el m undo queda sujeto, lo que tam bién afecta al pobre;3.° Cuando se gravan con impuestos las cosas necesarias o muy
útiles para la vida, hacer que sean muy bajos para cada uno, de modo que les resulte casi igual de indiferentes a los pobres como a los ricos;
4.° Cuando son elevados, in ten tar que sean proporcionales al patrim onio del contribuyente.
Ahora bien, hay m uchos im puestos que por su propia n a tu ra leza no pueden guardar proporción. Todos los im puestos indirectos pertenecen a esta categoría:
1.“ La aduana. Su efecto es encarecer en el in terio r del reino todo lo que grava al entrar. Tal efecto se hace sen tir sobre la to ta lidad de los ciudadanos y por fuerza de m anera desigual;
2.° En el in terio r del reino, los im puestos indirectos propiamente dichos: es el consum idor quien los paga, y pesan sobre él no en razón de su fortuna, sino de su consumo.
Aquí, cierto, cabe decir que el propio consum o, al ser p roporcional al patrim onio, la escala que buscam os la reencontram os.
4. Notas redactadas probablem ente en 1847 con vistas al m anifiesto citado en la nota anterior.
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Salvo, eso sí, que se trate de m ercancías necesarias y cuyo consumo es más o menos igual para todo el m undo. Si, por ejemplo se pudiese gravar el aire respirable, es evidente que el pobre, como el rico, estaría obligado a pagar, y que éste, con independencia de su riqueza, no pudiendo consum ir m ás de la m ercancía gravada que aquél, nunca habría de soportar impuestos más pesados que él. Este ejemplo puede servir de ideal a una m ala tasa.
A ello se debe que las costas procesales pagadas por los reos sean un mal impuesto. Un proceso es con frecuencia una mercancía tan necesaria para el pobre como p ara el rico.
APUNTES SOBRE POLÍTICA INTERNA
Lo que podría hacerse a favor del pueblo se divide en varias categorías:
Una disminución de las cargas públicas, incluyendo ahí todo: reclutamiento, gastos de justicia... Quizá sean las leyes de aduana las que más se debería modificar, pero por el m om ento es coto p roh ibido. Esto en lo que me ocupo es sin duda m ucho, pero no suficiente; se tra ta de un modo indirecto de acudir en auxilio del pobre. Veamos cuáles serían los medios directos:
— Establecer instituciones particularm ente destinadas para que él las use, de las que pueda servirse para ilustrarse, enriquecerse, com o cajas de ahorro, institu tos de crédito, escuelas gratuitas, leyes restrictivas de la duración del trabajo, asilos, talleres, cajas de socorro m utuo.
— Acudir por fin directam ente en su ayuda y aliviar su m iseria con los recursos de los impuestos: hospicios, oficinas de beneficencia, tasa de pobres, d istribución de productos, de trabajo, de dinero.
En definitiva, tres m edios de acudir en ayuda del pobre:1.° Exonerarlo de una parte de las cargas públicas o, al menos,
no cargarlo sino en modo proporcional.2.° Poner a su alcance las instituciones que puedan perm itir
le salir del apuro y bastarse a sí mismo.
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3.° Acudir en su ayuda y asistirlo directam ente en sus necesidades.
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
... que el sentido verdadero de la revolución es la igualdad, la distribución más igual de los bienes de este m undo.
Que los nuevos gobiernos o las nuevas clases llegadas al poder sólo pueden sostenerse haciendo todo lo que les sea posible en ese sentido.
Se sostiene que el nuevo gobierno y la clase m edia [que] sigue siendo clase gobernante no cum plirían en esto con su deber. ¿Es verdad..?
Quejas del pueblo o hechas en nom bre del pueblo...Remedios indicados; comunismo, organización del trabajo, fa
lansterio...Todos esos rem edios tienden, todos, a crear un orden social
nuevo, sin precedentes en el m undo.Pero porque las quejas sean exageradas, porque los rem edios
indicados sean...* legítim am ente y sin solución que proponer...
Las clases m edias han sacado de la Revolución todo el beneficio que podían esperar Pero las clases inferiores, ¿sacaron tam bién de la Revolución los beneficios que les cabía esperar?
El principio antiguo de que las mayores cargas sociales debían pesar sobre ella, ¿ha sido real y eficazm ente destruido?
El gobierno de las clases m edias, ¿hace realm ente en pro del pueblo todo lo que éste legítim am ente tiene derecho a esperar?
5. Palabras ilegibles en el m anuscrito.6. El m oho ha borrado dos líneas en el m anuscrito.
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Pintar el estado de los partidos, la indiferencia de la nación, explicarla por medio de las pequeñas diferencias existentes entre los partidos parlam entarios, su com ún indiferencia por el pueblo...
Cuadro siniestro que se hace del porvenir; peligros próximos... No creo nada de esto. Lo que es grave está lejos, pero no por ello es m enos grave.
APUNTES SOBRE POLÍTICA INTERNA
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X. DISCURSO PRONUNCIADO EN LA CÁMARA DE DIPUTADOS'
T o c q u e v il l e : N o es mi intención continuar la discusión particular ya iniciada. Pienso que será retom ada de m anera más ú til cuando se proceda a discutir aquí la ley de prisiones. El objetivo que me hace sub ir a la tribuna es m ás general.
El parágrafo 4, hoy sujeto a discusión, llam a naturalm ente a la Cámara a echar una m irada general sobre el conjunto de la política interior, y en particular sobre el aspecto de la política in terna que ha señalado y al que se vincula la enm ienda depositada por mi honorable amigo, el señor Billault^.
Es esa parte de la discusión sobre la dirección lo que deseo presentar a la Cámara.
Señores, no sé si me equivoco, pero me parece que el actual estado de las cosas, el actual estado de la opinión, el estado de los espíritus en Francia, es como para suscitar alarm a y aflicción. En lo que a m í respecta, declaro sinceram ente a la Cám ara que, por vez prim era en quince años, experim ento un cierto tem or ante el futuro; y lo que me dem uestra que tengo razón es que esa im presión no es sólo mía: creo poder apelar a todos los que me escuchan, y que me responderán todos que en el país que representan una im presión análoga subsiste; que un cierto m alestar, un cierto tem or ha invadido los ánim os; que quizá por p rim era vez en dieciséis
1. Celebérrimo discurso pronunciado en la sesión del 27 de enero de 1848,2. La enm ienda B illaut pedía al gobierno que « trabajara sin descanso en desarro llar la m oralidad de las poblaciones y no exponerse a deb ilitarla m ediante funestos ejemplos», lo que suponía una crítica d irecta ai m inisterio po r sacrificar los intereses generales y permanentes del país al gobernar de m anera nociva para la m oralidad pública.
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años el sentim iento, el instinto de inestabilidad, ese sentim iento precursor de las revoluciones, que a m enudo las anuncia, que a veces las hace nacer, que ese sentimiento existe en un nivel realmente grave en el país.
Si bien oí lo que dijo el otro día al final el señor m inistro de Finanzas, el propio gabinete adm ite la realidad de la im presión de la que hablo; sólo que la atribuye a ciertas causas particulares, a ciertos sucesos recientes de la vida política, a reuniones que han agitado los espíritus, a palabras que han excitado las pasiones.
Señores, me temo que si se atribuye el mal que se confiesa a las causas que se indican, no se llegue a la enferm edad, sino a los síntomas. Por mi parte, estoy convencido de que la enfermedad no reside ahí; es más general y profunda. Dicha enfermedad, que es m enester curar a cualquier precio, y que, dadlo por hecho, acabará con todos, con todos, oídlo bien, si no nos ponem os en guardia, reside en el estado en el que se hallan el espíritu público, las costum bres públicas. Es ahí donde está la enfermedad; es sobre este pun to sobre el que pretendo a trae r vuestra atención. Creo que las costum bres públicas, el espíritu público están en un estado peligroso; creo, adem ás, que el gobierno ha contribuido y contribuye del modo m ás grave a acrecentar dicho peligro. Por eso he subido a la tribuna.
Si echo. Señores, una m irada aten ta a la clase que gobierna, a la clase que tiene derechos políticos, y acto seguido a la que es gobernada, lo que sucede en una y o tra me espanta y me inquieta. Y por hablar en p rim er lugar de la que he llam ado clase que gobierna (observad que tom o estas palabras en su acepción más general: no hablo sólo de la clase media, sino de todos los ciudadanos, sea cúal sea su posición, que posean y ejerzan derechos políticos); digo pues que lo que existe en la clase que nos gobierna me inquieta y me espanta. Lo que veo en ella, Señores, puedo expresarlo en una palabra: las costum bres públicas se corrom pen, están ya p rofundam ente corrom pidas; se corrom pen un poco más cada día; cada día, a las opiniones, a los sentim ientos, a las ideas com unes suceden intereses particulares, m iras particulares, puntos de vista to m ados de la vida y del in terés privados.
No es mi in tención forzar a la Cám ara a insistir más de lo necesario sobre tan tristes detalles; me lim itaré a dirigirm e a mis
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m ism os adversarios, a mis colegas de la m ayoría m inisterial. Les ruego que hagan para uso propio una especie de análisis estadístico de los colegios electorales que les han enviado a esta Cámara; que compongan una prim era categoría con quienes votan por ellos a consecuencia, no de opiniones políticas, sino de sentim ientos de am istad particular o de buena vecindad. Que en una segunda categoría incluyan a quienes les votan no desde el punto de vista del interés público o del interés general, sino desde el punto de vista de un interés puram ente local. Que a la segunda, añadan una te rcera categoría com puesta de quienes votan por ellos por motivos de interés puram ente individuales, y les pregunto si los que quedan son muy num erosos; les pregunto si los que votan por un sentimiento público desinteresado, a consecuencia de opiniones, de pasiones públicas, si form an éstos la m ayoría de los electores que Ies han conferido el m andato de diputado; estoy cierto de que descubrirán fácilmente lo contrario. Me perm itiría adem ás preguntarles si, que ellos sepan, desde hace cinco, diez años, el núm ero de quienes les votan a consecuencia de intereses personales y particulares no crece sin cesar; si el núm ero de quienes les votan por opinión política no decrece sin cesar. Que me digan, en fin, si en torno a ellos, ante sus ojos, no se establece poco a poco, en la opinión pública, una especie de singular tolerancia para con los hechos de que hablo, si no se form a poco a poco una especie de m oral vulgar y baja según la cual el hom bre que posee derechos políticos se debe a sí mismo, debe por sus hijos, por su mujer, por sus padres, hacer un uso personal de tales derechos en pro de su interés; si ello no aum enta gradualm ente hasta convertirse en una especie de deber de padre de familia. Si esa m oral nueva, desconocida en los g randes periodos de nuestra historia, desconocida al inicio de nuestra Revolución no se desarrolla cada vez m ás y no invade cada día los espíritus. Se lo pregunto.
Ahora bien, ¿qué es todo eso sino una degradación sucesiva y profunda, una depravación cada vez más com pleta de las costum bres públicas?
Y si, pasando de la vida pública a la vida privada, considero lo que ocurre en ella, si presto atención a todo aquello de lo que habéis sido testigos, en particular desde hace un año, a todos esos escándalos clam orosos, a todos esos crím enes, a todas esas faltas, a
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todos esos delitos, a todos esos vicios extraordinarios que saltan a la vista en la m enor ocasión por todas partes, que cualquier instancia judicial revela; si presto atención a todo ello, ¿no tengo m otivo para sentirm e asustado? ¿No tengo razón al decir que no sólo son las costum bres públicas lo que se corrom pen entre nosotros, sino que tam bién las costum bres privadas se depravan? (Negativas en el centro).
Y notad que no digo esto desde el punto de vista del m oralista, lo digo desde el punto de vista del político; ¿sabéis cuál es la causa general, eficiente, profunda, que lleva a la depravación de las costum bres privadas? Es la corrupción de las costum bres públicas. Es porque la m oral no reina en los actos principales de la vida por lo que no desciende a los m enores. Es porque el interés ha reem plazado en la vida pública a los sentimientos desinteresados por lo que el in terés dicta la ley en la vida privada.
Se ha dicho que habían dos morales: una m oral política y una m oral de la vida privada. C iertam ente, si cuanto ocurre entre nosotros es tal com o yo lo veo, jam ás la falsedad de una tal máxim a ha sido dem ostrada en modo tan llamativo y tan desdichado como en nuestros días. Sí, lo creo, creo que en nuestras costum bres p rivadas está ocurriendo algo de n a tu ra leza inquietante , a larm ante para los buenos ciudadanos, y creo que lo que está ocurriendo en nuestras costum bres privadas tiene en gran m edida que ver con lo que sucede en nuestras costum bres públicas. (Negativas en el centro).
Sí, Señores, si no me creéis en este punto creed al menos la im presión de Europa. Pienso que estoy tan al corriente como el que m ás en esta Cám ara de lo que se im prim e, de lo que se dice sobre nosotros en Europa.
Y bien, desde el fondo de m i corazón os aseguro que no sólo estoy entristecido, sino desconsolado por lo que leo y oigo cada día; siento desconsuelo cuando percibo el partido que se saca contra nosotros por los hechos de los que hablo, las exageradas consecuencias que se deducen contra la entera nación, contra el carácter nacional en su conjunto; siento desconsuelo al ver hasta qué punto la potencia de Francia se debilita poco a poco en el mundo; siento desconsuelo al ver que no sólo se debilita la potencia m oral de Francia...
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J a n v ie r : Pido la palabra. (Movimiento).T o c q u e v il l e : ... sino la potencia de sus principios, de sus ideas,
de sus sentim ientos.Francia había arrojado al m undo, la prim era, en medio del es
trép ito de los truenos de su prim era revolución, princip ios que, posteriorm ente, se dem ostraron princip ios regeneradores de to das las sociedades m odernas. Ésa fue su gloria, es la p arte más preciosa de ella misma. Y bien, Señores, son esos principios lo que nuestros ejem plos debilitan hoy. La aplicación que en apariencia hacemos de ellos hace que el m undo dude de ellos. Europa, al m iram os, comienza a preguntarse si tuvimos o no razón; se pregunta si, en efecto, com o a m enudo hem os repetido , conducim os a las sociedades hum anas a un futuro m ás feliz y m ás próspero, o bien si las arrastram os con nosotros hacia la m iseria m oral y la ruina. He ahí. Señores, lo que m ás pena me produce en el espectáculo que ofrecem os al m undo. No sólo nos perjudica, sino que p erju dica a nuestros principios, perjudica a nuestra causa, perjudica a esa patria intelectual que a mí, en cuanto francés, atrae más que la pa tria física y m ateria l que está an te nuestros ojos. (Movim ientos diversos).
Señores, si el espectáculo que ofrecemos produce un efecto tal visto de lejos, percibido desde los confines de Europa, ¿cuál pensáis que produzca, en la propia Francia, en esas clases que no tienen derechos y que. desde el seno de la ociosidad política a la que nuestras leyes las condenan, nos m iran actuar solos sobre el gran escenario en el que estamos? ¿Cuál pensáis que sea el efecto que produzca sobre ellas sem ejante espectáculo?
En lo que a mí respecta, estoy asustado. Se dice que no hay peligro porque no hay tum ultos; se dice que, como no hay desorden m aterial en la superficie de la sociedad, las revoluciones están lejos de nosotros.
Señores, perm itidm e deciros que, en mi opinión, os equivocáis. Sin duda, no hay desorden en los hechos, m as está p ro fun dam ente arraigado en los espíritus. Observad lo que ocurre en el seno de esas clases obreras que, hoy, lo reconozco, están en calma. Es cierto que no están a to rm entadas por las pasiones p o líticas propiam ente dichas en el m ism o grado en que lo estaban an taño. ¿Pero no percibís que sus pasiones, de políticas, se han
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convertido en sociales? ¿No percibís cómo paulatinam ente se difunden en su seno opiniones, ideas, encaminadas no sólo a trastocar tales leyes, tal m inisterio, tal gobierno incluso, sino la sociedad: a socavar las bases en las que hoy reposa? ¿No escucháis lo que a diario se dice en su seno? ¿No oís cómo repiten sin descanso que cuanto está por encima de ellas es incapaz e indigno de gobernarlas; que la división de los bienes llevada a cabo hasta el presente en el m undo es injusta; que la propiedad reposa sobre bases inicuas? ¿Y no creéis que cuando dichas opiniones tom en arraigo, cuando se difundan de una m anera casi general, cuando desciendan profundam ente a las masas, deben conducir antes o después —no sé cuándo, no sé cómo, pero deben conducir antes o después— a las más tem ibles revoluciones?
Tal es. Señores, mi convicción m ás honda; creo que en el m omento actual estamos durm iendo sobre un volcán (Reclamaciones), de eso estoy profundam ente convencido. (Movimientos diversos).
Ahora, permitidme buscar ante vosotros, en pocas palabras pero de verdad y con total sinceridad, cuáles son los verdaderos autores, los principales autores del mal que acabo de in ten tar describir.
Sé muy bien que males tales como los recién expuestos no derivan todos, quizá ni aun, del hecho por los gobiernos. Sé muy bien que las largas revoluciones que agitaron y removieron tan a menudo el suelo de este país han debido dejar en los ánim os una singular inestabilidad; sé muy bien que en las pasiones, en las agitaciones de los partidos, pudieron hallarse ciertas causas secundarias, mas considerables, en grado de explicar el deplorable fenómeno que os acabo de dar a conocer; empero, tengo una idea dem asiado alta del papel que el poder juega en el m undo como p ara no estar convencido de que, cuando un m al muy grande se produce en la sociedad, un mal político muy grande, un m al m oral muy grande, el poder no tenga m ucho que decir.
Así pues, ¿qué ha hecho el poder para producir el mal que os acabo de describir? ¿Qué ha hecho el poder para llevar esa profunda perturbación a las costum bres públicas, y luego a las costum bres privadas? ¿Cómo ha contribuido?
Creo, Señores, que puede decirse sin ofender a nadie que el gob ierno ha recobrado, sobre todo en estos ú ltim os años, m ayores derechos, m ayor influencia, m ás considerables prerrogativas.
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más ram ificadas, de las que nunca antes poseyera. Se ha convertido en algo infinitam ente más grande de lo que nunca les cupo im aginar tanto a quienes lo produjeron como, incluso, a quienes lo recibieron en 1830. Puede afirmarse, por otra parte, que el principio de la libertad se ha desarrollado m ucho menos de lo que cabía entonces esperar. No estoy juzgando el acontecim iento, busco sólo la consecuencia. Si un resultado tan singular, tan inesperado, un giro tan estram bótico de las cosas hum anas, ha desbaratado malas pasiones, culpables esperanzas, ¿creéis que ante su vista m uchos nobles sentim ientos, esperanzas desinteresadas, no hayan sido alcanzadas; y que no le haya seguido en m uchos corazones honestos una especie de desencanto de la política, un abatim iento real de los ánimos?
Pero es sobre todo la m anera en que dicho resultado se ha producido, la m anera torcida y en cierta m edida subrepticia con la que se ha obtenido dicho resultado, lo que ha infligido a la m oralidad pública un golpe funesto. Ha sido recuperando viejos poderes que se creía haber abolido en julio, haciendo revivir antiguos derechos que parecían anulados, reponiendo en vigor antiguas leyes que se juzgaba abrogadas, aplicando leyes nuevas en un sentido d iferente a aquél en que fueron hechas, ha sido por todos esos modos to rcidos, por esa sabia y paciente laboriosidad como el gobierno ha retom ado finalm ente m ás acción, m ás actividad e influencia de la que quizá nunca haya tenido en Francia.
He aquí. Señores, lo que el gobierno ha hecho, lo que en p a rticu lar el m inisterio actual ha hecho. ¿Y pensáis. Señores, que ese m anera recién llam ada torcida y subrepticia de recuperar poco a poco el poder, de tom arlo en cierto m odo por sorpresa, sirviéndose de o tros m edios distintos de los otorgados por la Constitución; creéis que ese espectáculo extraño m ezcla de m aniobrerism o y mano izquierda públicam ente ofrecido por años sobre tan vasto escenario a toda una nación que lo contempla, creéis que espectáculo sem ejante estuviera en grado de m ejorar las costum bres públicas?
En mi caso, estoy profundam ente convencido de lo contrario; no deseo a tribu ir a mis adversarios motivos deshonestos que quizá no tenían; adm itiré, si se quiere, que al servirse de los medios que repruebo, hayan creído librarse a un mal necesario; que la grandeza del fin les ha ocultado el peligro y la inm oralidad del medio.
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Quiero creer eso; ¿mas fueron los medios m enos peligrosos? Consideran que la revolución que se ha operado desde hace quince años en los derechos del poder era necesaria, sea; y no la han hecho por interés particular, quiero creerlo; em pero, no es menos cierto que la han llevado a cabo por m edios que la m oralidad pública desaprueba; no es menos cierto que la han llevado a cabo tom ando a los hom bres no por su vertiente honesta, sino por su vertiente malvada, por sus pasiones, au debilidad, su interés, a m enudo por sus vicios. (Movimiento). Así es como, quizá proponiéndose un objetivo honesto, han hecho cosas que no lo eran. Y, para hacer esas cosas, les ha sido necesario llam ar en su ayuda, honrar con su favor, in tro ducir en su com pañía cotidiana, a hom bres que no querían ni un fin honesto ni m edios honestos, que sólo deseaban la grosera satisfacción de sus intereses privados sirviéndose del poder que se les confiaba; concedieron en tal modo una especie de prim a a la in m oralidad y al vicio.
No quiero citar más que un ejemplo a fin de dem ostrar cuanto acabo de decir, el de ese m inistro —cuyo nom bre no quiero recordar— que ha sido llamado a form ar parte del gabinete, bien que toda Francia, al igual que sus colegas, supiesen ya que era indigno del sillón; ¿quién salió del gabinete porque sem ejante indignidad se volvía en exceso notoria? ¿Y dónde fue a parar entonces? Al puesto más elevado de la justicia, desde donde pronto hubo de descender para sentarse en el banquillo de los acusados.
Y bien. Señores, en lo que a mí respecta, no contemplo ese hecho como un hecho aislado; lo considero como el síntom a de un m al general, el rasgo más saliente de toda una política: al ir por los cam inos que habíais elegido, teníais necesidad de hom bres tales.
Pero ha sido sobre todo por eso que el señor m inistro de Asuntos exteriores ha llamado abuso de influencias por lo que el mal moral del que acabo de hablar se ha expandido, se ha generalizado, ha penetrado en el país. Es por eso por lo que habéis actuado directam ente y sin interm ediarios sobre la m oralidad pública, ya no con ejemplos, sino con actos. Tampoco en este punto quiero a tribu ir a los señores m inistros m ayor responsabilidad en el mal de la que realm ente creo: sé bien que han estado expuestos a una tentación inmensa; sé bien que, en ninguna época, en ningún país, jam ás gob ierno alguno hubo de pasar por una semejante; que en parte
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alguna dispuso el poder de tantos m edios para corrom per, ni tuvo ante sí una clase política tan restringida y entregada a necesidades tales que la facilidad de actuar sobre ella a través de la corrupción pareció mayor, el deseo de ac tuar sobre ella m ás irresistible. Admito, pues, que no fue por un deseo prem editado de hacer vibrar en los hom bres la sola cuerda del interés privado por lo que los m inistros han com etido tan gran mal; sé bien que se vieron a rra strados por una rápida pendiente sobre la que resu ltaba muy difícil sostenerse; sé eso; por eso lo único que les reprocho es haberse colocado ahí, haber adoptado el punto de vista de que, para gobernar, tenían necesidad no de hablar a las opiniones, los sentimientos, a las ideas generales, sino a los intereses particulares. Una vez introducidos en esa vía, doy por seguro que, cualquiera hubiera sido su voluntad, su deseo de volver atrás, un poder fatal les em pujaba y hubo de em pujarles sucesivam ente hacia delante, hacia todo lo que fueron después. Para ello no requerían m ás que una cosa: vivir. Desde el m om ento en que se habían situado en la posición donde les acabo de situar, les bastaba con existir ocho años para hacer todo lo que hemos visto que han hecho, no sólo para servirse de todos los m alos medios de gobierno de los que hablaba hace poco, sino para agotarlos.
Sem ejante fatalidad es lo que, en p rim er lugar, les hizo au m entar desm edidam ente los empleos públicos, y luego, cuando éstos em pezaron a escasear, les llevó a dividirlos, a fraccionarlos por así decir, al objeto de poder dar un m ayor núm ero, si no de em pleos, sí al m enos de pagas, tal y como ocurrió con todos los cargos de finanzas. Y esa m ism a necesidad, cuando, pese a tan ta diligencia, los empleos públicos em pezaron a faltar, fue lo que les llevó, tal y como pudim os com probar el o tro día con el asunto Pe- tit, a declarar vacantes artificialm ente, y por medios espúreos, los puestos que ya habían sido ocupados.
El señor m inistro de Asuntos Exteriores nos ha dicho en n u merosas ocasiones que la oposición era injusta en sus ataques, que le hacía reproches violentos, mal fundados, falsos. Mas, le p regunto, ¿le ha acusado nunca la oposición, en sus peores m om entos, de lo que está probado hoy? (Movimiento). La oposición ha dirigido ciertam ente duros reproches al señor m inistro de Asuntos Exteriores, quizá hasta reproches excesivos, lo ignoro; pero no lo
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había acusado jam ás de hacer lo que él m ismo confesó hace poco haber hecho.
Y de parte mía, declaro que no sólo no había acusado nunca al señor m inistro de Asuntos Exteriores de tales cosas, sino que ni siquiera lo había sospechado. ¡Jamás! Jam ás hubiera creído, al escuchar al señor m inistro de Asuntos Exteriores exponer a esta tr ibuna, con adm irable m aestría de palabra, los derechos de la m oral en la política, al escucharle m antener un tal discurso, del que a pesar de estar en la oposición me sentía orgulloso por mi país, ciertam ente jam ás hubiera creído que lo que ha sucedido fuera posible. H abría creído no sólo faltarle, sino faltarm e a mí mismo, con sim plem ente sospechar lo que, sin embargo, era la verdad. ¿Cómo creer, como se dijo el o tro día, que cuando el señor m inistro de Asuntos Exteriores usaba tan bello y noble lenguaje, no expresaba su pensam iento? Yo, por mi parte, no iré tan lejos; creo que el instin to , el gusto del señor m inistro de Asuntos Exteriores era hacer otra cosa en vez de la que hizo. Pero fue empujado, arrastrado a pesar suyo, arrancado de su voluntad por así decir, por esa especie de fatalidad política y gubernam ental que se había im puesto a sí m ismo, y cuya p in tu ra acabo de delinear.
Él preguntaba el otro día qué tenía de tan grave el hecho que él llam aba un hecho menor. (Dirigiéndose al ministro). Lo que tiene de tan grave es que os sea im putado, que seáis vos, vos, quizá de todos los hom bres políticos de esta Cám ara el que, por vuestro lenguaje, m enos habíais hecho pensar que fuerais capaz de actos de esta especie, que seáis vos el responsable del mismo.
Y si este acto, si este espectáculo es, por su naturaleza, susceptible de producir una im presión profunda, dolorosa, deplorable para la m oralidad en general, ¿qué im presión no queréis que p ro duzca sobre la m oralidad particular de los agentes del poder? Hay una com paración que, en lo que a mí respecta, me llamó singularm ente la atención desde que conocí el hecho.
Hace tres años, un funcionario del m inisterio de Asuntos Exteriores, alto funcionario, difiere en sus opiniones políticas del m inistro en un punto. No expresa su disidencia de m anera ostensible, vota silenciosam ente.
El señor m inistro de Asuntos Exteriores declara que, oficialm ente, le es im posible vivir en com pañía de un hom bre que no
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piensa exactamente igual que él; lo despide, o mejor, digamos la palabra, lo expulsa. (Movimiento).
Y hoy, he aquí a otro agente colocado m enos alto en la je ra rquía, pero más cerca de la persona del señor m inistro de Asuntos Exteriores, que com ete los actos que conocéis. (¡Oíd, oíd!).
Al principio, el señor m inistro de Asuntos Exteriores no niega que los haya conocido; lo negó después, y adm ito por un m om ento que los haya ignorado...
A la izquierda: ¡No, no!T o c o u e v il l e : Pero si puede negar que haya conocido tales he
chos, no puede negar que al menos hayan existido, o que no los conozca hoy; son ciertos. (Dirigiéndose al ministro). Ahora bien, aquí ya no se tra ta entre vos y este agente de una disidencia política, se tra ta de una disidencia m oral, de lo que más de cerca toca al corazón y a la conciencia del hombre; no es sólo el ministro quien está aquí com prom etido, es el hom bre, ¡tomad buena nota!
Y bien, vos que no habíais podido aguantar una disidencia política más o menos grave con un hom bre honorable que no había hecho más que votar contra vos, no halláis digno de reproche, o mejor, encontráis digno de recom pensa al funcionario que, si no ha actuado de acuerdo con vuestro pensamiento, os ha comprometido de manera indigna, que os ha puesto en la posición más dolorosa y más grave en la que, sí, hayáis estado desde que entrarais en la vida política. Mantenéis a ese funcionario, o mejor: lo recompensáis, lo honráis.
¿Qué queréis que se piense? ¿Cómo queréis que no pensem os una de estas dos cosas: o que tenéis una singular parcialidad h acia las disidencias de esta clase, o que no sois libre p ara castigarlas? (Sensación).
Os desafío, a pesar del inmenso talento que os reconozco, os desafío a salir de este círculo. Si, en efecto, el hom bre del que hablo ha actuado a pesar vuestro, ¿por qué lo m antenéis jun to a vos? Si le m antenéis jun to a vos, si le recom pensáis, si os rehusáis a culparle, incluso del modo más leve, por fuerza ha de concluirse lo que yo acababa de concluir.
A la izquierda: ¡Muy bien, muy bien!O d il o n B a r r o t : ¡ E s d e c i s i v o !T o c q u e v il l e : Pero, Señores, adm itam os que me equivoco
acerca de las causas del gran m al del que hace poco hablaba, ad
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m itam os que, en efecto, el gobierno en general y el gabinete en particular nada tienen que ver; adm itám oslo por un momento. El mal, ¿es quizá menos inmenso? ¿No debemos a nuestro país, a nosotros mismos, hacer los esfuerzos más enérgicos y perseverantes al objeto de sobrepasarlo?
Os decía hace un m om ento que el mal conduciría antes o después, no sé cómo, ni de dónde provendrán, pero conduciría antes o después a gravísimas revoluciones a este país: estad seguros de ello.
Cuando me pongo a investigar la causa eficiente que, en tiem pos diversos, en épocas diversas, en pueblos diversos, ha conducido a la ru ina de las clases que gobernaban, veo claram ente tal acontecimiento, tal hombre, tal causa accidental o superficial; pero creed que la causa real, la causa eficiente que hace perder a los hom bres el poder es que se han vuelto indignos de tenerlo. (De nuevo, sensación).
Pensad, Señores, en la antigua m onarquía; era más fuerte que vos, más fuerte por su origen; se apoyaba mejor que vos en usos antiguos, en costum bres inveteradas, en creencias antiguas; era más fuerte que vos, y no obstante cayó en el polvo. ¿Y por qué cayó? ¿Creéis que se deba a algún accidente particular? ¿A tal hom bre, al déficit, al juram ento del juego de pelota, a Lafayette, a Mirabe- au? No, Señores; hay una causa m ás profunda y m ás cierta, y esa causa es que la clase entonces gobernante se había vuelto, a causa de su indiferencia, de su egoísmo, de sus vicios, incapaz de gobernar. (¡Muy bien, muy bien!).
Tal es la verdadera causa.Bien, Señores, si es justo tener esta preocupación patriótica en
todo tiem po, hasta qué punto no lo es más tenerla en el nuestro? ¿No notáis acaso, por una especie de intu ición instintiva, que no es posible analizar pero que es cierta, que el suelo tiem bla de nuevo en Europa? (Movimiento). ¿No sentís acaso... qué decir, un viento de revoluciones en el aire? Ese viento no se sabe dónde nazca, de dónde venga, ni, creedlo, a quién arrastre: y en tiem pos así perm anecéis en calm a en presencia de la degradación de las costum bres públicas —la palabra no es dem asiado fuerte.
Hablo aquí sin am argura, os hablo, creo, incluso sin espíritu de parte; ataco a hom bres contra los que no siento ninguna ira; pero.
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en fin, estoy obligado a decir a mi país la que es mi convicción profunda y arraigada. Y bien, mi convicción profunda y arraigada es que las costum bres públicas se degradan, es que la degradación de las costum bres públicas os conducirá, en poco tiem po, próxim o quizá, a nuevas revoluciones. ¿Acaso la vida de los reyes pende de hilos más firmes y más difíciles de rom per que la de los demás hom bres? ¿Acaso tenéis, en m omentos como éstos, la certeza de un m añana? ¿Acaso sabéis qué puede suceder en Francia de aquí a un año, a un mes, a un día quizá? Lo ignoráis, mas lo que sí sabéis es que la tem pestad está en el horizonte, que m archa sobre vosotros; ¿dejaréis de preveniros contra ella? (Interrupción en el centro).
Señores, os suplico que no lo hagáis; no os lo pido, os lo suplico; me pondría de buen grado de rodillas ante vosotros: hasta ese punto creo el peligro real y serio, hasta tal punto pienso que señalarlo no sea recurrir a una vana form a de retórica. ¡Sí, el peligro es grande! Conjuradlo ahora que aún hay tiempo; corregid el mal con medios eficaces, no atacándolo en sus síntom as, sino en sí mismo.
Se ha hablado de cam bios en la legislación. Estoy muy ten tado de creer que tales cam bios sean no sólo útiles, sino necesarios: creo, pues, en la utilidad de la reform a electoral, en la urgencia de la reform a parlam entaria; pero no soy lo bastan te insensato. Señores, como para no saber que no son las leyes en sí mismas las que forjan el destino de los pueblos; no, no es el m ecanism o de las leyes lo que produce los grandes acontecim ientos de este m undo: lo que causa los acontecimientos. Señores, es el espíritu mismo del gobierno. M antened las leyes si queréis; aunque piense que cometéis un gran error haciéndolo, m antenedlas; m antened incluso a los hom bres, si ello os procura placer; en lo que a m í respecta, no me opongo; pero, por Dios, cam biad el espíritu del gobierno, pues, os lo repito, aquel espíritu os conduce al abismo. (Viva aprobación en la izquierda).
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XI. DISCURSO DE APERTURA EN LA ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS'
Señores:La Academia, en cuyo nom bre tengo hoy el honor de hablar, ha
estado expuesta desde su fundación a juicios extraños, contestándosele incluso su razón de ser. Admitamos sin em bargo que las acciones del hom bre privado deban som eterse a una regla perm anente, y que la m oral sea una ciencia. ¿Pero ocurre lo m ismo con esos conjuntos de hom bres a los que llam am os sociedades? ¿Existe una ciencia de la política? Hemos llegado casi a negarla y, cosa bastante extraña, son por lo general los hom bres políticos, es decir, los mismos que deberían poner en práctica dicha ciencia, quienes se han tom ado sem ejante libertad respecto de ella. Se han permitido en alguna ocasión definirla quimérica o, por lo menos, vana.
Hay algo de pueril en im aginar que haya un arte particular que enseñe a gobernar, han dicho. El campo de la política es demasiado variado y movedizo como para poder echar en él los fundam entos de una ciencia. Los hechos que constitu irían su m ateria presentan siem pre entre sí tan sólo una sem ejanza falsa y engañosa. La época en que suceden, la condición de los pueblos en los que se observan, el carácter de los hom bres que los generan o los padecen, los hacen tan profundam ente diversos que sólo es posible considerar la utilidad de los m ismos considerándolos por separado. El príncipe que in ten tara gobernar a su pueblo valiéndose de teorías y de máxim as extraídas del estudio de la filosofía y de la historia.
1. Discurso de apertura pronunciado en la sesión del 3 de abril de 1852.
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podría arrepentirse am argam ente; es de creer que el simple sentido com ún le habría sido más beneficioso.
En ese lenguaje algo soberbio he escuchado pronunciarse a veces a los hom bres políticos acerca de las ciencias que tienen la política por objeto y de quienes la cultivan.
Siem pre pensé que com etían un grave error.Hay en la política dos partes que no se deben confundir, una fija
y o tra móvil. *La prim era, fundada en la naturaleza del hom bre, de sus inte
reses, de sus facultades, de sus necesidades reveladas por la filosofía y la historia, de sus instintos, que cam bian de objeto con los tiem pos sin cam biar su naturaleza, y que son tan inm ortales como su raza; la prim era, decía, enseña cuáles son las leyes más apropiadas a la condición general y perm anente de la hum anidad. Todo eso es la ciencia.
Y hay adem ás una política práctica y m ilitante en lucha contra las dificultades del día a día, que varía con los accidentes, provee a las necesidades pasajeras del m om ento y se ayuda con las p asiones efím eras de los contem poráneos. Es el arte del gobierno.
El arte difiere sin duda de la ciencia, la p ráctica a m enudo se separa de la teoría, no lo niego; más aún, voy a más allá, si se quiere, y concedo adm itir que, en mi opinión, sobresalir en una no es razón para triun far en la otra. No sé, Señores, si en un país en el que entre sus grandes publicistas y sus grandes escritores ha contado tantos eminentes hom bres de Estado, esté perm itido decir que el escribir buenos libros, incluso sobre política o sobre lo que a ella se refiere, constituya una m ás bien m ala preparación p ara el gobierno de los hom bres y la conducción de los asuntos públicos. Me perm ito em pero creerlo, y pienso que si los escritores em inentes que al m ismo tiem po se revelaron hom bres de Estado brillaron en los asuntos públicos, no se debió al hecho de ser escritores ilustres, sino a pesar de serlo.
El arte de escribir, en efecto, sugiere a cuantos se han dedicado a él por largo tiem po hábitos mentales poco favorables a la conducción de los asuntos públicos. Les somete a la lógica de las ideas, en tanto la m ultitud no obedece sino la de las pasiones. Les infunde el gusto del fin, de lo delicado, de lo ingenioso, de lo original, cuando lo que mueve el m undo son groseros lugares comunes.
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El estudio m ismo de la historia, que con frecuencia aclara el campo de los hechos presentes, en ocasiones lo oscurece. ¡Cuántos entre nosotros, obnubilada su m ente por tan sapientes tinieblas, han visto 1640 en 1789 y 1688 en 1830, y, siem pre con retraso de una revolución, han querido aplicar a la segunda el tra to de la p rimera, parecidos a esos doctos m édicos que, por com pleto al tan to de las antiguas enferm edades del cuerpo hum ano, pero ignaros siem pre del mal particular y nuevo padecido por sus pacientes, no han dejado de m atarlos a base de erudición! A veces he escuchado lamentos por el hecho de que Montesquieu haya vivido en una época en la que no habría podido experim entar la política, de la que tan to ha hecho progresar la ciencia. Siem pre he considerado tales quejas harto indiscretas; quizá la fineza un tan to sutil de su m ente le habría hecho a m enudo e rra r en la práctica ese punto preciso en el que se dirim e el éxito de los asuntos públicos; podría h aber ocurrido perfectam ente que, en lugar de convertirse en el más valioso de los publicistas, hubiera sido tan sólo un m inistro m ediocre, algo de lo m ás común.
Reconozcamos, pues. Señores, que la ciencia política y el arte de gobernar son dos cosas bien distintas. ¿Mas se deriva de ahí que la ciencia política no exista o que sea vana?
Si busco lo que im pide a ciertas m entes com prenderlo, hallo que es su propia grandeza. La ciencia que tra ta de la guía de las sociedades com prende en efecto el inm enso espacio que se extiende desde la filosofía hasta los estudios elem entales de derecho civil. Al carecer casi de lím ites, no conform a un objeto distinto para la m irada. Se la confunde con todos los conocim ientos que directa o indirectam ente se refieren al hom bre, y en inm ensidad sem ejante se la pierde de vista.
Pero al considerar con atención esa gran ciencia, y elim inar todo cuanto la toca sin form ar verdaderam ente parte, las diversas partes que la com ponen aparecen realm ente, y se term ina por hacerse una idea clara del conjunto. Se la ve entonces descender, en regular gradación, de lo general a lo particular, y de la teoría pura a las leyes escritas y a los hechos.
Para quien así la considera, los autores que se han hecho ilustres cultivándola dejan de constitu ir una confusa m uchedum bre; se dividen en grupos bien diferenciados, cada uno de los cuales
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puede exam inarse aparte. Los unos, con ayuda o de las detalladas narraciones de la historia, o del estudio abstracto del hombre, buscan cuáles sean los derechos naturales pertenecientes al cuerpo social y los derechos que el individuo ejerce, qué leyes convengan más a las sociedades, a tenor de las form as que éstas recibieron al n acer o adoptaron luego, cuáles sean los sistem as de gobierno aplicables según los casos, los lugares, los tiem pos. Son los publicistas: Platón, Aristóteles, Maquiavelo, M ontesquieu, Rousseau, por citar algunos nom bres ilustres.
Otros in ten tan la m ism a em presa a propósito de esa sociedad de naciones en la que cada pueblo es un ciudadano, sociedad siempre un tan to bárbara, incluso en siglos de m ayor civilización, cualquiera que sea el esfuerzo hecho para suavizar y regular las relaciones de quienes la integran. Descubren y señalan cuál sea, al m argen de los tra tados in ternacionales, el derecho internacional. Tal es la obra de Grocio y Pufendorf.
Los hay tam bién que, aun preservando el carácter general y teórico de la ciencia política, se lim itan a una sola parte del amplio campo que abraza: es Beccaria quien establece cuáles deban ser en todos los pueblos las reglas de la justicia penal; es Adam Smith quien in ten ta averiguar el fundam ento de la riqueza de las naciones.
Llegamos así, restringiendo cada vez más el círculo, hasta los jurisconsultos y los grandes glosadores, a Cujat, a Domat, a Pothier, a todos los que in terpretan y clarifican las instituciones existentes, los tratados, las constituciones, las leyes.
Conforme vamos descendiendo de la idea a los hechos, el cam po de la ciencia política se restringe y consolida, mas es siem pre la m ism a ciencia. Es posible convencerse de ello si se parangonan en tre sí todos los au tores de los que acabo de hablar, y si se advierte que, por lejanos que parezcan unos de otros, todos em pero se dan la m ano y se ayudan entre ellos de continuo. No existe glosador que no haya de basarse con frecuencia sobre las verdades abstractas y generales halladas por los publicistas, quienes, por su parte, necesitan una y o tra vez fundar su teoría sobre los hechos particulares y las instituciones reales que los glosadores revelaron o describieron.
Pero me asom bra. Señores, deber dem ostrar la existencia de las ciencias políticas en un país donde su potencia se m anifiesta
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clamorosamente por todas partes. ¡Negáis vosotros eso que las ciencias políticas son y pueden! M irad en derredor vuestro, veis aquellos m onum entos, veis aquellas ruinas. ¿Quién ha constru ido los prim eros, quién producido las segundas? ¿Quién ha cam biado la faz del m undo en nuestros días, al punto que, si vuestro abuelo pudiese renacer, no reconocería ni las leyes, ni las costum bres, ni las ideas, ni los hábitos, ni los usos que él conoció, y hasta con dificultad la lengua que habló? ¿Quién ha producido esta Revolución francesa, en una palabra, el mayor de los acontecimientos de la historia? Digo el mayor y no el más útil, porque dicha revolución dura todavía y aguardo, al objeto de caracterizarla con tal palabra, a conocer el efecto fínal; mas, a fin de cuentas, ¿quién la produjo? ¿Fueron los hom bres políticos del siglo xviii, príncipes, m inistros, grandes señores? A estos no hay que m aldecirlos ni bendecirlos, sólo com padecerlos, pues casi siem pre hicieron o tra cosa diversa de la que querían hacer, y acabaron por obtener el resultado que detestaban. Los grandes artífices de esa revolución form idable son precisam ente los únicos que en la época nunca tom aron parte en los asuntos públicos, son los autores, nadie lo ignora, es la ciencia política y, a menudo, la ciencia más abstracta, que depositaron en los espíritus de nuestros padres todos esos gérmenes de novedad de los que brotaron de pronto tantas instituciones públicas y tantas leyes civiles, desconocidas a sus predecesores.
Y observemos que cuanto las ciencias políticas hicieron entonces con potencia tan irresistible y esplendor tan maravilloso, lo siguen haciendo siempre y por doquier, aunque sea más secreta y lentamente; en todos los pueblos civilizados las ciencias políticas dan vida, o al m enos form a, a las ideas generales, de las que luego nacen los hechos particulares en medio de los cuales se agitan los hom bres políticos y las leyes que ellos creen inventar; alrededor de cualquier sociedad form an como una especie de atm ósfera intelectual en donde respira el espíritu de los gobernados y de los gobernantes, y de donde unos y otros extraen, a m enudo sin saberlo, a veces sin quererlo, los principios de su conducta. Los bárbaros son los ún icos que no reconocen de la política más que la práctica.
N uestra Academia, Señores, tiene por m isión la de proporcionar a esas ciencias necesarias y tem ibles un hogar y una regla. Es su gloria, pero tam bién un peligro.
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Por lo general, los gobernantes son m ás bien indiferentes a cuanto ocurre en el seno de las academias, como también, en tiem pos norm ales, en el m undo de las ideas. Cuando alguien se ocupa sólo de literatura, de filosofía, de ciencia, e incluso de religión, de buena gana cree que eso nada tiene que ver con ellos. Pero en cuanto oyen hablar de política, prestan máxima atención; im aginan que se actúe sobre ellos sólo cuando se habla de ellos; y no creáis, Señores, que sea.ése un defecto de las m entes estrechas que, por lo general, conducen los asuntos hum anos. Cayeron en él los esp íritus m ás ilustres. Hay ideas filosóficas o religiosas que cam biaron la faz de los im perios, y que nacieron jun to a los más grandes hom bres sin que éstos se d ieran cuenta. Puede creerse que si tales príncipes hubiesen oído d iscu tir a sus súbditos entre sí sobre una cuestión de adm inistración viaria, habrían sido todo ojos y oídos.
Una academia de ciencias morales y políticas no es, pues —menester es reconocerlo—, igual de apropiada a todos los países y a todos los tiem pos. Su sitio está únicam ente en los países libres y en los lugares donde se consiente discutir sobre todo. Son éstas condiciones de existencia que nos honran, Señores; no las contestemos.
El Antiguo Régimen, que tra taba las ciencias m orales y políticas como una ocupación ingeniosa y respetable del espíritu humano, jam ás perm itió que cuantos las cultivaban pudieran reunirse en academ ia. La d ictadura revolucionaria, que de todas las d ictaduras es la más hostil a la libertad, las sofocó y, como único m edio capaz de prevenir los escritos que de ello tra taban, suprim ió a sus autores cuanto pudo; casi todo lo que quedaba de la vieja escuela filosófica del siglo xviii, Bailly, Condorcet, M alesherbes, perecieron por su propia m ano. Cabe creer que idéntico fin habrían corrido M ontesquieu, Voltaire, Turgot y el propio Rousseau de haber vivido. Su suerte fue el haber m uerto antes de ver los tiem pos horribles de los que se les hacía responsables. Pero en cuanto el Terro r cesó, las ciencias m orales y políticas recuperaron su viejo honor, siendo —preciso es decirlo— objeto de una preferencia injusta; en efecto, en la fundación del Institu to que por entonces tuvo lu gar, se creó una sección aparte para ellas, m ientras se rechazó otra p ara las buenas letras: ¡curiosa ingratitud de una generación a la que la litera tu ra había alim entado y conducido al poder!
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La revolución continuó su curso, mas la libertad pronto se volvió atrás: revolución y libertad, en efecto, son dos palabras a las que conviene m antener cuidadosam ente separadas en la historia. El Prim er Cónsul, que personificaba y continuaba a su modo la Revolución francesa, y que no obstante era uno de los m ayores adversarios con los que la libertad hum ana jam ás haya tropezado en el mundo, el Prim er Cónsul no tardó m ucho en m irar con muy m alos ojos la Academia o, como se decía entonces, la sección de las ciencias morales y políticas. Cierto, por entonces la com ponían casi exclusivamente hom bres políticos que habían jugado roles diversos en los acontecim ientos precedentes. Allí estaban Cabanis, Daunou, Merlin de Douai, D upont de Nem ours, Cessac, Roederer, Sieyés, Talleyrand, Lebrun, luego duque de Placencia, Destutt-Tracy. A ella pertenecía Jefferson en calidad de socio extranjero, en aquel tiem po presidente de los Estados Unidos de América, lo que no constituía precisam ente un buen títu lo de recom endación para el prim er m agistrado de la República francesa. Sin embargo, aunque com puesta de personajes famosos, tendía tan sólo a hacerse olvidar; visto el espíritu del señor, que había dejado de contener al esp íritu de la época, la Academia restringía y lim itaba deliberadam ente la propia esfera; cosa ésa fácilm ente perceptible si se echa un vistazo a sus últim os trabajos.
En historia filosófica, se ocupaba del gobierno de Francia bajo las dos prim eras dinastías, lo que aparentem ente no la pondría en n ingún com prom iso. Em pero, p ara m ayor inocencia, creyó deber rem ontarse hasta los faraones; en sus ú ltim as sesiones se la ve escuchando al señor Volney, encargado de sum inistrar, según dicen las actas, interesantes inform aciones acerca de las túnicas de las m om ias egipcias.
En moral, el señor Dupont de Nemours leía m em orias sobre el instinto, el cual, siendo com ún a los hom bres y a las bestias, no podía en ningún m odo dar preocupaciones al gobierno.
En econom ía política, la ocupación era el crecim iento y la dism inución d iaria del Sena.
Y en política propiam ente dicha no se ocupaba de nada.El público un poco la tra tab a como ella se tra tab a a sí m isma;
no a tra ía más ideas serias del exterior de las que elaboraba en su propio seno. En las ú ltim as actas de la Academia vemos figurar el
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título de una sola obra de cierta extensión, por la que se le hizo homenaje; se titulaba Cours de morále á l’usage des jeunes demoiselles, del ciudadano Almaric.
Todo eso no parecía muy temible; no obstante, el Prim er Cónsul se preocupó. La Academia quiso hacerse pequeña, el ojo de Napoleón la percibió en la som bra a la que se había arrojado.
Cuando hubo suprim ido hasta la ú ltim a huella de las libertades públicas, eso 'que llam aba abolir el gobierno de los abogados, quiso cerrar a los libres pensadores, a los ideólogos según los llam aba, su últim o refugio, olvidando que sin esos ideólogos que hab ían preparado la ru ina del Antiguo Régimen, y sin aquéllos abogados que la habían consumado, él mismo no se habría convertido en amo de Francia y de Europa, sino que habría seguido siendo, sin ninguna duda y a pesar de su genio, un pequeño gentilhom bre oscuro, perdido entre los rangos inferiores de la jerarquía que aquéllos habían destruido.
He buscado con sum a atención en m uchos docum entos diversos, y sobre todo en los papeles adm inistrativos depositados en los archivos nacionales, cómo se había producido la destrucción de la sección de ciencias m orales y políticas por obra del Prim er Cónsul; nada notable encontré. A través de la lectura de tales papeles, ún icam ente se ve que no es sólo en los gobiernos parlam entarios que quienes conducen los asuntos públicos se tom an la m olestia de ocultar su verdadero pensam iento entre un sinfín de palabras. Por omnipotentes que se proclamen, los gobiernos despóticos no se dispensan m ás que los dem ás de engañar. Se dignan de cuándo en cuándo de valerse de astucias. En el inform e del m inistro del In- ^ r io r Chaptal, inform e que precede al decreto y del que he hallado la m inuta corregida de puño y le tra por el propio m inistro, no se dice siquiera una palabra de las razones que llevan a suprim ir la sección de las ciencias m orales y políticas. N inguna crítica, n inguna insinuación respecto de ella; ni que se la suprim e se dice. Tan sólo se piensa en reform ar el Institu to de acuerdo con un plan m ejo r y en in troducir en él una división del trabajo m ás favorable al in terés de las letras y de las ciencias. Al leer los considerandos del decreto parece que ni siquiera se haya pensado en nosotros. Al leer el propio decreto, se percibe que no existimos, y que nos han dado m uerte con suavidad por omisión.
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El inform e m uestra asim ism o que la idea originaria del m inistro era la de volver lisa y llanam ente a la antigua organización académica, no sólo a las cosas, sino tam bién a los nombres; en una palabra, hacer en 1803 lo que Luis XVIII hizo en 1816, réanudar la cadena de los tiem pos, como dijo éste después. El Prim er Cónsul aceptó las cosas, si bien rechazó las palabras. El señor de Fontanes, que seguía siendo un gran enam orado del pasado, y era lo que en la jerga m oderna se habría llam ado un gran reaccionario, le instó a ponerles de nuevo a las secciones el nom bre de Academia; se afirm a que le respondió: ¡No, nada de Academia. Sería dem asiado borbón!
Ése fue el fin de la sección de las ciencias m orales y políticas. Fue sepultada, con todas las libertades públicas, en la bandera de Marengo. Al m enos se tra taba de un buen sudario.
Se la vio renacer cuando Francia volvió a ser nuevamente libre.Incluso en los periodos más favorables para ella, la Academia
se halla entre dos escollos. Debe tem er por igual salir de su esfera y perm anecer inactiva.
Nunca debemos olvidar. Señores, que somos una sociedad científica, no un cuerpo político: la seguridad y dignidad de nuestras obras de ello dependen.
Esa línea de dem arcación entre la teoría y la práctica es, hay que adm itirlo, más fácil de trazar que de mantener. A prim era vista dicha cuestión parece una cuestión puram ente teórica que, respondiendo a las pasiones del m om ento, fácilm ente se transform a en cuestión sobre hechos y en un instrum ento de partido; somos, en efecto, un pueblo raciocinante e inteligente, en el que las teorías más sutiles se usan para dar satisfacción a los apetitos más groseros y las acciones más vulgares se cubren bajo un m anto de palabras bellas. Hay, pues, m aterias políticas que por naturaleza pertenecen a la práctica y otras que son atraídas hacia ella ocasionalm ente; la Academia ha sabido evitar, con una discreción que le honra, unas y otras. Se ha m antenido firm e en la esfera de la teoría. Ha hecho más; se ha esforzado por a traer hacia allí a los espíritus, y que no siem pre lo haya conseguido no debe suscitar m ayor asom bro.
Cabría creer que es el m om ento en el que todos los hom bres se ocupan de gobernar cuando la abstracta ciencia del gobierno re sulta más y m ejor cultivada. Lo contrario estaría más próximo a la
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verdad. Los publicistas más grandes que han aparecido en el m undo han precedido o seguido el siglo de las libertades públicas. Aristóteles escribía sobre la república en la corte de Alejandro; el Es- prit des lois y el Contrat social fueron compuestos bajo m onarquías absolutas. Esos libros nos han hecho como somos, mas probablem ente seríamos incapaces de hacerlos hoy. El hecho desvía sin tregua de la idea, a la práctica de la ciencia, y la política acaba por no ser más que un juego de azar en el que, además, los dados están con frecuencia trucados.
Es al objeto de a traer hacia la política especulativa a los espíritus distraídos por el rum or de los partidos y por el cuidado de los asuntos públicos por lo que la Academia ha establecido concursos y distribuye prem ios anuales a los escritores distinguidos en ellos. Juzgar tales concursos, distribuir esos premios, es el fín que hoy nos reúne aquí^. [...]
El libro que este año la Academia pide a los concursantes es un manual de moral y de economía política para las clases trabajadoras.
Todas las épocas han tenido que ver con trabajadores y pobres, pero lo que aparece como particular de la nuestra es la opinión, tan difundida en nuestros días, de que exista un rem edio específico para el m al hereditario e incurable de la pobreza y del trabajo, y de que con un poco de buena voluntad los gobernantes llegarían a descubrirlo con facilidad. Se consiente conceder a cada poder que nace un tiem po razonable p ara encontrar y aplicar el nuevo m edicam ento y, si fracasa, se está siempre listo para expulsar a ese médico ignorante y llam ar a otro doctor. Los experim entos se subsiguen y las generaciones se suceden sin que el e rro r se disipe, corriéndose una y o tra vez tras la m ism a quim era en medio de las m ism as ruinas.
La Academia, al plantear la cuestión que acabo de enunciar, tiene el propósito de com batir esa idea falsa, fuente de tantos males. Desea, a tal fin, que los concursantes se em peñen en difundir, entre las clases trabajadoras a las que se dirigen, algunas de las
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2. Hemos suprim ido la parte del discurso en la que se inform a de los textos presentados a concurso a causa, como el propio Tocqueville dice, de la m ediocridad de los mismos.
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nociones más elementales y ciertas de la economía política, que les perm itan com prender con claridad, por ejemplo, lo que hay de perm anente y necesario en las leyes económicas que rigen los tipos de salarios; por qué dichas leyes, siendo de alguna m anera de derecho divino desde el m om ento en que form an parte de la n a tu ra leza del hom bre y de la estructu ra de la sociedad, están fuera del alcance de las revoluciones, y por qué el gobierno no puede hacer que el salario aum ente cuando la dem anda de trabajo disminuye, tal y como no puede im pedir que el agua se vierta por la parte hacia la que se inclina el vaso.
Mas lo que por encima de todo la Academia desea es que los diversos autores a los que aprem ia saquen a la luz la siguiente verdad: que el principal rem edio contra la pobreza se halla en el p ropio pobre, en su actividad, en su frugalidad, en su previsión; en el buen e inteligente uso de sus facultades más que en ningún otro lugar; y que si, para acabar, el hom bre debe su b ienestar en parte a las leyes, m ucho se lo debe a sí mismo: hasta se podría decir que es deudor únicamente de sí mismo; la ley, en efecto, vale lo que vale el ciudadano.
¿No es extraño. Señores, que una verdad tan sim ple y tan clara tenga necesidad de ser restablecida de continuo, y que parezca oscurecerse en nuestra época de luces? Es fácil, ay, decir la causa; las verdades m atem áticas, para su dem ostración, necesitan sólo de observaciones y hechos; mas para aferrar y creer las verdades m orales, se requieren costum bres.
La Academia no exige a los concursantes un tratado, sino un manual, es decir, los invita a hacer una obra breve, práctica, al alcance de todos, escrita para el pueblo, en sum a, sin pretender no obstante reproducir el lenguaje del pueblo, tipo de afectación tan contraria a la difusión de la verdad entre las clases inferiores cuanto podría serlo la búsqueda de una cuidada elegancia. La im portancia que atribuye a dicho librito está escrita en el prem io de 10.000 francos que prom ete al autor. Pero anuncia por anticipado que asignará dicho premio sólo en el caso de que surja del concurso una obra notable y ap ta para cum plir el fin previsto.
Me detengo aquí. Señores; es hora de ceder la palabra al señor secretario perm anente, que d isertará sobre uno de nuestros cofrades de los que la Academia lam enta la pérdida, el señor Droz.
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Alabar sus escritos y reconstru ir sus acciones no supone salirse del círculo de nuestros estudios, com o tam poco faltar a nuestra gran misión; en efecto, la honestidad se enseña m ejor aún con el ejem plo que con el precepto, y el m ejor curso de m oral —pido disculpas a mis honorables cofrades de la sección de filosofía— será siempre la vida de un hom bre de bien, reconstruida por un historiador que com prenda y sepa am ar la virtud.
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